PERSIO: SÁTIRAS

III

 

-¿Pero siempre así? Ya entra por las ventanas la claridad del día y su resplandor ensancha las estrechas ren­dijas, aún roncamos hasta que hagamos caer la espuma del Falerno indómito mientras la sombra de la varilla toca la quinta línea. Vamos, ¿qué haces? Ha tiempo ya que la enfurecida canícula recuece las mieses secas y el reba­ño todo se guarece bajo la ancha sombra de los olmos. Así hablaba un compañero.

- Tú eres una arcilla húmeda y blanda, ahora es cuando hay que trabajarla y moldearla sin descanso sobre el rápido torno. De la tierra que te ha dejado tu padre sacas una recolección decente, tienes un salero limpio y sin defectos ¿de qué te asustas? Y una fuente que asegura el culto del hogar. Con esto te basta. ¿Estaría bonito que reventasen tus pulmones a fuerza de resoplar de soberbia porque en lo último del árbol genealó­gico etrusco encabezas una rama haciendo el milésimo o porque saludas, caballero, vestido de trabea al censor de tu comarca? ¡ Al pueblo las condecoraciones! Yo te conoz­co por dentro y por fuera. ¿No sientes vergüenza de vivir como ese disoluto de Nata? Pero él está embrutecido por el vicio, en torno al corazón le ha crecido abundante adi­posidad no tiene culpa, no sabe lo que derrocha y hundido en profundas aguas, no lanza a la superficie la menor bur­buja de aire. ¡ Oh gran padre de los dioses! Castiga de esta manera a los implacables tiranos cuando la cruel pa­sión excite sus espíritus embebidos en hirviente veneno; que vean la virtud y se consuman con su pérdida.

Recuerdo que en mi niñez muchas veces me untaba los ojos con aceite cuando no quería prodigar elogios grandilocuentes a Catón en trance de suicidarse: palabras que un necio maestro debía alabar y que mi padre sudoroso es­cucharía acompañado allí de sus amigos. Pues con razón el colmo para mí era saber quién se llevaba la buena suer­te del seis, cuánto dinero rebañaba la ruinosa mala suerte, que no me faltara el gollete de la botella o ser el más hábil en hacer bailar la peonza con el látigo. En cuanto a ti eres lo bastante experimentado para aprender los recovecos de las costumbres y lo que enseña el sabio Pórtico decorado con bregados combatientes de las guerras Médicas; a es­tas doctrinas aplica sus vigilias una juventud sin sueño, de cabeza rapada y nutrida con legumbres cocidas y con trigo imperfectamente molido. A ti la letra Y de Samos que se abre en dos ramas te ha enseñado la senda que parte ha­cia la derecha. No obstante, sigues roncando y tu cabeza vacilante, desarticulada su trabazón, bosteza excesos de ayer con las mandíbulas descosidas en todas direcciones. ¿Hay algún sitio a donde dirijas la mirada y tiendas el ar­co o persigas por aquí y por allá a los cuervos con cascotes de tejas y fango, sin preocuparte de a dónde te llevan los pies y viendo al capricho del momento? Verás quienes piden pero ya en vano, el eléboro cuando su piel se haya deshinchado por la hidropesía; salid al paso de la enfer­medad que se os echa encima. ¿Qué necesidad tenéis en­tonces de prometer a Crátero montes y morenas? Aprended, desdichados, y conoced las causas y principios de las cosas: lo que somos y para qué clase de vida hemos nacido, qué orden se nos ha señalado y por dónde y desde dónde es más suave la vuelta a la meta, en qué consiste la moderación en el dinero, qué precisáis suplicar a los dioses, cuál es la utilidad de una moneda de nuevo cuño, qué liberalidades serán convenientes para con la Patria, para con los seres queridos; quién te mandó la divinidad que seas o qué lugar has de ocupar en la sociedad. Apren­de a no tener envidia de que muchas conservas se pudran en la bodega opulenta de un abogado después de la defen­sa de ricos Umbros y que se estropee la pimienta y los per­niles, obsequio de un cliente marso y que no se haya ex­tinguido aún el primer recipiente que se llenó de anchoas. Aquí, algún centurión, raza de malolientes chivos, dirá:

 

"Me basta con lo que sé. No me cuido de ser lo que son Arquelao y los calamitosos Solones cabizbajos y con los ojos clavados en tierra cuando van rumiando consigo mis­mos reniegos y rabiosos silencios; cuando alargan los la­bios para hacer pasar las palabras meditando los sueños de un viejo enfermo. Prefiero ignorar que nada se engen­dra de nada y que nada puede volver a la nada. ¿Por esto palideces? ¿Por esto es por lo que algunos no tienen ganas de comer?"

 

Con estas cosas el pueblo ríe y la juventud musculosa multiplica sus nerviosas risotadas frunciendo las narices. "Obsérvame: no sé qué me tiembla en el pecho, no sé qué pesado aliento brota de mi garganta enferma, obsérvame si te place." Al que de este modo habla al médico, se le or­dena reposo, pero cuando a la tercera noche ha notado que su pulso late con regularidad, antes de bañarse pedirá a un señor más rico que él, vino dulce de Sorrento en una bo­tella, que tiene una sed moderada… Hinchado de comida y con el vientre blanquecino, nuestro hombre toma el baño mientras exhala poco a poco de la garganta miasmas sulfurosos de mala digestión; pero mientras bebe, le sobreviene un temblor que le hace caer de las manos la copa caliente, los dientes al descubierto le castañetean y los grasientos bocados le caen de sus rela­jados labios. Y al punto las trompetas del funeral, las can­delas y por fin nuestro pobre bienaventurado bien exten­dido sobre un elevado lecho y embadurnado de abundan­tes ungüentos, enfila la puerta con sus talones rígidos y se lo llevan a hombros con la cabeza cubierta los que desde ayer, manumitidos en testamento, son quirites.

 

Tómate el pulso, desdichado, y ponte la mano en el pecho, no hay fiebre. Tócate la punta de los pies y de las manos, no están frías. Pero si por azar encuentras dinero o te sonríe la blanca amiguita de tu vecino, ¿es normal el ritmo de tu corazón? Te han servido en un plato frío ver­dura corriente y harina cernida en un cedazo del pueblo, vamos a ver tu boca: en tu fino paladar se agazapa una úlcera infectada que no conviene que la roce una remo­lacha plebeya. Te entran escalofríos cuando el pálido te­rror eriza sobre tus miembros las aristas de tus pelos; otras veces te hierve la sangre como si la hubieran aplicado una tea encendida y tus ojos centellean de ira y dices que haces cosas que el mismo Orestes juraría que son propias de un demente.