LUCRECIO

DE RERUM NATURA

LIBRO II

 

Enfermedad y muerte

 

Además, cuando a un animal cualquiera le hiere un golpe más fuerte de lo que su naturaleza soporta, lo abate en un momento y pone en confusión todos los sentidos del cuerpo y del alma. Pues entonces se disuelve la disposición de los átomos, y en lo íntimo del ser se suspenden los movimientos vitales, hasta que la materia, sacudida por todos los miem­bros, desata el nudo vital que ligaba el alma con el cuerpo, desagrega al alma, y la expulsa al exterior por todos los poros; pues, ¿qué otra cosa creeremos que puede hacer el golpe asestado a una cosa, sino desagregaría y disolverla?

 

Sucede también a menudo que, si el golpe recibido no es tan fuerte, los demás movimientos vitales triunfan y calman la tremenda confusión del choque, reconducen cada elemento a su camino habitual, desbaratan, por así decir, el movi­miento de la muerte que se adueñaba del cuerpo, y vuelven a encender los casi extintos sentidos. Pues ¿de qué otra ma­nera podrían desde el umbral de la Muerte volver de nuevo a la vida y recobrar el espíritu, en lugar de seguir hasta el término ya casi alcanzado y partir?

 

LIBRO IV

 

Todos los cuerpos despiden emanaciones

 

Una vez más, pues, hay que admitir la emisión de cuerpos que hieren los ojos y excitan la visión. Cuerpos hay que no cesan de exhalar olores, así como los ríos emiten frescor, el sol calor, las olas del mar aquel vapor que corroe los muros junto a la costa. Y por el aire flotan sin cesar sonidos varios. En fin, cuando estamos junto al mar, nos viene a menudo a la boca una humedad salobre; y si miramos preparar una solución de ajenjo, sentimos su amargor. Tan cierto es que emanaciones diversas escapan de todas las cosas y se esparcen en todos sentidos, y no se concede reposo ni tregua a este fluir, puesto que tenemos continuas sensaciones y podemos a cada momento ver cualquier objeto, olerlo y oír sonido.

 

Teoría de la visión

 

Además, si en la oscuridad tentamos con las manos una forma, la reconocemos idéntica a la vista en el claro candor de la luz, de lo cual se deduce que una sola es la causa que mueve la vista y el tacto. Ahora bien, si palpamos un objeto cuadrado y sentimos a oscuras su forma, ¿qué será el cuadrado que en la luz llega a nuestros ojos, si no es la imagen de aquel cuerpo? Por lo que se ve que el principio de la visión está en las imágenes, y sin ellas nada puede verse.

 

Forma, color, distancia

 

Pues bien, esos simulacros que digo, vienen de todos lados y son proyectados y esparcidos a todas partes; pero como nosotros sólo podemos ver con los ojos, por eso sucede que, según sea la dirección en que volvemos la vista, todos los objetos que allí se le enfrentan vienen a impresionarla con su forma y color. Y a qué distancia esté de nosotros cada cosa, su imagen nos lo hace ver y nos da el medio de discernirlo. Pues, al ser emitida, al punto impele y empuja el aire interpuesto entre ella y los ojos; todo este aire fluye a través de nuestros ojos, despeja, por decirlo así, las pupilas y pasa. He aquí cómo apreciamos lo que dista cada cosa; y cuanto más aire es empujado adelante por la imagen, cuanto mayor es la corriente que roza nuestros ojos, más distanciado nos parece estar el objeto; pero entiéndase que todo sucede con gran rapidez, de modo que a un tiempo vemos lo que el objeto es y cuán lejos se encuentra.

 

LIBRO V

 

El mundo no es obra de un dios

 

Decir, por otra parte, que en interés de los hombres qui­sieron los dioses crear esta esplendorosa naturaleza del mun­do; que por tal razón es justo alabarlo como una meritoria obra divina y creerlo eterno e inmortal; que este mundo, edificado por antiguo designio de los dioses en favor de la raza humana y fundado en la eternidad, es sacrílego quererlo conmover de sus cimientos por fuerza alguna, o atacarlo de palabra y subvertir el universo entero desde sus bases; ima­ginar estas cosas y otras del mismo tenor es, Memmio, pura locura. Pues, ¿qué provecho puede nuestra gratitud aportar a unos seres inmortales y felices para inducirlos a hacer nada en nuestro interés? O ¿qué novedad puede haberlos tentado, después de estar tranquilos tanto tiempo, a cambiar su vida anterior? Pues para que tenga aliciente la novedad, parece necesario que lo antiguo produzca disgusto; mas, a quien ninguna pena sufrió en el tiempo pasado y ha gozado de una vida dichosa, ¿qué pudo encenderle una tal ansia de cambio? Y para nosotros, ¿qué mal había en no, haber sido creados? ¿Por ventura nuestra vida yacía en aflicción y tinieblas, hasta que amaneció el día de la creación de las cosas? Pues todo ser nacido debe desear permanecer en la vida, mientras lo retiene el muelle placer. Mas para el que jamas gustó del amor de la vida ni figuró en el numero de los seres vivien­tes, ¿qué daño hay en no haber sido creado?

 

El universo es mortal, puesto que lo son sus partes

 

Primeramente, puesto que la masa de la tierra y el agua y los leves soplos de las auras y los vapores del fuego, en los que vemos que consiste nuestro universo, constan todos de una materia sujeta a nacimiento y muerte, hay que pensar que el mundo entero está constituido de la misma materia. En efecto, el todo cuyas partes y miembros son de cuerpo nativo y de forma perecedera, vemos constantemente que es asimismo mortal y también sujeto a nacimiento. Por lo que, al ver cómo se consumen y renacen los gigantescos miem­bros y partes del mundo, me convenzo de que también el cielo y la tierra han conocido un principio y les aguarda la ruina.

 

Supervivencia de los más aptos

 

Necesario es que entonces se extinguieran muchas espe­cies de animales y no pudieran, reproduciéndose, forjar nueva prole. Pues todas las que ves nutrirse de las auras vitales, poseen o astucia o fuerza o, en fin, agilidad, que han pro­tegido y preservado su especie desde el principio de su exis­tencia. Muchas hay que por su utilidad nos son encomenda­das a nosotros, confiadas a nuestra tutela.

 

En primer lugar, la valentía ha defendido la violenta raza de los leones, especie cruel; la astucia, a las zorras; la rapi­dez, a los ciervos. Pero los canes, de sueño leve y fiel co­razón, toda la especie engendrada por el semen de las bestias de carga, los rebaños de lanosas ovejas y los bueyes cornu­dos, han sido todas, Memmio, confiadas a la tutela del hom­bre; pues ansiaban huir de las fieras, en busca de la paz y de ricos pastos adquiridos sin pena, que es lo que nosotros les damos en premio a sus servicios. Pero aquellos a quienes la Naturaleza no concedió ninguno de estos dones, de modo que ni podían vivir por sí mismos ni sernos de utilidad al­guna, a cambio de la cual concediéramos a su especie pastos y protección bajo nuestra vigilancia, sin duda todos queda­ban como presa y botín de los otros, impedidos por sus trabas fatales; hasta que la Naturaleza hubo cumplido la extinción de su raza.