OVIDIO:
LAS METAMORFOSIS
LIBRO
III
Acteón (vs.131-252)
En medio de tantas prosperidades fue un nieto tuyo, Cadmo, tu primer motivo de dolor, y unos cuernos postizos añadidos a su frente, y también vosotros, perros que os saciasteis de la sangre de vuestro dueño. Y sin embargo, si bien se mira, se encontrará en él una falta de la Fortuna y no un crimen; pues ¿qué crimen podía haber en un error?
Había una montaña teñida en sangre de fieras de muchas clases; y ya el día encontrándose en su mitad había reducido las sombras de los objetos, y el sol distaba por igual de ambos extremos de su carrera, cuando el joven hiantio se dirige con estas amistosas palabras a sus camaradas de fatigas, que recorrían las apartadas breñas: "Las redes y el hierro, compañeros, están empapadas en sangre de fieras, y el día ha sido bastante afortunado; cuando la venidera Aurora, transportada por sus ruedas azafranadas, nos traiga la luz, volveremos a emprender la tarea a que nos consagramos; ahora Febo dista igual de ambas tierras y con sus ardores resquebraja los campos. Haced alto en vuestra tarea de este momento y retirad las nudosas cuerdas. Los hombres ejecutan sus órdenes e interrumpen sus trabajos.
Había un valle cuajado de pinos y de puntiagudos cipreses…, consagrado a Diana, la de corto vestido, y en cuyo más apartado rincón hay una gruta, rodeada de selva y en la que nada es obra del arte; la naturaleza con sus propias habilidades había imitado al arte; y así, con piedra pómez viva y con ligeras tobas había trazado un arco natural. A la derecha murmura un manantial de delgada y límpida corriente y rodeado, en su amplia salida, de orillas herbosas. Aquí solía la diosa de las selvas, cuando estaba fatigada de la caza, bañar en el cristalino líquido sus miembros virginales. Cuando llegó, entregó a una de sus ninfas, que cuidaba de sus armas, la jabalina, la aljaba y el arco destensado; otra recogió en los brazos el vestido que la diosa se ha quitado; otras dos le desatan el calzado; y, mas diestra que aquellas, la Isménide Crócale reúne en un moño los cabellos que caían sueltos por el cuello de la diosa, bien que ella misma los llevaba flotantes... Y mientras allí se baña la Titania en sus aguas acostumbradas, he aquí que el nieto de Cadmo, después de suspender sus trabajos, y errando a la ventura por un bosque que no conoce, llega a aquella espesura; pues los hados lo llevaban. Tan pronto como penetró en la gruta que destilaba la humedad del manantial, las ninfas, al ver a un hombre, desnudas como estaban, se golpearon los pechos, llenaron de repentinos alaridos todo el bosque, y rodeando entre ellas a Diana la ocultaron con sus cuerpos; pero la diosa es más alta que ellas y les saca a todas la cabeza. El color que suelen tener las nubes cuando las hiere el sol de frente, o la aurora arrebolada, es el que tenía Diana al sentirse vista sin ropa. Aunque a su alrededor se apiñaba la multitud de sus compañeras, todavía se apartó ella a un lado, volvió atrás la cabeza, y, como hubiera querido tener a mano sus flechas, echó mano a lo que tenía, al agua, regó con ella el rostro del hombre, y derramando sobre sus cabellos el líquido vengador, pronunció además estas palabras que anunciaban la inminente catástrofe: "Ahora te está permitido contar que me has visto desnuda, sí es que puedes contarlo". Y sin más amenazas, le pone en la cabeza que chorreaba unos cuernos de longevo ciervo, le prolonga el cuello, hace terminar en punta por arriba sus orejas, cambia en pies sus manos, en largas patas sus brazos, y cubre su cuerpo de una piel moteada. Añade también un carácter miedoso; huye el héroe hijo de Autónoe, y en su misma carrera se asombra de verse tan veloz. Y cuando vio en el agua su cara y sus cuernos, "¡Desgraciado de mí!" iba a decir, pero ninguna palabra salió; dio un gemido, y ése fue su lenguaje; unas lágrimas corrieron por un rostro que no era el suyo, y sólo su primitiva inteligencia le quedó. ¿Qué podría hacer? ¿Volver a casa, a la mansión real, o esconderse en las selvas? La vergüenza le impide esto, el temor aquello. Mientras vacila, lo han visto los perros... Enseguida se precipitan otros con más presteza que la rápida brisa... Toda la jauría le persigue, ansiosa de botín, por rocas y peñascos, por riscos inaccesibles, por donde el camino es difícil. por donde no existe camino. Huye él a través de parajes por los cuales muchas veces había él perseguido, ¡ay! huye de sus propios servidores. Anhelaba gritar: "Yo soy Acteón, reconoced a vuestro dueño". Pero las palabras no acuden a su deseo; atruenan el aire los ladridos... Mientras ellos sujetan a su dueño, se congregan los demás de la tropa y juntan sus dientes en aquel cuerpo. No hay ya espacio que herir; gime él, y su voz, aunque no es de hombre, no podría tampoco emitiría un ciervo, y colma de lúgubres lamentos las alturas que le son tan conocidas; y con las rodillas contra el suelo, en actitud suplicante y como si algo pidiera, mueve a un lado y otro el rostro, como si alargara sus brazos. Pero sus compañeros, que nada saben, azuzan con sus habituales gritos al arrebatado tropel, buscan con los ojos a Acteón, y a porfía gritan "Acteón", como si estuviera ausente, al oír su nombre vuelve él la cabeza , y se lamentan de su ausencia y de que por desidia no asista al espectáculo de la presa que se les ha presentado. El bien quisiera estar ausente, pero está presente; y quisiera ver, pero no notar además las salvajes hazañas de sus propios perros. Por todas partes le acosan, y con los hocicos hundidos en su cuerpo despedazan a su dueño bajo la apariencia de un engañoso ciervo. Y dicen que no se sació la cólera de Diana, la de la aljaba, hasta que acabó aquella vida víctima de heridas innumerables.
LIBRO
IV
Píramo y Tisbe (vs.53-166)
Píramo y Tisbe, el uno el más bello de los jóvenes, la otra sobresaliente entre las muchachas que tenía el Oriente, ocupaban dos casas contiguas, allí donde se dice que Semiramis ciñó de muros de tierra cocida su elevada ciudad. La vecindad les hizo conocerse y dar los primeros pasos; con el tiempo creció el amor; ellos habrían querido celebrar la legítima unión de la antorcha nupcial, pero se opusieron los padres; mas, y a eso no podían oponerse, por igual ardían ambos con cautivos corazones. Ningún confidente hay entre ellos, por señas, por gestos se hablan, y cuanto más ocultan el fuego, más se enardece el fuego oculto. La pared medianera de ambas casas estaba hendida por una delgada grieta que se había producido antaño, durante su construcción. El defecto, que nadie había observado a lo largo de los siglos, ¿qué no notará el amor?, vosotros, amantes, fuisteis los primeros en verlo, y lo hicisteis camino de vuestra voz; y así solían pasar seguras a su través, y en tenue cuchicheo, vuestras ternezas. Muchas veces, cuando de una parte estaba Tisbe y de la otra Píramo, y habían ellos percibido mutuamente la respiración de sus bocas, decían: "Pared envidiosa, ¿por qué te alzas como obstáculo entre dos amantes? ¿Qué te costaba permitirnos unir por entero nuestros cuerpos, o, si eso es demasiado, ofrecer al menos una abertura para nuestros besos? Pero no somos ingratos; confesamos que te debemos el que se haya dado a nuestras palabras paso hasta los oídos amigos."
Y después de hablar así en vano y separados como estaban, al llegar la noche se dijeron adiós, y dio cada uno a su parte besos que no llegaron al otro lado. La aurora siguiente había ahuyentado las nocturnas luminarias, y el sol había secado con sus rayos las hierbas cubiertas de escarcha; se reunieron en el lugar de costumbre. Y entonces, después de muchos lamentos murmurados en voz baja, acuerdan hacer en el silencio de la noche la tentativa de engañar a sus guardianes y salir de sus puertas, y, una vez que estén fuera de sus hogares, abandonar también los edificios de la ciudad; y, para evitar el riesgo de extraviarse en su marcha por los anchos campos, reunirse junto al sepulcro de Nino y ocultarse a la sombra del árbol. Un árbol había allí, cuajado de frutos blancos como la nieve, un erguido moral, situado en las proximidades de un frío manantial. Este plan adoptan; y la luz del día, que les pareció tardar en alejarse, se arroja a las aguas, y de las mismas aguas sale la noche. Hábilmente en medio de las tinieblas hace Tisbe girar la puerta en su quicio, sale, engaña a los suyos, con la cara tapada llega a la tumba, y se sienta bajo el árbol convenido; el amor la hacía atrevida. He aquí que llega una leona con el hocico espumeante embadurnado de sangre de unos bueyes que acaba de matar, y con la intención de apagar su sed en las aguas de la vecina fuente. La babilonia Tisbe la vio de lejos, a los rayos de la luna. y con pasos asustados huyó a una oscura cueva; y al huir, cayó de su espalda un velo que dejó abandonado. Una vez que la feroz leona hubo aplacado con abundante agua su sed, al volver al bosque se encontró el tenue velo sin su dueña, y con su boca ensangrentada lo desgarró.
Píramo salió más tarde, vio en el espeso polvo huellas seguras de una fiera, y palideció su semblante entero; pero cuando encontró también la prenda teñida en sangre, dijo: "Una sola noche acabará con los enamorados; de los dos, ella era la más digna de una larga vida, mientras que mi alma es culpable; yo he sido quien te he perdido, infortunada, yo que te he mandado venir de noche a un lugar terrorífico, y no he venido aquí el primero. Despedazad mi cuerpo y devorada a fieros mordiscos estas vísceras criminales, oh leones todos que habitáis bajo esta roca. Pero es de cobardes desear la muerte". Coge del suelo el velo de Tisbe, lo lleva consigo a la sombra del árbol de la cita, y después de dar lágrimas y besos a la conocida prenda, dice: "Recibe ahora también la bebida de mi sangre". Y hundió en sus ijares el hierro que llevaba al cinto, y sin tardanza se lo arrancó, moribundo ya, de la ardiente herida, quedando tendido en tierra boca arriba; la sangre salta a gran altura, no de otro modo que cuando en un tubo de plomo deteriorado se abre una hendidura, que por el estrecho agujero que suba lanza chorros de agua y rasga el aire con su persecución. Los frutos del árbol toman, por las cruentas salpicaduras, un tinte oscuro, y la raíz, humedecida en sangre, matiza de color de púrpura las moras que cuelgan.
He aquí que, sin estar libre de miedo todavía, pero para no hacer defección a su amante, vuelve ella, busca al joven con los ojos y con el alma, y arde en deseos de contarle el enorme peligro de que se ha librado; y si bien reconoce el lugar y la forma del árbol que ha visto, con todo la hace dudar el color del fruto; quédase perpleja sobre si será el mismo árbol. Mientras vacila, ve que unos miembros temblorosos palpitan sobre el suelo ensangrentado; retrocedió, y con el semblante más pálido que el boj sufrió un estremecimiento semejante al del mar que susurra cuando una leve brisa roza su superficie. Mas una vez que, poco después, reconoció a su amor, se maltrata con sonoros golpes los brazos que no lo merecían, se arranca los cabellos, y abrazando el cuerpo amado inundó de lágrimas sus heridas y mezcló su llanto con la sangre; y estampando sus besos en el rostro helado gritó: "Píramo, ¿qué desventura me ha dejado sin ti? Píramo, respóndeme; es tu adorada Tisbe quien te llama; escúchame y yergue tu cabeza abatida". Al nombre de Tisbe levantó Píramo los ojos, sobre los que gravitaba ya la muerte, y después de verla a ella los volvió a cerrar. Cuando ella reconoció su prenda, y vio el marfil desprovisto de su espada, exclamó: "¡Tu propia mano te ha dado muerte y tu propio amor, infortunado! Para esto sólo tengo yo también una mano fuerte, y tengo también amor que me dará fuerzas para herirme, Iré tras de ti que ya has perecido, y de tu muerte se dirá que he sido yo trágica causa y compañera; y tú, a quien sólo la muerte ¡ay! podía arrancarme, ni aun la muerte podrá arrancarte de mí. Una cosa sin embargo os han de pedir las súplicas de los dos, oh infelicísimos padres mío y suyo, que a aquellos a quienes unió un fiel amor y la última hora, no les rehuséis ser sepultados en la misma tumba. Y tú, árbol que con tus ramas das sombra ahora al pobre cuerpo de uno sólo, pero pronto la darás a los de los dos, conserva las señales de nuestra ruina, y ten siempre frutos negros y propios para el luto, en memoria de nuestra doble sangre". Dijo, y colocando la punta de la espada bien por debajo de su pecho, se dejó caer sobre el hierro que aun estaba tibio de la otra sangre. Sus súplicas conmovieron a los dioses, conmovieron a los padres; pues el color del fruto, una vez que está bien maduro, es negruzco, y lo que resta de sus piras descansa en una única urna".
LIBRO
VI
Aracne (vs.1-145)
La Tritonia había escuchado gustosamente estos relatos y… dirige su atención al destino de la meonia Aracne, de la que había oído que no se consideraba inferior a ella en los primores del arte de la lana No era Aracne ilustre por la posición ni prosapia de su familia, pero sí por su arte. Su padre, el colofonio Idmon, teñía la esponjosa lana con púrpura de la Focea; su madre había muerto, pero también ella había sido una mujer del pueblo y semejante a su marido. Aracne, sin embargo, se había ganado con su esfuerzo un nombre célebre en las ciudades lidias, aunque, nacida en una casa humilde, en la humilde Hipepas vivía. Para contemplar sus admirables trabajos muchas veces abandonaron las Ninfas los viñedos de su Timolo, abandonaron sus aguas las Ninfas del Pactolo y no sólo los vestidos ya hechos, sino que también era agradable ver cómo los hacia (tanta elegancia tenía su trabajo), lo mismo si con la lana aun en bruto formaba los primeros ovillos, que si entre los dedos oprimía el material y suavizaba las vedijas, semejantes a neblinas, haciéndolas ir y venir en largos recorridos, y lo mismo si con el ligero pulgar hacía dar vueltas al torneado huso, que si dibujaba con la aguja; bien se veía que Palas la había enseñado. Y sin embargo ella lo niega, y, disgustándole maestra tan excelsa, dice: "Que compita conmigo. Si me vence no me opondré a nada".
Palas toma la figura de una vieja, se pone en las sienes falsas canas y sostiene además con un bastón sus miembros inseguros. A continuación empezó a hablar así: "No es despreciable todo lo que trae la edad avanzada; con los muchos años viene la experiencia. No desdeñes mi consejo. Aspira tú a una gloria que entre los mortales sea la máxima en el trabajo de la lana; pero declárate inferior a la diosa y con palabras suplicantes pide perdón, temeraria, por tus pretensiones. Si tú se lo pides, ella te otorgará su perdón". Aracne la mira ferozmente, abandona las hebras empezadas, y conteniendo apenas las manos y manifestando en su semblante su cólera, contesta a la enmascarada Palas con estas frases: "Privada de inteligencia vienes y agotada por larga vejez; mucho daña, en electo, vivir demasiado. Que oiga esas palabras tu nuera, si la tienes, o, si no la tienes, tu hija. Suficiente consejo tengo yo en mí misma, y no creas que has logrado nada con tus advertencias: mi actitud sigue siendo la misma. ¿Por qué no viene ella en persona? ¿Por qué rehusa esta competición?." Entonces dijo la diosa: "Ya ha venido", y apartó la figura de vieja y mostró a Palas. Adoran su divinidad las Ninfas y las mujeres migdónides: la joven Aracne es la única que no se asusta. Pero aun así enrojeció y un repentino rubor marcó a la fuerza su rostro y desapareció de nuevo, como suele el cielo ponerse de color púrpura cuando la Aurora comienza a moverse, y tras breve rato palidecer con la salida del sol. Ella persiste en su decisión y con ambición de una necia victoria se precipita a su perdición. Pues no rehusa la hija de Júpiter ni le hace más advertencias ni aplaza ya la competición.
E inmediatamente colocan ambas en sitios distintos los dos telares y los tensan con fina urdimbre. La trama está sujeta al rodillo transversal, el peine separa unos de otros los hilos de la urdimbre, puntiagudas lanzaderas van haciendo pasar por medio la trama, que, desenvuelta por los dedos e introducida por entre los hilos de la urdimbre, es apisonada por los entallados dientes del peine contra el que golpea. Las dos se dan prisa, y con los vestidos recogidos junto al pecho mueven con destreza los brazos, y su ardor no les deja darse cuenta de la fatiga. Allí se tejen tanto la púrpura que ha conocido el caldero tirio, como los delicados matices que son apenas distintos, a la manera como suele el arco, que surge cuando la lluvia atraviesa los rayos del sol, teñir con su inmensa curvatura un largo trecho de cielo; en el cual arco, aunque brillan mil colores diversos, la transición misma, sin embargo, escapa a la mirada inquisitiva; hasta ese punto es lo mismo lo que toca, y sin embargo los extremos están bien diferenciados. Allí también se incrusta en los hilos flexibles oro y se desarrolla en el tejido una antigua historia.
Palas borda en la ciudadela cecropia el peñasco de Marte y la vieja disputa sobre el nombre del país. Doce divinidades, con Júpiter en el centro, están sentadas con augusta majestad en altos sitiales; el aspecto de cada uno de los dioses lo señala entre los demás; la imagen de Júpiter es la propia del soberano. Palas hace que esté en pie el dios del piélago y que golpee las duras rocas con su largo tridente, y hace que de la herida de la roca, de su entraña brote un mar, prenda con la que se propone ganarse la ciudad. A sí misma se da un escudo, se da una lanza de aguda punta, se da un casco en la cabeza, se protege el pecho con la égida, y representa cómo la tierra, golpeada por la punta de su lanza, hace surgir una criatura vegetal, un olivo que blanquea, provisto de sus frutos, y cómo los dioses se admiran; una Victoria es el remate de la obra…
La Meónide dibuja a Europa engañada por la apariencia de toro: se hubiera creído que era un verdadero toro, un mar verdadero. Europa parecía dirigir su mirada a la tierra que había dejado
y llamar a sus compañeras y temer el contacto del agua que saltaba junto a ella y encoger los pies asustados. También hizo que Asterie estuviera sujeta por un águila que luchaba, hizo que Leda estuviera acostada bajo las alas de un cisne; añadió cómo… siendo de oro engañó a Dánae, siendo fuego a la Asópide, a Mnemósine como pastor… A todos éstos les asignó su propia figura, así como la figura de cada región…
No podría Palas, no podría la Envidia poner reparos a aquella obra; a la varonil doncella rubia le dolió aquel éxito, y rompió aquellas ropas bordadas que eran cargos contra los dioses; y, conforme tenía en la mano una lanzadera procedente del monte de Citoro, golpeó tres o cuatro veces en la frente a la Idmonia Aracne. No lo resistió la infeliz y tuvo el coraje de atarse la garganta con un lazo. Colgaba ya cuando Palas, compadecida, la sostuvo, y le dijo así: "Vive, sí, pero cuelga, malvada; y que el mismo tipo de penalidad, para que no estés libre de angustia por el futuro, esté sentenciado para tu linaje incluso hasta tus remotos descendientes". Tras estas palabras se apartó y la regó con los jugos de una hierba de Hécate e inmediatamente sus cabellos, tocados por la droga siniestra, se consumieron, y al mismo tiempo la nariz y los ojos; la cabeza se le torna diminuta, y también es pequeña Aracne en el conjunto de su cuerpo; en el costado tiene incrustados, en lugar de piernas, unos dedos finísimos; lo demás lo ocupa el vientre, del que, a pesar de todo, hace ella brotar el hilo, y como araña trabaja sus antiguas telas.
LIBRO
VIII
Filemón y Baucis (vs,611-724)
Inmenso es el poder del cielo y no tiene fin, y todo lo que los dioses quieren se realiza, y para que no dudes, en las lomas de Frigia hay una encina contigua a un tilo y rodeada de una pequeña cerca: yo mismo he visto el lugar; pues Piteo me envió a los campos de Pélope en los que en otro tiempo reinó su padre. No lejos de aquel lugar hay un marjal, tierra habitable otrora, pero ahora convertida en aguas frecuentadas por los… Allí se presentó Júpiter en figura mortal, y, acompañando a su padre, el Atlantiada portador del caduceo, que se había quitado las alas. A mil casas se dirigieron en busca de alojamiento para descansar; mil casas les fueron atrancadas con cerrojos; una en cambio los recibió, pequeña en verdad, cubierta de paja y de cañas del pantano, pero en ella la piadosa anciana Baucis y Filemón, de la misma edad, habían estado juntos en los años de la juventud, y en aquella cabaña envejecieron, e hicieron llevadera su pobreza confesándola y soportándola de buen grado; y sería inútil buscar allí señores o criados; la casa entera está constituida por dos, y son los mismos los que obedecen y los que mandan. Y así, cuando los celestes alcanzaron aquel humilde hogar, y pasaron, inclinando la cabeza, por la exigua puerta, el viejo les invitó a dar descanso a sus miembros preparándoles asiento; sobre éste extendió Baucis, solícita, una tosca funda, y apartando en el fogón la ceniza tibia, atiza el fuego de la víspera, lo alimenta con hojas y corteza seca, y con su soplo de anciana lo acrecienta hasta producir llamas, y bajando del tejado teas muy astilladas y ramitas secas, las desmenuzó y acercó a un pequeño caldero, y descabezó, despojándolo de las hojas, un repollo que su esposo había traído del bien regado huerto; él, con una horquilla de dos puntas, alcanzó en vilo un lomo ahumado de cerdo colgado de una viga ennegrecida, y corta un trocito de su curada y añeja carne, y una vez cortado lo cuece en el agua hirviente. Mientras tanto entretienen con su charla las horas que faltan y les impiden darse cuenta de la espera. Había allí una artesa de madera de haya, colgada de un clavo por su sólida asa: es llenada de agua tibia y recibe los miembros de los viajeros para tonificarlos; en el centro de la choza hay un colchón de blanda juncia sobre un lecho de armadura y patas de sauce . Lo cubren de ropas que no solían extender más que en días de fiesta, pero incluso esta ropa era mísera y vieja, no impropia de un lecho de sauce. Recostáronse los dioses. La anciana, temblorosa y con la ropa recogida, coloca la mesa, pero de las tres patas de la mesa una cojeaba: un tiesto la equilibró, y una vez que, calzado, eliminó la inclinación, unas matas de verde menta limpiaron la mesa ya nivelada. Es servido allí el fruto bicolor de la casta Minerva, y cerezas de cornejo del otoño cubiertas de líquidas heces de vino, y escarola y rábano y queso fresco y huevos ligeramente pasados por un rescoldo no muy fuerte, todo ello en cacharros de barro. Y después ponen un barreño cincelado en plata de la misma clase, y copas hechas de haya, embadurnadas de rubia cera por su parte cóncava; poco hubo que esperar hasta que el fuego del hogar les mandó la comida bien caliente, y se trajo un vino de no mucha antigüedad, el cual fue a continuación retirado por breve tiempo para ceder su lugar al segundo plato consistió éste en nueces, higos mezclados con arrugados dátiles, ciruelas, fragantes manzanas en anchos cestos, y uvas recogidas de un viñedo ya de color púrpura; en el centro hay un panal resplandeciente; a todo ello se añadían rostros amables y una buena voluntad que no era inútil ni pobre. Entretanto ven que el cratero del que tantas veces se había sacado licor se está volviendo a llenar por sí mismo, y que el vino sube de nivel por propia iniciativa Tanto Baucis como el medroso Filemón quedan espantados, atónitos ante lo inaudito del suceso, y con las manos levantadas pronuncian plegarias y piden perdón por la insignificancia de la colación y del servicio. Tenían un solo ganso, que era el guardián de la humildísima granja; se dispusieron sus dueños a sacrificárselo a los dioses que eran sus huéspedes; el animal, veloz por sus alas, cansa y burla durante largo tiempo a los ancianos, lentos por su edad, y al fin pareció que se refugiaba junto a los dioses mismos: los celestes prohibieron que se le matara. "Somos dioses, y esta comarca impía va a pagar el castigo que merece", dijeron; "a vosotros se os concederá quedar a salvo de esta catástrofe; abandonad al punto vuestra morada, seguid nuestros pasos y venid con nosotros a lo alto de la montaña". Obedecen ambos y, precedidos por los dioses, ayudan con sus bastones a sus miembros, y, despaciosos por sus ancianos años, se esfuerzan en avanzar por la interminable cuesta. Distaban de la cima tanto como puede alcanzar de una vez una flecha disparada: volvieron la mirada y advirtieron que todo había quedado sumergido bajo una laguna a excepción de su casa, que era lo único que estaba a salvo; y mientras se maravillan de aquello y lloran la destrucción de sus vecinos, aquella vieja choza, pequeña hasta para sus dos dueños, se convierte en un templo: el lugar de soportes ahorquillados vinieron a ocuparlo columnas, la cubierta de paja empieza a amarillear, y resulta un techo de oro, unas puertas esculpidas y un suelo recubierto de mármol. Entonces el Saturnio con plácido semblante pronunció estas palabras:
"Decid, justo anciano y mujer digna de su justo esposo, qué es lo que deseáis". Filemón habló brevemente con Baucis, y a continuación manifestó a los celestes la unánime decisión de ambos: "Pedimos ser vuestros sacerdotes y guardar vuestro santuario, y, puesto que hemos pasado juntos y en paz nuestros años, que una misma hora nos lleve a los dos, que no vea yo nunca la tumba de mi esposa y que tampoco tenga ella que enterrarme a mí". La petición es atendida y realizada: fueron ellos la custodia del templo mientras se les dio vida; y ya exhaustos por los años de la ancianidad, encontrándose un día delante de la sagrada escalinata, hablando de sucesos que la ocasión les evocaba, vio Baucis que a Filemón le salían hojas y el viejo Filemón vio que le salían a Baucis. Y cuando la copa arbórea iba creciendo e invadiendo ya los dos rostros, se dirigían la palabra mutuamente mientras aún podían, y al mismo tiempo dijeron los dos "adiós, consorte" y al mismo tiempo la vegetal corteza cubrió e hizo desaparecer sus bocas. Todavía los nativos de Bitinia enseñan allí dos troncos vecinos que salen de un doble tocón.
LIBRO
X
Orfeo y Eurídice (vs.1-77)
De allí se aleja el Himeneo, cubierto por azafranado manto, atravesando el cielo inmenso, y se dirige a la región de los Cícones, y en vano lo llama la voz de Orfeo. Presente estuvo, si, pero ni llevó allí palabras rituales ni rostro gozoso ni favorable presagio... El resultado fue aún más grave que el augurio: pues la recién casada, durante un paseo en el que iba acompañada por un tropel de Náyades, sucumbió de la mordedura de una serpiente en un tobillo. La lloró mucho el artista rodopeo en los aires de arriba, tras de lo cual, para no dejar de probar también con las sombras, se atrevió a descender a la Estige por la puerta del Ténaro, y, atravesando multitudes ingrávidas y espectros que habían recibido sepultura, se presentó ante Perséfone y ante el soberano que gobierna el repulsivo reino de las sombras, y pulsando las cuerdas en acompañamiento a su canto dijo así: "Oh divinidades del mundo situado bajo tierra, al que venimos a caer cuantos somos engendrados mortales, si es lícito y vosotros permitís que yo diga la verdad omitiendo los rodeos propios de una boca mentirosa, no he descendido aquí para ver el oscuro Tártaro, ni para encadenar las tres gargantas, provistas de culebras en vez de vello, del monstruo Meduseo; el motivo de mi viaje es mi esposa, en la que una víbora, al ser pisada, introdujo su veneno, y le arrebató sus años en crecímiento. Yo quise ser capaz de soportarlo, y no negaré que lo he intentado; el Amor ha vencido. Es un dios bien conocido en las regiones de arriba; yo no sé sí también lo es aquí, pero sospecho que sí lo es también, y si la fama del antiguo rapto no ha mentido, también a vosotros os unió el Amor. Por estos lugares llenos de espanto, por este inmenso Caos y por el silencio del vasto territorio yo os lo pido: volved a tejer el prematuro destino de Eurídice. Todos los seres os somos debidos, y tras breve demora, más tarde o más temprano, marchamos velozmente al mismo sitio. Aquí nos encaminamos todos, ésta es la última morada, y vosotros poseéis los más dilatados territorios habitados por la raza humana. También Eurídice será de vuestra propiedad cuando en sazón haya cumplido los años que le corresponden; os pido su disfrute como un obsequio; y si los hados niegan esta concesión para mi esposa, yo tengo tomada mi firme resolución de no volver: gozad con la muerte de los dos". Mientras él hablaba así y hacía vibrar las cuerdas acompañando a sus palabras, lo lloraban las almas sin sangre; Tántalo no trató de alcanzar el agua que se le escapaba, quedó paralizada la rueda de Ixión, las aves no hicieron presa en el hígado, y tú, Sísifo, te sentaste en tu peña. Entonces se dice que por primera vez las mejillas de las Euménides, subyugadas por el canto, se humedecieron de lágrimas, y ni la regia consorte ni el que gobierna los abismos fueron capaces de decir que no al suplicante, y llaman a Eurídice. Se encontraba ella entre las sombras recién llegadas, y avanzó con paso lento por la herida. El rodopio Orfeo la recibió, al mismo tiempo que la condición de no volver atrás los ojos hasta que hubiera salido de los valles de Averno; en otro caso quedaría anulada la gracia.
Emprenden la marcha a través de parajes de silenciosa quietud y siguiendo una senda empinada, abrupta, oscura, preñada de negras tinieblas, y llegaron cerca del límite de la tierra de arriba. Allí, por temor a que ella desfalleciese, y ansioso de verla, volvió el enamorado los ojos, y en el acto ella cayó de nuevo al abismo. Y extendiendo ella los brazos y esforzándose por ser abrazada y por abrazar, no agarra la desventurada otra cosa que el aire que se le escapa, y al morir ya por segunda vez no profirió queja alguna de su esposo (¿pues de qué se iba a quejar sino de que la había amado?), y diciéndole un último adiós, que apenas pudieron percibir los oídos de Orfeo, descendió de nuevo al lugar de donde partiera. Con la doble muerte de su esposa quedó Orfeo no menos aturdido que el que vio asustado los tres cuellos del perro, de los cuales el central llevaba las cadenas…
Suplicó Orfeo, y en vano quiso volver a pasar; el barquero lo rechazó, y aun así durante siete días permaneció él sentado en la orilla, desaliñado y ayuno del don de Ceres; la angustia y la pena de su alma y las lágrimas fueron su alimento.