SUETONIO: VIDA DE LOS DOCE CÉSARES

 

Vicios de Julio César.

IL. Su intimidad con Nicomedes fue la única cosa que manchó con oprobio grave y perenne su reputación y le expuso a la inju­ria de todos. Omito los versos muy conocidos de Licinio Calvo: Todo lo que Bitinia y el amante de César en algún momento llegaron a poseer. Dejo de lado los discursos de Dolabela y de Curión padre, en los que Dolabela le llama "rival de la reina" y "colchón de la litera real", y Curión, por su parte, "burdel de Nicomedes" y "lupanar de Bitinia". Haré también caso omiso de los edictos de Bíbulo en los que públicamente llamaba a su colega "reina de Bitinia"… Por esta época, según cuenta Marco Bruto, un tal Octavio que, por no estar en sus cabales, decía cuanto se le antojaba, saludó a Pompeyo delante de una concu­rrencia muy numerosa dándole el título de rey y a César el de reina. Más aún, C. Memio le echó en cara haber servido de co­pero a Nicomedes en compañía de otros muchachos de placer en un gran banquete al que asistían algunos hombres de negocios romanos cuyos nombres cita. Por su parte Cicerón… le dijo en una ocasión en que César defendía en el Senado la causa de Nysa, hija de Nicomedes, con este motivo recordaba los favores que había recibido de aquel rey: Omite, te lo ruego, estos detalles, puesto que todo el mundo sabe lo que el rey te ha dado y lo que tú has recibido. En fin, con ocasión de celebrar su triunfo sobre la Galia, sus soldados, entre los versos que se acostumbran a cantar en broma mientras escoltan la carroza, entonaron esta tan conocida estrofa:

 

César subyugó las Galias; Nicomedes a César. Aquí tenéis a César honrado con los honores del triunfo por haber doblegado a la Galia; Ni­comedes, en cambio, no recibe estos honores a pesar de haber doblegado a César.

 

L. Todo el mundo está de acuerdo en que fue muy dado a los placeres sensuales y manirroto para conseguirlos, y que sedujo a muchas mujeres de la nobleza, entre ellas a Postumia, esposa de Servio Sulpicio, a Lolia, de Aulio Gabinio, a Tertula, de Marco Craso, e incluso a Mucia, de Cn. Pompeyo… Pero amó como a ninguna a Servilia, madre de Bruto, a la cual, ya durante su primer consulado, le compró unas perlas por valor de seis millones de sestercios y luego, durante la guerra civil, aparte de otras donaciones, le hizo adjudicar por un precio irrisorio una finca magnífica vendida en pública subasta. Con este motivo, como muchos se admiraran de aquel precio tan bajo, Cicerón con mucho donaire les dijo: La compra, ha sido aún más ventajosa de lo que creéis, pues una tercera parte le ha sido condonada. Corría, en efecto, el rumor de que Servilia procuraba también ganar a su hija Tertia para César.

 

LI. No respetó tampoco a las mujeres de los habitantes de las pro­vincias, como lo evidencia este dístico que sus soldados cantaban en coro el día que celebraba su triunfo sobre los Galos: Ciudadanos, custodiad vuestras mujeres, traemos con nosotros al adúl­tero calvo. En la Galia malbarataste en mujeres el dinero que en Roma pediste en préstamo.

 

LII. También amó a reinas, entre otras a Eunoe, de Mauritania, esposa de Bogud, a la cual, así como a su marido, hizo, según escribió Nasón, muchos y valiosísimos regalos; pero a la que más amó fue a Cleopatra. En su compañía acostumbraba a prolongar los banquetes hasta la madrugada, y con ella, en una góndola provista de camarote, hubiera atravesado Egipto hasta llegar a Etiopía si el ejército no se hubiese negado a seguirles; en fin, la hizo ir a Roma y no la dejó partir hasta que la hubo colmado de grandes honores y regalos, e incluso toleró que un hijo que ella había tenido tomara su nombre... Por último, para que nadie tenga la menor duda que se había granjeado una triste reputación de sodomita y adúltero, Curión padre le llama en un discurso marido de todas las muje­res y mujer de todos los maridos.

 

Vicios de Augusto.

LXVIII. En los primeros años de su juventud se vio expuesto a la male­dicencia y acusado de varios actos deshonrosos. Sexto Pompeyo le difamó tratándole de afeminado. M. Antonio le reprochó que había conseguido que su tío le adoptara al precio de bajas complacen­cias; asimismo el hermano de M. Antonio, Lucio, afirmó que, des­pués de haber ofrecido las primicias de su juventud a César, volvió a prostituirse en España ofreciéndosela a Hircio por trescientos mil sestercios, y que tenía la costumbre de depilarse las piernas con cáscara de nuez ardiendo para que así volviera a salirle el pelo más suave. Mas incluso el pueblo, unánimemente, un día en que se celebraba un espectáculo, interpretó como una alusión injuriosa contra él y premió con estruendosos y unánimes aplausos este verso que un actor pronunció en la escena refiriéndose a un galo, sacer­dote de la madre de los dioses, que tocaba el tambor: ¿No ves cómo ese pederasta gobierna el orbe con su dedo?

 

LXIX. Ni sus propios amigos niegan que cometió adulterios, pero procuran excusarlos afirmando que incurrió en ellos no impulsado por la lascivia sino como medida de prudencia, para poder así más fácilmente indagar las intenciones de sus adversarios, valiéndose de sus propias mujeres. M. Antonio le reprocha, además de la precipitación con que se casó con Livia, el que en una ocasión sacó del comedor y se llevó a sus habitaciones particulares a la mujer de un ex cónsul y ello en presencia del propio marido y que al acompañarla de nuevo entre los invitados tenía ella las orejas encarnadas y el pelo en desorden; también le reprocha haberse divorciado de Escribonia porque ésta se quejaba demasiado abier­tamente que un hombre afeminado como él tuviese tanto poder y de que sus amigos le suministraran mujeres; y que para conse­guirlo desnudaban y examinaban a matronas romanas y doncellas casaderas como si se tratara de esclavas puestas a la venta por el traficante Toranio. El mismo Antonio, cuando todavía no habían reñido del todo ni roto las hostilidades, escribe fami­liarmente al propio Augusto estas líneas: ¿Qué te ha cambiado? ¿Acaso porque me acuesto con una reina? Es mi esposa. ¿Por ven­tura estas relaciones son de ahora o no hace ya nueve años que duran? ¿Acaso tú tratas únicamente a Drusila? Vete enhoramala si cuando leas esta carta no has ya gozado de los favores de Ter­tula, de Terentila, de Rufila, de Salvia Titisenia, o tal vez de todas. ¿Es que importa algo dónde y con qué mujer uno se desahoga?

 

LXX. Fue también motivo de muchos comentarios un festín que celebró en el mayor secreto y al que todo el mundo designa con el nombre de "banquete de los doce dioses". Los invitados vestían trajes de dioses y diosas, y el propio Augusto se adornó con los atavíos de Apolo… Aumentó el escándalo provocado por esta orgía la circunstancia que la carestía y el hambre producían entonces estragos en Roma; por ello, al día siguiente, todo el mundo decía que los dioses se habían comido todo el trigo y que César era sin ninguna duda Apolo, pero Apolo Desollador, pues con tal nombre era ve­nerada esta divinidad en un barrio de Roma. También le censu­raron su excesiva afición por los muebles de lujo, los vasos corintios y su debilidad por el juego…

 

LXXI. De todas estas acusaciones o calumnias la que más fácilmente refutó fue el estigma infamante de sodomita por la continencia de sus costumbres tanto en su juventud como en su madurez.

 

Vicios de Tiberio.

XLII. Entonces, habiendo encontrado la manera de aislarse y alejado, por así decir, de las miradas de Roma, dio por último rienda suelta a la vez a todos los vicios que durante mucho tiempo había pro­curado inútilmente disimular. De ellos trataré ahora con detalle y empezando por el principio. En el ejército, cuando todavía era un bisoño, a causa de su extrema avidez por el vino, le llamaban Bi­berius en vez de Tiberius, Caldius en vez de Claudius y Mero en vez de Nero. Más tarde, ya emperador, en la misma época en que se afanaba por reformar las costumbres públicas, pasó una noche y dos días consecutivos comiendo y bebiendo con Pomponio Flaco y L. Pisón y confirió... Se dejó invitar a cenar por Cestio Galo, viejo ma­nirroto y lujurioso, a quien Augusto, tiempo atrás, había puesto una nota infamante y él mismo había amonestado pocos días antes en el senado, pero puso como condición que no alterara ni disi­mulara lo más mínimo sus costumbres y que la cena fuera servida por esclavas desnudas. Antepuso, como candidato a la cuestura, un ciudadano sin mérito alguno en detrimento de otros muy ilus­tres, porque en un banquete se había bebido de un solo trago un ánfora que él le había ofrecido… Instituyó, en fin, un nuevo cargo, "la intendencia de los placeres", y puso al frente del mismo al caballero romano T. Cesonio Prisco.

 

XLIII. En su retiro de Capri ideó incluso una sala provista de divanes, escenario de sus pasiones secretas, a fin de que en ella pandillas de muchachas y de mozos de placer, reclutados de todas partes, así como inventores de monstruosos ayuntamientos, a los que lla­maba spintrias, enlazados de tres en tres, se prostituyeran recí­procamente en su presencia para reanimar, con este espectáculo, su libido que languidecía. Dispuso alcobas por doquiera y las adornó con cuadros y estatuillas que reproducían pinturas y figu­ras en extremo obscenas, así como también con los libros de Elefántide, para que a nadie le faltara, al practicar el amor, el modelo de la posición que se le exigía. Se ingenió también para construir en los bosques y en los parques refugios destinados al amor y en ellos adolescentes de ambos sexos, ataviados como sá­tiros y ninfas, se prostituían a la vista de todos en las grutas y en las cavernas; de ahí que todo el mundo, sin recatarse, le llamara ya, haciendo un juego de palabras con el nombre de la isla, el Cabrón.

 

XLIV. Pero se hizo aún más odioso por atribuírsele otras y todavía mayores aberraciones, de índole tal, que apenas pueden contarse, oírse y mucho menos creerse. Se dice que había hecho adiestrar a niños de tierna edad, a los que llamaba "sus pececillos", para que, cuando se bañaba, se agitaran y juguetearan entre sus muslos exci­tándolo poco a poco con sus lenguas y sus mordiscos; y se dice también que acercaba su miembro, como si fuera el pezón de la madre, a niños ya más crecidos, pero todavía no destetados. Pre­cisamente, tanto por su naturaleza como por su edad, era este género de placer al que más inclinado se sentía... Se cuenta también que, una vez, durante un sacrificio, prendado de la be­lleza del acólito que le ofrecía el vaso del incienso, no pudo resis­tir el impulso de llevárselo aparte, apenas hubo terminado la ceremonia, y allí mismo violarlo a él y a su hermano, que era flautista, y que a renglón seguido ordenó que les quebraran las piernas a ambos porque se echaban mutuamente en cara el ultraje que habían sufrido.

 

XLV. El fin aciago de una mujer llamada Malonia pone ostensiblemente de manifiesto con cuánto sadismo acostumbraba a escarne­cer la dignidad de las mujeres, incluso de las que pertenecían a la alta nobleza, En efecto, como Malonia, después de haberse deja­do violar, se negara con gran entereza a entregar nada más de su persona, Tiberio azuzó contra ella a los delatores y durante el juicio no cesó de preguntarle una y otra vez si no se arrepentía, hasta que aquella mujer, precipitándose fuera de la sala en que se celebraba el juicio, corrió a refugiarse en su casa y allí se atra­vesó el pecho con un cuchillo, no sin antes haber llenado de im­properios la boca obscena de aquel viejo fétido y maloliente. De ahí que en una representación, que tuvo lugar al poco tiempo, fuera acogida con grandes aplausos v corriera de boca en boca esta alusión que fue hecha en el epílogo de una farsa atelana: El viejo cabrón está lamiendo el sexo de una cabra.

 

XLVI. Parco en cuestión de dinero y tacaño, nunca subvino a los compañeros de sus viajes y campañas militares asignándoles una subvención, sino sólo distribuyéndoles provisiones; sólo una vez se portó con ellos generosamente, pero a costa de su padrastro.

 

Un poco de Calígula.

XXIII. En una ocasión, su abuela Antonia le pidió tener una entrevista a solas con él, pero se negó a ello a no ser en presencia del prefecto Macrón. Con estas afrentas y humi­llaciones fue causa de su muerte, si es que no la envenenó como opinan algunos. Ni siquiera después de muerta le dispensó honor alguno, limitándose a contemplar desde su triclinio la pira ardiente. Se desembarazó de su hermano Tiberio cuando éste menos se lo esperaba, encargando de esta misión a un tribuno militar; obligó también a su suegro Silano a suicidarse y concretamente a cortarse la garganta con una navaja. El pretexto que adujo en ambos casos fue que Silano no había querido acompañarle un día que embarcó estando la mar muy agitada, optando por permanecer en Roma con la esperanza de alzarse con el poder si le ocurría algún percance, y que Tiberio olía a contraveneno, lo cual daba a enten­der que lo tomaba para prevenirse contra sus venenos; cuando en realidad el primero había querido ahorrarse el mareo al cual era muy propenso y las molestias de un viaje por mar, y el segundo había tomado una pócima para combatir una tos crónica cada vez más violenta. En cuanto a su tío paterno Claudio le dejó con vida sólo para hacerle blanco de sus befas.

 

XXIV. Tuvo trato carnal con todas sus hermanas y en los banquetes de gala las sentaba por turno a su derecha; en cambio colocaba a su mujer a la izquierda. Se cree que desfloró a Drusila, una de sus hermanas, cuando llevaba aún la toga pretexta, y que incluso una vez su abuela Antonia, en cuya casa ambos se alojaban, le sor­prendió cuando yacía con ella. La casaron más tarde con el ex cónsul Lucio Casio Longino, pero Calígula no tardó en arrebatársela y, sin recato alguno, la trató como si fuera su legítima esposa y sintiéndose una vez enfermo la nombró heredera universal de todos sus bienes así como del imperio. Cuando falleció Drusila ordenó que se suspendieran todos los asuntos públicos, y durante este período fue considerado como delito capital reírse, bañarse y sentarse a la mesa en compañía de los padres, de los hijos o de la esposa… Y en lo sucesivo siempre que consideraba necesa­rio prestar un juramento, por importantes que fueran los asuntos de que se trataba, incluso delante de la asamblea del pueblo o en presencia del ejército, lo hacía siempre invocando la divinidad de Drusila. Amó a sus otras hermanas, pero con mucha menos pasión y prodigándoles muchos menos honores, pues no de otro modo se explica que las degradara haciéndolas poseer por sus mancebos de placer…

 

XXV. No es fácil determinar si fue más bochornosa su conducta al contraer sus matrimonios, al anularlos, o al perseverar en ellos. Cuando Livia Orestila casó con G. Pisón, boda a la que asistió Ca­lígula como invitado, ordenó que la novia fuera conducida a palacio y a los pocos días la repudió y dos años más tarde la desterró sos­pechando que, en este intervalo de tiempo, había vuelto a convivir con su primer marido... Lolia Paulina estaba casada con el ex cónsul G. Memio, a la sazón comandante de un ejército; un día salió a colación el hecho que su abuela había sido la mujer más hermosa de su tiempo, y Calígula al punto ordenó que regresara de la provincia donde se hallaba, y cuando el marido la hubo conducido a la corte se casó con ella, para repudiarla poco después, con la prohibición de que en el futuro volviera a tener trato con ningún otro hombre. Cesonia no sobresalía ni por su be­lleza ni por su juventud y era ya madre de tres hijas habidas de otro hombre, pero en cambio era un monstruo de lujuria y de las­civia; a pesar de ello, esta mujer fue amada por Calígula con más pasión y constancia que ninguna otra, llegando hasta el extremo de exhibirla ante sus soldados cabalgando a su lado, adornada con una clámide, con un escudo y un yelmo, y ante sus amigos incluso desnuda. Sólo después que hubo dado a luz la honró con el título de esposa, proclamándose en un mismo día marido de Cesonia y padre de la niña recién nacida. Puso a ésta el nombre de Julia Drusila, la llevó a los templos de todos los dioses y finalmente la depositó en el seno de Minerva encomendándole su crianza y edu­cación. Juzgaba como la prueba más segura de su paternidad la crueldad de la niña, que ya entonces era tanta, que con sus dedos arañaba los rostros y los ojos de los niños que jugaban con ella.

 

XXVI. Después de esto parecerá probablemente trivial y baladí refe­rir el trato que reservó a sus allegados y amigos: a Ptolomeo,' por ejemplo, hijo del rey Juba y primo suyo…, a todos ellos, sin consideración alguna a los vínculos familiares y los servicios pres­tados, les dio en pago una muerte sangrienta. No fue más respe­tuoso ni más considerado con el senado. Toleró que algunos se­nadores, que habían desempeñado las más altas magistraturas, corriesen a pie y vestidos con la toga junto a su carroza a lo largo de varias millas, o que mientras comía permaneciesen de pie, ce­ñidos con una servilleta, ya junto al respaldo de su diván, ya a sus plantas. Continuó convocando a las sesiones del senado, como si vivieran, a senadores de quienes se había desembarazado secreta­mente, hasta que, transcurridos unos días, declaraba, faltando a la verdad, que se habían suicidado voluntariamente. Como quiera que los cónsules habían olvidado en una ocasión publicar un edicto con motivo del aniversario de su nacimiento, los destituyó fulmi­nantemente de sus cargos, con lo cual el estado permaneció tres días privado de la suprema magistratura. Como hubiese salido a relucir, a propósito de una conjuración, el nombre de uno de sus cuestores, lo hizo desnudar y azotar, pero antes dispuso que ex­tendieran sus vestidos bajo los pies de los soldados, para que tuviesen un punto de apoyo más firme en que apoyarse cuando le azotasen... Durante los combates de gladiadores, cuando el sol era mas sofocante, a veces ordenaba que se descorriesen los toldos y no permitía que nadie se marchara; y en tales ocasiones retiraba de la arena el elenco habitual y presentaba en su lugar bestias escuáli­das, gladiadores decrépitos y abyectos y, en vez de espadachines bufos, padres de familia honorables, pero que llamaban la atención por algún defecto físico. Incluso en alguna ocasión declaró el hambre al pueblo, por lo cual cerró los graneros públicos.

 

XXVII. Puso de manifiesto su innata crueldad con hechos como los si­guientes: como resultaba muy caro el precio del ganado que debía adquirirse para alimentar a las fieras destinadas a los espectáculos, redactó una lista en la que figuraban los condenados que debían servir de pasto a las fieras; y en una ocasión en que giraba una vi­sita de inspección a las distintas cárceles, se situó en medio del pór­tico y sin consultar los antecedentes de los detenidos, ordenó que se colocaran en fila y acto seguido dispuso que fueran llevados a las fieras desde el primero de la fila hasta el último. Obligó a un ciudadano que había hecho el voto de combatir como gladiador, si se restablecía Calígula de una enfermedad, a que cumpliera su promesa y quiso presenciar cómo combatía espada en mano y no le consintió que se retirara hasta después de haber vencido a su contrincante, y aun entonces se hizo rogar mucho. Como se percatara que otro, que había ofrecido también su vida por la misma causa, se retrasaba, lo entregó a la chiquillería, coronado de hier­bas sagradas y de ínfulas, para que le azuzaran por los distintos barrios y le exigieran el cumplimiento de la promesa, y acabaron por despeñarlo desde lo alto de la roca Tarpeya. Hizo marcar con hierro candente a muchos ciudadanos de honorable condición y los condenó luego a las minas, a la construcción de carreteras o a ser entregados a las fieras; a algunos incluso los encerró en jaulas, como si fueran alimañas, en las que debían moverse a gatas o los hacia partir por la mitad con una sierra. Y no a todos los que impo­nía estos castigos era por causas graves, sino simplemente por ha­ber censurado alguno de los espectáculos que había ofrecido, o porque nunca hubiese prestado juramento invocando a su genio. Obligaba a los padres a presenciar la ejecución de sus hijos, y en una ocasión en que un padre excusó su asistencia alegando que estaba enfermo, le envió su propia litera; otra vez, sentó a su propia mesa a un padre que acababa de ser testigo de tan atroz espectácu­lo y le excitó con toda clase de chistes a reírse y a regocijarse. Hizo flagelar con cadenas y durante varios días a un intendente de los juegos y cacerías del circo y no dio orden de matarlo hasta que le resultó insoportable el hedor de su cerebro putrefacto. Hizo que­mar en medio de la arena del anfiteatro a un autor de atelanas por un simple verso de doble sentido. Dio la orden de que cortaran la lengua a un caballero romano que, al ser arrojado a las fieras, gritaba que era inocente, y dispuso luego que volvieran a echarlo a la arena.

 

XXVIII. Se le ocurrió una vez preguntar a un ciudadano, llamado por él a Roma después de un largo destierro, qué era lo que acostumbra­ba a hacer en el exilio. El interpelado, para adularle, contestó: Pedía siempre a los dioses que, tal como ha sucedido, quitaran la vida a Tiberio y te concedieran a ti el poder. Persuadido por es­tas palabras que aquellos a quienes había desterrado imploraban también su muerte, mandó sicarios por todas las islas para que no dejaran ni a uno solo con vida. Deseando en otra ocasión que un se­nador fuere linchado, sobornó a algunos senadores para que al entrar en la curia se lanzasen contra él gritando que era un ene­migo de la patria, le acribillaran con sus estiletes y lo entregaran a los otros senadores para que lo despedazaran; y no se dio por satisfecho hasta que vio los miembros y las entrañas de aquel hom­bre arrojados a sus pies después de haber sido arrastrados por las calles.

 

XXIX. La brutalidad de sus palabras hacía aún más odiosa la crueldad de sus acciones… En una ocasión en que su abuela Antonia le reconvenía, como si no fuera ya bastante desobedecerla, le dijo: Recuerda que me está permitido todo y contra todos. Pocos momentos antes de dar la orden de asesinar a su hermano Tiberio, de quien sos­pechaba que por miedo de que le envenenaran tomaba para pre­venirse contravenenos, exclamó: ¿Se ha atrevido a tomar antí­dotos contra el César?. Después de haber desterrado a sus herma­nas las amenazaba escribiéndoles que disponía no sólo de islas, sino que también de espadas…

 

XXX. No consentía que se ejecutara a nadie aprisa, sino sólo a puñaladas repetidas y leves, siendo sus órdenes a este respecto siempre las mismas y bien conocidas por todos: Hiérele de tal manera que se dé cuenta que muere. En una ocasión que por un error de nombre fue ejecutada una persona distinta de la que había dispuesto, dijo simplemente que también aquél merecía morir… En una ocasión, irritado contra la plebe porque jaleaba a con­tendientes que no eran de su agrado, exclamó: ¡ Ojalá el pueblo romano tuviera una sola cerviz!

 

XXXII. Cuando relajaba su ánimo para entregarse a alguna diversión o a los placeres de la mesa, no por ello remitía su crueldad, así en el hablar como en el actuar. Con frecuencia comía o se refoci­laba presenciando la instrucción de graves procesos con la corres­pondiente aplicación de la tortura, y también a veces un soldado, experto en el arte de decapitar, cercenaba de un tajo la cabeza a todos los prisioneros que le enviaban de la cárcel. En Putéolos, durante la inauguración del puente por él ideado y del que ya he­mos hablado, invitó a que se reunieran con él muchos curiosos apostados en la playa y, cuando más desprevenidos estaban, orde­nó que los arrojaran de cabeza al mar y que rechazaran a golpes de remos y pértigas a los que se habían agarrado a los timones. En Roma, durante un banquete público, puso sin más en manos del verdugo a un esclavo que había robado una incrustación de plata de un sofá, para que le cortara las manos y se las colgara del cuello, de forma que cayeran sobre su pecho, y lo paseasen delante de los invitados precedido de un rótulo que explicaba la razón del castigo. Se ejercitaba un día a la esgrima con armas de madera con un entrenador de la escuela de gladiadores, y como éste se dejara caer voluntariamente al suelo, al punto Calígula le traspasó con un puñal y dio la vuelta al ruedo con una palma en la mano a la usanza de los vencedores. En otra ocasión en que había sido llevada una víctima junto a los altares, se arremangó la túnica a la manera de los matarifes y blandiendo en alto la maza la abatió sobre el victimario, al que dejó sin vida. Durante un suntuoso banquete prorrumpió de súbito en grandes carcajadas y, como los cónsules que estaban a su lado le preguntasen respetuo­samente de qué se reía, replicó: ¿De qué, sino de que podría, con una simple señal mía, haceros degollar al instante a ambos?

 

XXXIII. Mencionaremos algunas de sus bromas. Se colocó un día junto a la estatua de Júpiter y preguntó al actor dramático Apeles cuál de los dos le parecía mayor, y, como vacilara le hizo desollar a la­tigazos y, mientras duraba el suplicio, encomiaba reiteradamente la voz de aquel desgraciado que pedía clemencia afirmando que sonaba incluso muy dulcemente cuando gemía. Muchas veces al besar tiernamente el cuello de su esposa o de alguna de sus amantes decía: Una señal mía y esta hermosa cabeza rodaría por los suelos

 

XXXV... Había hecho venir de su reino a Ptolomeo, de quien ya antes he hecho mención, y lo acogió con grandes ho­nores, pero de súbito lo hizo asesinar por la sola razón que, un día que ofrecía un combate de gladiadores, observó que al entrar Ptolomeo en el anfiteatro atrajo la mirada de todos los espectado­res a causa del resplandor de su manto de púrpura. Siempre que le salían al paso muchachos de bella presencia y de larga cabellera para afearles hacía que les afeitaran la parte posterior de la ca­beza. Vivía por aquel entonces un tal Esio Próculo, hijo de un centurión, conocido por el sobrenombre de Colosero a causa de su extraordinaria estatura y belleza; Calígula ordenó un día de sú­bito que lo arrancaran de su asiento en el anfiteatro y que lo condujeran a la arena, en donde le obligó a combatir primero con un tracio, después con un gladiador armado con todas las ar­mas; como hubiese resultado vencedor las dos veces, dispuso acto continuo que, encadenado y cubierto de andrajos, lo pasearan por todas las calles y que una vez lo hubieran exhibido a las mujeres lo degollaran. En resumen, que no hubo nadie, por humilde que fuera su condición y modesta su fortuna, al que no le envidiara lo poco que poseía…

 

XXXVI. No respetó ni a su propio pudor ni al ajeno. Se dice que amo a M. Lépido, a Mnéster, actor de pantomimas, así como a algunos rehenes, manteniendo trato carnal con todos ellos. Valerio Catulo, joven perteneciente a una familia consular, dijo a todo el que quiso oírle que había violado al emperador y que en aquellas relaciones había agotado todas sus fuerzas. Dejando de lado sus incestos con sus hermanas y su notoria pasión por la cortesana Piralis, no hubo apenas mujer alguna de la nobleza a la que respetase. Por lo general acostumbraba a invitarías a comer en compañía de sus mari­dos y las hacía desfilar delante de él, examinándolas cuidadosa­mente y con mucha parsimonia a la manera de los tratantes de esclavos, e incluso les levantaba el rostro con la mano si alguna por pudor lo bajaba, luego, cuando le venía en gana, salía del co­medor llevándose consigo a la que más le gustaba, para regresar al poco rato con las señales aún visibles de su lascivia y delante de todo el mundo las elogiaba o criticaba enumerando uno por uno sus cualidades o defectos corporales, así como su manera de hacer el amor…

 

Ahora, Claudio.

XXX. No le faltaba autoridad ni prestancia física cuando estaba de pie, sentado y especialmente recostado. Era en efecto alto, no es­mirriado, con un rostro atractivo, bellos cabellos blancos y una nuca bien moldeada; en cambio, sus rodillas, poco seguras, le fa­llaban cuando caminaba y muchos tics le afeaban tanto al bromear como al tratar asuntos graves: su risa era grosera, pero aun más repulsiva su cólera, pues arrojaba espuma por la boca y la nariz le goteaba; además de esto, tartamudeaba y su cabeza oscilaba de un lado a otro continuamente, en especial cuando debía prestar su atención a un asunto por insignificante que fuera.

 

XXXI. Su salud, precaria otrora, fue excelente durante todo el tiempo de su principado, salvo unos agudos dolores de estómago, a im­pulso de los cuales afirma él mismo que pensó en el suicidio.

 

XXXII. Ofreció con frecuencia suntuosos banquetes, por lo regular en lugares muy espaciosos, hasta el punto que generalmente senta­ba a su mesa seiscientos invitados a la vez. Hizo servir un ban­quete sobre el mismo canal de desagüe del lago Fucino, pero poco faltó para que pereciera ahogado, pues al abrirse las compuertas las aguas se desbordaron con gran violencia. A todas sus comidas invitaba también a sus hijos y con ellos a muchachos y muchachas de noble linaje, para que, según la antigua usanza, comiesen sen­tados junto a los pies de los lechos. A un invitado del que se sos­pechaba que la víspera había hurtado una copa de oro, volvió a invitarlo el día siguiente, pero hizo que le colocasen delante un vaso de barro. Se cuenta incluso que había preparado un edicto por el cual concedía licencia para soltar ventosidades, con o sin ruido, en la mesa, porque supo de un invitado que había corrido graves riesgos a fuerza de contenerse para no contravenir las nor­mas de la buena crianza.

 

XXXIII. Gustaba mucho del vino y de la comida en cualquier sitio y a cualquier hora. Una vez, mientras instruía en el foro de Augusto un proceso, atraído por el grato olor de la comida que se prepara­ba para los salios en el vecino templo de Marte, dejó plantado al tribunal y subió a reunirse con los sacerdotes, cuya colación com­partió. No se levantaba casi nunca de la mesa sin estar ahíto y henchido de vino, y se tumbaba enseguida en la cama con la boca abierta para que pudieran introducirle por ella una pluma, a fin de que le aligeraran el estómago... Gustaba mucho de las mujeres, pero nunca tuvo trato alguno con los hombres. Fue muy aficionado al juego de los dados, sobre cuyo tema publicó un libro, y acostumbraba a jugar incluso cuando le llevaban en carruaje, para lo cual hizo ensamblar el coche y el tablero para que el juego no se desbaratara.

 

XXXIV. Tanto en las cosas grandes como pequeñas se reveló como hombre cruel y sanguinario por naturaleza. Hacía aplicar al punto y en su propia presencia la tortura en los procesos y los castigos a los parricidas. Un día que se hallaba en Tibur le asaltó el deseo de presenciar una ejecución a la antigua usanza, por lo cual dis­puso que los reos fuesen atados a los postes, pero el verdugo no pudo ser hallado en ninguna parte; entonces Claudio mandó hacer venir uno de Roma y tuvo la paciencia de esperarlo hasta la caída de la tarde. En cualquier combate de gladiadores, tanto si era ofre­cido por él como por otro magistrado, hacía matar a todos los gla­diadores que caían al suelo, aun cuando fuese por casualidad, en especial si eran reciarios, para poder contemplar las expresiones de sus rostros cuando expiraban. En una ocasión en que dos gladia­dores que se enfrentaban sucumbieron en la arena a causa de las mutuas heridas que se infligieron, quiso que enseguida. con las dos espadas que habían usado, le fabricaran puñales para él. Gus­taba tanto de los gladiadores que combaten contra las fieras así como de los que luchan desnudos al mediodía, que acudía a con­templar el espectáculo a primeras horas de la mañana y llegado el mediodía daba licencia al pueblo para que se fuera a comer, pero él permanecía clavado en su asiento; y, además de los gladiadores que figuraban en el programa, obligaba a trabar combate por cau­sas livianas e imprevistas a los tramoyistas, encargados de los servi­cios y a otros operarios, que ejercían actividades afines, cuando fa­llaban los dispositivos automáticos, las tramoyas o algún otro ingenio de esta índole. Incluso en una ocasión obligó a descender a la arena a uno de sus esclavos, encargado de recordarle el nom­bre de los ciudadanos, con la toga puesta, tal como estaba.

 

XXXV. Pero los rasgos más distintivos de su carácter eran el miedo y la desconfianza. En los primeros días de su reinado, aunque, como hemos dicho, gustaba alardear de campechanería, no se atrevía a asistir a ningún banquete si su guardia de corps no le rodeaba empuñando las lanzas y si el servicio de los camareros no era asu­mido por sus soldados, y tampoco visitaba nunca a ningún enfer­mo sin tomar antes la precaución de hacer registrar la habitación y palpar y sacudir los colchones y las colchas. Por lo demás, du­rante el resto de su reinado, sometió a todos los que acudían a sa­ludarle a un riguroso cacheo sin hacer excepción alguna. Sólo al cabo de mucho tiempo y a desgana consintió que no fuesen ma­noseadas las mujeres, los muchachos que vestían la pretexta y las muchachas, y que no se quitaran las cajas de las plumas y de los punzones a los acompañantes o secretarios de sus invitados.

 

Y finalmente Nerón.

XXVIII. Además de mantener comercio sexual con muchachos de buena familia y mujeres casadas, violó a una virgen vestal llamada Rubria. Poco faltó para que se uniera en matrimonio legítimo con su liberta Acte; para ello sobornó a varios ex cónsules, para que declarasen en falso bajo juramento que procedía de estirpe real. Hizo castrar a un muchacho llamado Esporo para transformarlo así en mujer y luego lo hizo conducir a palacio, acompañado por un numeroso sé­quito, con la dote y el velo nupcial, ajustándose en todo al cere­monial que se practica en los casamientos, y lo trató como si fuera su mujer. Se recuerda todavía el mordaz comentario de un testigo de tales hechos, el cual dijo que indudablemente hubiera sido una gran suerte para la humanidad si Domicio, el padre de Nerón, se hubiese casado con una mujer como aquélla... Deseó ardientemente tener trato carnal con su madre, pero le disuadieron los enemigos de Agripina para evitar que aquella mujer, ya de por sí soberbia y ambiciosa, tuviera aún más valimiento si ejercía sobre él una influencia de esta índole. Esta es cosa que nadie duda después que recibió entre sus concubinas a una meretriz que, según dicen, tenía un extremo parecido con Agripina. Se asegura también que en los primeros tiempos siempre que salía en litera con su madre se dejaba dominar por aquella in­cestuosa pasión y que esto se evidenciaba por las manchas de sus vestidos.

 

XXIX. Prostituyó su propio recato hasta el punto que, después de haber envilecido todos sus miembros, ideó a la postre un, por así llamarlo, nuevo género de placer: hacía que lo soltaran de una jaula cubierto con una piel de fiera y se precipitaba sobre los ór­ganos sexuales de hombres y mujeres atados a unos postes y des­pués de haber saciado sus crueles instintos se hacía cubrir por su propio liberto Doriforo, a quien servía de mujer, como Esporo a él, imitando en tales ocasiones los gritos y los gemidos de las mujeres al ser violadas. He averiguado por distintos conductos que estaba firmemente convencido que no había ningún hombre ajeno a la pederastia o que no hubiese envilecido todas las partes de su cuerpo, pero que la mayoría se esforzaba en disimular este vicio y lo ocultaban hipócritamente; de ahí que aquellos que se declara­ban ante él reos de obscenidad les perdonaba también los otros delitos.

XXXIII. Comenzó la serie de sus parricidios y asesinatos con Claudio, pues, si bien es cierto que no fue el autor del mismo, fue, no obs­tante, cómplice de dicho asesinato y no se tomó nunca el trabajo de disimularlo; pues acostumbraba a encomiar las setas, género de ali­mento con el cual fue suministrado el veneno a Claudio; decía, en efecto, de ellas, citando un proverbio griego, que era un manjar de los dioses… Anuló muchos de sus decretos y disposiciones bajo el pretexto que eran obra de un necio; finalmente, tuvo la desconsi­deración de cercar su sepultura con sólo una tapia baja y de poco espesor. Acabó con Británico valiéndose del veneno y ello tanto porque envidiaba su voz, más agradable que la suya, como por miedo de que algún día le aventajara en popularidad a causa del buen recuerdo que había dejado su padre. Le proporcionó el ve­neno una mujer llamada Locusta, experta en drogas, pero como actuara más lentamente de lo previsto, ocasionando a Británico únicamente una descomposición intestinal, mandó a por aquella mujer a la que golpeó con sus propias manos y acusó de haberle dado una medicina en vez de un veneno, y como ella se excusara diciendo que había suministrado una dosis pequeña para disimular un crimen tan odioso, Nerón replicó: Claro, tengo miedo a la ley Julia, y la obligó a preparar en su presencia y en su propia al­coba un veneno mucho más rápido y activo. Lo ensayó inmediatamente en un cabrito y como éste viviera aún cinco horas, lo hizo cocer y recocer varias veces y, al término de estas manipulaciones, lo suministró a un cochinillo que murió al instante; entonces dio la orden de que lo llevaran al comedor y lo dieran a Británico que cenaba con él. Cayó éste al primer sorbo como fulminado por un rayo, pero Nerón fingió ante sus invitados que le había sobrecogido uno de sus habituales ataques de epilepsia y al día siguiente lo hizo enterrar a toda prisa sin ninguna pompa y bajo una lluvia torren­cial. Concedió a Locusta, por los servicios prestados, la impunidad, vastos predios e incluso discípulos.

 

XXXIV. Le molestaba profundamente que su madre pretendiera indagar lo que hacía y decía y que incluso a veces le reprendiera acerba­mente, pero al principio se limitaba a provocar contra ella la in­dignación popular… No reparó en medio alguno para vejarla hasta el extremo de enviar a secuaces suyos para que la molestasen promoviendo pleitos contra ella cuando residía en Roma y, cuando descansaba en el campo, pasando junto a su residencia por tierra y por mar con orden de colmarla de de­nuestos y de burlas. Mas, asustado por sus amenazas y su violenta reacción, decidió librarse de ella. Tres veces intentó envenenarla, pero, al percatarse que estaba inmunizada gracias a los antídotos, encargó que dispusieran el artesonado de su dormitorio en forma tal que al accionar un mecanismo se derrumbara de noche sobre ella mientras durmiera. Esta estratagema no fue mantenida suficien­temente en secreto por las personas que en ella intervenían, por lo cual ideó una nave fácil de desacoplar a fin de que Agripina ha­llara la muerte en ella, sea por naufragio sea por venirse abajo el techo de su camarote. Tomadas estas medidas, fingió que deseaba reconciliarse con ella, para lo cual le escribió una carta muy cari­ñosa invitándola a reunirse con él en Bayas para celebrar juntos las fiestas en honor a Minerva. Encargó luego a los capitanes de sus trirremes que simulando un abordaje fortuito dejasen malparada la nave libúrnica que había conducido a Agripina hasta allí, y él, por su parte, procuró que se prolongara mucho la sobre­mesa y cuando ella se dispuso a regresar de nuevo a Baulos le ofreció, en sustitución de su maltrecho navío, el que había hecho construir para engañarla, y la acompañó amablemente e incluso en el momento de separarse cubrió de besos su pecho. Pasó el resto de la noche en vela preso de una gran agitación esperando el resul­tado de su plan. Mas, cuando se enteró que los acontecimientos se habían desarrollado en forma muy distinta de lo previsto y que Agripina había ganado la orilla a nado, no sabiendo ya qué partido tomar, dejó caer disimuladamente un puñal a los pies de L. Ager­mo, liberto de su madre, el cual lleno de gozo le traía la noticia que estaba sana y salva, y acto seguido ordenó que lo detuvieran y encarcelaran, como si se tratase de un sicario sobornado para aten­tar contra su vida y que pusieran fin a la vida de su madre, con el propósito de simular que se había suicidado voluntariamente para evitar el castigo de su flagrante delito. Autores dignos de crédito acumulan a éstos otros detalles aun más atroces; dicen, en efecto, que Nerón acudió presuroso a contemplar el cadáver de Agripina, que palpó sus miembros censurando unos y alabando otros, y que entretanto tuvo sed y bebió. Pero la verdad es que a partir de aquel momento no pudo soportar los remordimientos que experimentaba a causa de su crimen, y que si bien le infundían ánimos las felici­taciones de los soldados, del pueblo y del senado, confesó, no obs­tante, repetidas veces que el fantasma de su madre, los látigos y las teas ardientes de las Furias le perseguían... Al parricidio de su madre siguió de cerca el asesinato de su tía por parte de padre. En efecto, un día que ésta guardaba cama aquejada de estreñimiento, Nerón fue a visi­tarla y como ella le acariciara, como acostumbran los viejos, su barba que apenas despuntaba y le dijera por mero cumplido: Mo­riré gustosa tan pronto como me la ofrezcas, Nerón se volvió a las personas de su séquito y dijo, como bromeando, que se la cor­taría sin demora y, acto seguido, ordenó a los médicos que purgaran a la enferma más de la cuenta y sin esperar a que exhalara su últi­mo aliento se incautó de sus bienes; pero tuvo antes la precaución de hacer desaparecer su testamento para que no se le escapara nada de las manos.