SALUSTIO:
DE CONIURATIONE CATILINAE
Principio de la obra: pérdida de las buenas costumbres de los
antepasados.
I. Todos los hombres que desean
aventajar a los restantes seres animados deben poner el máximo empeño en no
pasar su vida en el silencio, como los brutos que la naturaleza hizo doblegados
hacia tierra y sometidos a sus apetitos. Por el contrario, toda nuestra energía
reside en el espíritu y en el cuerpo; nos servimos más bien del imperio del
espirita y de la. servidumbre del cuerpo; aquél nos es común con los dioses,
éste con las bestias. Por esto me parece más natural buscar la gloria con los
recursos del carácter que con los de las fuerzas corporales, y, ya que la vida
que disfrutamos es breve, hacer hasta donde esté a nuestro alcance larga la
memoria de nosotros, porque la gloria de las riquezas y de la belleza es
pasajera y frágil, pero la virtud se posee eterna y gloriosamente.
Largo tiempo hubo entre los
hombres gran discusión sobre si por el vigor del cuerpo o por el valor del
espíritu es por lo que más adelantan las empresas militares. Porque el caso es
que antes de empezar a obrar hace falta discurrir y, cuando se ha discurrido,
obrar pronto. Así, una y otra cosa, incompletas por sí, necesitan una del
auxilio de la otra.
II. Al comienzo, los reyes, pues
en la tierra éste ha sido el primer nombre de los que tienen mando, orientados
diversamente, parte ejercitaban su ingenio, los otros su cuerpo; entonces la
vida humana se deslizaba sin ambiciones, a cada uno le bastaba lo suyo. Pero
después de que en Asia Ciro y en Grecia los lacedemonios y los atenienses
empezaron a someter ciudades y pueblos, a considerar el puro placer de dominar
como motivo de guerra, a poner la más alta gloria en la mayor extensión del
poder, ya entonces enseñados por la experiencia y por las empresas, atribuyeron
el máximo poder en la guerra a las facultades del espíritu. Y si la potencia
espiritual de los reyes y de los gobernantes en general fuese la misma en la
paz y en la guerra, más iguales y constantes marcharían los negocios humanos y
no se vería ni cambiar las cosas de un sitio a otro ni estar todo mudado y
mezclado, porque el poder fácilmente se retiene con la conducta con que se
engendró en un principio. Pero cuando han irrumpido en lugar del trabajo la
desidia, en lugar de la continencia y de la equidad el placer y la soberbia, la
fortuna se muda al compás de las costumbres. Así pasa siempre el poder del
menos hábil al más aprovechado.
Los hombres aran, navegan,
construyen y todo esto obedece a la virtud, pero muchos mortales, dados a su
vientre y al dormir, ignorantes y sin educación han pasado por la vida como
viajeros; para éstos, contra lo natural, fue el cuerpo placer y el alma una
carga. Yo, por mi parte, su vida y su muerte las estimo en lo mismo, porque de
una y otra se guarda silencio. En definitiva, pues, a mí me parece que vive y
disfruta sólo el que, dedicado a alguna actividad, busca la fama de una acción
preclara o de una buena conducta. Pero en la gran variedad de objetos, la
naturaleza señala a cada uno un camino.
III. Es hermoso servir bien al
Estado, también es bueno hablar bien; por la paz o por la guerra puede uno
hacerse célebre los que obraron y los que escribieron las obras de otros son
muy alabados. A mí, aun cuando no sea igual la gloria del historiador y del
héroe, me parece sin embargo que es trabajo arduo escribir la historia, lo
primero porque las palabras habrán de estar a la altura de los hechos…
Fin de la obra y retrato de Catilina.
Voy a tratar, pues, brevemente de
la conjuración de Catilina con la mayor fidelidad posible, porque este suceso
lo considero yo de los más memorables por la novedad del crimen y del riesgo
para la república. De las costumbres de este hombre he de explicar algo antes
de dar comienzo a la narración.
V. Lucio Catilina, nacido de una
familia ilustre, fue hombre de gran vigor espiritual y corporal, pero de índole
malvada y perversa. A éste, desde la adolescencia le fueron gratas las luchas
intestinas, los asesinatos, los robos, las discordias civiles, y en ello
templó su juventud. Su cuerpo soportaba el hambre, el frío y las vigilias más
allá de lo creíble. Su espíritu era audaz, pérfido, veleidoso, simulaba y
disimulaba lo que quería, era ambicioso de los bienes ajenos, pródigo con los
suyos, ardiente en sus deseos; tenía bastante elocuencia, sensatez poca. Su
ánimo insaciable deseaba siempre cosas inmoderadas, increíbles, quiméricas. A
este hombre, desde la dominación de Lucio Sila, lo había invadido un gran deseo
de apoderarse del poder y no reparaba en absoluto en cómo lo lograría con tal
de asegurárselo. Se excitaba más y más cada día su ánimo, de suyo indómito, con
el descalabro de su hacienda y con el remordimiento de sus crímenes; cosas que
había agravado con las prácticas que recordé más arriba. Por otro lado lo
incitaba la corrupción de costumbres de la ciudad, a la que impulsaban dos
males muy grandes y distintos entre sí: la disolución y la avaricia. El propio
asunto parece aconsejar que, ya que la ocasión nos ha traído a cuento las
costumbres de la ciudad, volvamos atrás y en unas palabras digamos las
instituciones de nuestros mayores en la paz y en la guerra, de qué modo se
condujeron con la república y en qué grandeza nos la dejaron para que, cambiando
poco a poco, haya pasado a ser de la más gloriosa y excelente la más perversa y
disoluta.
Final de la obra: muerte de Catilina.
LXI. Pero, concluido el combate,
entonces era cuando de verdad podía verse cuánto valor y cuánta energía de
espíritu había habido en el ejército de Catilina. Pues se puede decir que el
lugar que cada uno vivo había tenido en la pelea, lo cubría con su cuerpo, una
vez perdida la vida. Unos cuantos sólo que la cohorte pretoria había
disgregado, habían caído un poco fuera de sus sitios, pero todos sin embargo
con heridas de frente. Catilina en cambio fue encontrado lejos de los suyos
entre los cadáveres de sus enemigos, aún respirando un poco y conservando en el
rostro la energía de espíritu que había tenido de vivo. En una palabra, de
todas las fuerzas no fue hecho prisionero ni en el combate ni en la huida
ningún ciudadano libre; así todos habían perdonado por igual su propia vida y
la de los enemigos. Y sin embargo el ejército del pueblo romano no había
alcanzado una victoria alegre y sin sangre. En efecto, los más valientes o
habían caído en el combate o habían salido gravemente heridos. Y muchos que
hablan ido desde su campo para ver o para hacer despojos, al dar la vuelta a
los cadáveres enemigos, unos encontraban un amigo, parte un huésped o un
pariente; hubo incluso quienes reconocieron enemigos personales suyos. Así por
todo el ejército se repartían variamente la alegría, el dolor, el duelo o la
satisfacción.
SALUSTIO:
DE BELLO IUGURTHAE
Mario ofrece un sacrificio: digresión sobre la vida y carácter de
Mario.
LXIII. Por el mismo tiempo, un
día que Cayo Mario ofrecía en Útica un sacrificio a los dioses, el arúspice le
había anunciado que las entrañas de las víctimas le presagiaban acontecimientos
grandes y sorprendentes; que llevase, por tanto, adelante sus proyectos
confiando en el apoyo de los dioses y que probase fortuna el mayor número de
veces posible, porque todo le saldrá a pedir de boca. Por su parte, ya hacia
tiempo que Mario ardía en deseos de obtener el consulado; para lograrlo,
excepto la antigüedad de su familia, reunía todas las demás condiciones:
actividad, integridad, gran pericia militar, un espíritu lleno de valor en la
guerra, sencillo en la paz, inasequible al placer y al dinero, ávido únicamente
de gloria. Era natural de Arpino, donde pasó toda su infancia; tan pronto como
sus años le permitieron soportar el peso de las armas, se dedicó a la carrera
militar, no al estudio de la elocuencia griega ni a la elegancia mundana. De
esta suerte, su noble espíritu se desarrolló en poco tiempo alejado de la
corrupción y dedicado a prácticas loables. Por consiguiente, luego que solicitó
del pueblo el cargo de tribuno militar, aunque la mayoría de los ciudadanos no
le conocían de vista, la fama de sus acciones le valió la elección de las
tribus por unanimidad. De este cargo fue pasando sucesivamente a otros, y se
conducía en ellos siempre de tal modo, que era considerado digno de otro más
elevado que el que ostentaba. Sin embargo, este hombre tan destacado hasta este
momento (pues después su ambición le perdió) no osaba aspirar al consulado. Era
aún la época en que, si bien los plebeyos disponían de las demás magistraturas,
los nobles se transmitían de mano en mano el consulado: no había hombre advenedizo,
por notable que fuese y grande la fama de sus hazañas, a quien no considerasen
indigno de tal honor y como manchado por un defecto de origen.
LXIV. - Viendo, pues, Mario que
las predicciones del arúspice coincidían con lo que su ambición le dictaba,
pide permiso a Metelo para ir a Roma a presentar su candidatura…
Final de la obra: Yugurta es apresado.
CXIV. - Por el mismo tiempo, dos
de nuestros generales, Quinto Cepión y Cneo Manlio, fueron derrotados por los
Galos. Y esta derrota hizo estremecer a toda Italia. Desde esta época hasta
nuestros días, los Romanos solían decir que todos los demás pueblos debían
ceder a su valor, pero que con los Galos se luchaba no por ganar gloria, sino
por la libertad y por la existencia. Mas, cuando se supo en Roma la noticia de
que la guerra de Numidia había terminado y que Yugurta era conducido preso,
Mario, aunque ausente, fue reelegido cónsul y le fue asignada la provincia de
la Galia. El día primero de Enero, primer día de su nuevo consulado, celebró su
triunfo con gran solemnidad y gloria. Las esperanzas y la felicidad de la
ciudad estaban en esta época puestas en él.