TÁCITO: ANNALES

LIBRO I

 

Principio de la obra: principios que regirán su historia.

I. La ciudad de Roma estuvo al principio bajo el poder de reyes; la libertad y el consulado los estable­ció Lucio Bruto. Las dictaduras se adoptaban con carácter temporal; tampoco la autoridad de los decenviros duró más de dos años, ni mucho tiempo la potestad consular de los tribunos militares. No fue larga la dominación de Cinna, como no lo fue la de Sila; el poder de Pompeyo y de Craso pasó pronto a manos de César, y las armas de Lépido y de Antonio a las de Augusto, el cual recibió bajo su imperio, con el nombre de príncipe, el mundo agotado por las discordias civiles. Pues bien, las fortunas y adversida­des del viejo pueblo romano han sido historiadas por escritores ilustres, y tampoco a los tiempos de Augus­to les faltaron notables ingenios que los narraran, hasta que al crecer la adulación se fueron echando atrás. Así, la historia de Tiberio y de Gayo y la de Claudio y Nerón se escribió falseada por el miedo mientras estaban ellos en el poder; tras su muerte, amañada por los odios recientes. De ahí mi designio de tratar brevemente y sólo de los postreros momentos de Augusto, y luego el principado de Tiberio y lo demás sin encono ni parcialidad, para los que no tengo causas próximas.

 

II. Después de que, muertos violentamente Bruto y Casio, no existía ya un ejército republicano, que Pompeyo fue aplastado junto a Sicilia y que, elimi­nado Lépido y muerto Antonio, no le quedaba ya tampoco al partido juliano otro jefe que César, aban­donó éste el título de triunviro presentándose como cónsul, "satisfecho con el poder tribunicio para la de­fensa del pueblo".

 

LIBRO XVI

Acontecimientos de Nerón.

IV. Entretanto el senado, cercano ya el concurso lustral y con la idea de evitar un escándalo, ofrece al emperador la victoria del certamen de canto, y le añade la corona de la elocuencia, destinada a paliar la infamia de un premio teatral. Pero Nerón, repitiendo que no había necesidad alguna de intrigas ni de actos de fuerza por parte del senado, que competiría con sus rivales en plan de igualdad, y que en virtud de la recti­tud de los jueces obtendría merecidamente la gloria, empieza por recitar un poema en la escena. A continua­ción, como el pueblo reclamaba que diera a la luz todas sus producciones (tales fueron las palabras que emplearon), se presenta en el teatro actuando conforme a todas las leyes de los certámenes de cítara: no sentarse cuando estuviera cansado, no secarse el sudor a no ser con el vestido que llevaba puesto, y no dejar ver excreción alguna de su boca o nariz. Por último, rodilla en tierra y haciendo a aquella concurrencia un respe­tuoso saludo con la mano, se quedó esperando el fallo de los jueces con fingida inquietud. Y la verdad es que la plebe de la Ciudad, acostumbrada a jalear también las piruetas de los histriones, lo aclamaba a ritmo acompasado y con amañado aplauso. Se creería que estaban disfrutando, y tal vez disfrutaban porque no les importa la pública infamia.

 

V. Ahora bien, los que habían venido de municipios lejanos y de la Italias todavía austera y conservadora de las antiguas costumbres, y cuantos, desconocedores de la licencia por vivir en remotas provincias, habían lle­gado en comisiones oficiales o por asuntos privados, ni podían soportar aquel espectáculo ni se mostraban a la altura de tan deshonroso menester, porque sus manos inexpertas perdían el ritmo y perturbaban la acción de los duchos, y muchas veces recibían golpes de los soldados, apostados en los graderíos a fin de que no se produjera ni por un momento un clamor desacompasado o un silencio falto de entusiasmo. Consta que muchos caballeros, cuando trataban de abrirse paso por las estrecheces de las puertas y entre el torrente de la multitud, quedaron aplastados, y que otros, por haberse quedado todo el día y toda la noche en sus sitiales, fueron víctimas de mortal enfermedad. Y es que hubiera sido mayor su peligro si faltaran al espectáculo, pues había dispuestas muchas personas, unas abiertamente y más en secreto, para controlar los nombres y las caras, la alegría o la tristeza de los asistentes. Con tal motivo se dictaron de manera inmediata penas de muerte contra gentes de inferior con­dición; con relación a las personas ilustres, se disimuló por el momento el odio para pasarles poco después la cuenta. Contaban que Vespasiano, acusado de haber dejado que sus ojos se cerraran por el sueño, fue incre­pado por el liberto Febo, y que a duras penas lograron protegerlo los ruegos de las personas honradas, y que si acto seguido escapó a una perdición inminente, fue gracias a un hado más poderoso.

 

VI. Después del final de los juegos encontró la muerte Popea, a causa de un rapto de ira de su marido que le asestó una patada cuando ella se hallaba en­cinta; efectivamente, no creo que se tratara de un veneno, aunque tal es la versión de algunos historiado­res, dictada más por el encono que por la convicción; de hecho Nerón estaba ansioso de hijos y prendado de amor por su esposa. El cuerpo no fue incinerado según la costumbre romana, sino que, conforme a la de los reyes extranjeros, es embalsamado y colocado en el túmulo de la familia Julia. Eso sí, se le hicieron exe­quias oficiales, y el propio Nerón pronunció su elogio en los Rostros alabándola por su belleza y por haber sido madre de una niña divina, así como por otras prendas de la fortuna, aunque como si todas fueran virtudes.

 

VII. La muerte de Popea, si bien acogida con muestras externas de dolor, resultó grata a los que tenían me­moria, a causa de su impudor y de su saña; pero Nerón exasperó todavía más los odios al prohibir a Gayo Casio la asistencia a las exequias, lo que fue el pri­mer aviso de su desgracia. No tardó en llegar, pero añadiéndose a ella la de Silano, sin otro delito que el de destacar Casio por su ancestral riqueza y la auste­ridad de sus costumbres, y Silano por lo ilustre de su linaje y por ser un joven morigerado. Y así envió al senado un discurso en el que sostenía que uno y otro debían ser apartados de las tareas del estado, echando en cara a Casio que entre las imágenes de sus mayo­res veneraba también a una de Gayo Casio con la inscripción Al jefe del partido; estaba claro, de­cía, que andaba buscando las semillas de la guerra civil y la traición a la casa de los Césares, y que, por no usar solamente del recuerdo de un nombre hostil para provocar enfrentamientos, se había atraído a Lu­cio Silano, joven noble pero de talante aventurero, a fin de ponerlo como reclamo para la revolución.

 

VIII. Pasó luego a atacar al propio Silano en los mis­mos términos que a su tío Torcuato, acusándolo de andar ya distribuyendo los cargos del imperio y de te­ner nombrados a sus libertos para la contabilidad, la se­cretaría de peticiones y la correspondencia; todo ello era tan vano como falso, pues Silano, por miedo, se an­daba con especiales cuidados, y la perdición de su tío lo había impresionado lo bastante como para guardarse de manera particular.