LUCANO: LAS FARSALIAS

LIBRO I

 

[1-7] Cantamos las más que civiles guerras que ensangrentaron los campos de Emathia, la justicia convertida en crimen, el ataque que con diestra vencedora mano lanzó un pueblo po­deroso contra sus propias entrañas, encontrados ejércitos de la misma sangre, el combate de todas las fuerzas del mundo enfrentadas por una común maldad luego de rota la alianza del mando, el choque enconado de enseñas contra enseñas, águilas compañeras luchando cara a cara, y pilos amenazan­do a pilos.

 

[183-204] Cuando llegó con su ejército a la ribera del pequeño Rubicón, apareciósele al general la visión gigantesca de la patria en peligro; mostrábase claramente visible en me­dio de la oscuridad nocturna, con el semblante tristísimo y dejando caer sus blancos cabellos en torno a la frente coronada de torres. Erguida en pie con los brazos desnudos y la cabelle­ra revuelta, le dirigió estas palabras entremezcladas con sollozos: «¿A dónde pretendéis llegar? ¿A dónde lleváis mis ense­ñas, soldados? Si venís legítimamente como ciudadanos, hasta aquí es donde os está permitido llegar». Entonces un escalofrío sacudió los miembros del jefe, erizáronsele los cabellos, y un torpor que paralizó su marcha, le hizo detener el paso en la misma margen del río. Luego, al punto dijo: «Oh dios del trueno, que contemplas las murallas de la gran Roma desde lo alto de la roca Tarpeya, penates frigios de la familia Julia, secretos misterios del rapto de Quirino, Júpiter Latiar que mo­ras en las alturas de Alba, sagrados fuegos de Vesta, y tú, Roma, comparable con la más alta de las divinidades, secundad mis proyectos; yo no te persigo con las armas de las Furias; aquí me tienes vencedor por tierra y por mar, a mí, César, siempre soldado tuyo, incluso ahora, con tal que me sea posible. Caiga, caiga la culpa en aquel que me convierta en tu enemigo.» Después, sin demorar más la guerra, hizo cruzar apresu­radamente las enseñas a través de las crecidas aguas del río.

 

[605-635] Mientras ellos recorren la extensa ciudad en largos cir­cuitos, Arruns recoge los fuegos dispersos del rayo, los oculta bajo tierra musitando lúgubres palabras, y purifica aquellos lugares; luego aproximó a las aras la cerviz de un toro elegido para el sacrificio. Había ya comenzado a derramar el vino y a esparcir harina sagrada con la hoja de su cuchillo inclinado, pero la víctima se resistía por largo tiempo a un sacrificio des­agradable, entonces los sacrificadores, en traje ritual, sujeta­ron sus cuernos salvajes, y, haciéndole doblar la rodilla, ofreció su cuello vencido. Mas no saltó la sangre como de cos­tumbre, sino que de la extensa herida, en vez de una sangre ro­ja, manó una negra podre. Palideció Arruns asombrado de este sacrificio funesto e inquirió de las entrañas arrancadas la có­lera de los dioses. Ya el solo color de las mismas alarmó al arúspice, pues las vísceras pálidas, moteadas de manchas ne­gras y bañadas de sangre coagulada, ofrecían un aspecto cárdeno con salpicaduras sanguinolentas. Observó el hígado empapado de pus y vio las venas amenazadoras en su parte hostil. La fibra del pulmón jadeante quedaba oculta y una pequeña membrana separaba las partes vitales. El corazón estaba inerte; las vísceras, a través de grietas abiertas, dejaban escapar sangraza y los intestinos mostraban sus repliegues transparentes. Pero he aquí que Arruns observa un prodigio indecible que jamás se presentó en las entrañas: sobre la pro­tuberancia del hígado ha crecido la masa de otra protuberan­cia; una parte pende enfermiza y lánguida; otra parte lustro­sa y fresca agita las venas con latido apresurado. Cuando de estos prodigios ha deducido el presagio de grandes males exclama: «Con dificultad puedo yo, ¡oh dioses supremos! re­velar a los pueblos lo que vosotros maquináis; pues de este sacrificio a ti ofrecido, Júpiter, no he obtenido buenos presa­gios, antes bien, los dioses infernales se han manifestado en las entrañas del toro inmolado. Indecibles desastres tememos, pero la realidad sobrepasará aún nuestros temores. ¡Ojalá los dioses tornen favorables mis apreciaciones!

 

LIBRO II

 

[198-209] La muerte violenta de tantos jóvenes a un mismo tiempo acaeció muchas veces por el hambre, por el furor de las olas, por un súbito derrumbamiento, por una pestilencia de la tierra o del aire o por un desastre en la guerra, pero jamás aconteció por castigo. Entre los es­cuadrones de hombres amontonados y las exangües catervas abocadas a la muerte apenas podían los vencedores mover los brazos; las víctimas caen a tierra sin que se haya apenas con­sumado su muerte y se desploman tambaleándoseles la nuca, pe­ro el enorme hacinamiento los ahoga y los cadáveres terminan de rematar la matanza: los pesados y descabezados troncos aplastan a los cuerpos vivos. Impávido desde su elevado asien­to contempla Sila indiferente tan enorme crimen; y no mos­tró pesadumbre por haber ordenado la matanza de tantos miles de infortunados.

 

LIBRO VI

 

[507-569] Estos ritos criminales, estos encantamientos de una gente maldita, habíalos condenado la cruel Ericto como excesivamente piadosos y había aplicado su arte impura a nuevos ritos. Es para ella un sacrilegio, sin duda alguna, doblar su fúnebre cabeza bajo el techo de una ciudad o de unos lares; habita en tumbas abandonadas y ocupa los túmulos después de expulsar de ellos a las sombras, grata a los dioses del Erebo. Escuchar las asambleas de las almas silentes, conocer las moradas estigias y los arcanos del subterráneo reino de Dite no se lo impiden ni los dioses del cielo ni su vida mortal. Una horrible del­gadez se extiende por el rostro de la sacrílega; su cara terrible, desconocida del cielo sereno, está marcada con la palidez estigia y sombreada por los cabellos en desorden; si un nimbo o pardos nubarrones ocultan los astros, entonces la maga tesálica sale de los sepulcros abandonados y capta los fulgores nocturnos. Por donde pasa deja abrasadas las simientes de una fecunda mies y con su aliento infecta las auras que no eran mortíferas. No ruega a los dioses del cielo, ni llama en su auxilio con fórmulas suplicantes a una divinidad, ni conoce las fibras propiciatorias; goza colocando sobre los altares antorchas funerarias y el incienso que arrebató a las hogueras sepulcrales. Ya a la primera voz de su plegaria los dioses le conceden todo lo ilícito y temen escuchar el segundo conjuro. Almas vivas y que todavía gobernaban a sus miembros, ella las encerró en la tumba y la muerte se acercó contra su voluntad a unos hados que le debían años; trastornando la ceremonia fúnebre hizo levantarse de sus tumbas a los muertos y los cadáveres abandonaron su lecho. Sustrae de en medio de las piras las cenizas humeantes y los huesos ardientes de jóve­nes e incluso la misma antorcha que sostenían los padres; recoge los residuos del lecho sepulcral que vuelan en el negro humo, los vestidos que caen en cenizas y las brasas que conservan el olor de los miembros. Pero cuando los cuerpos son guarda­dos en sepulcros de piedra donde se embebe el líquido interior y se endurecen, vaciada la médula putrescente, entonces se encrudelece ávidamente sobre todos los miembros, hunde las manos en sus ojos, goza sacándoles las heladas pupilas y roe las pálidas excrecencias de la mano desecada. Rompe con sus dientes el lazo y los nudos que dan la muerte, despedaza los cuerpos de los que han sido colgados, roe las cruces, arranca las vísceras batidas por los aguaceros y las médulas calcinadas por el sol que las penetra. Arranca el acero clavado en las manos, el oscuro pus que destila de los miembros putrefactos y la pon­zoña cuajada; y si un nervio resiste a sus dientes se queda colgada de él. Si en la tierra desnuda yace cualquier cadáver, se coloca a su lado antes que las fieras y los pájaros y no quiere despedazar sus miembros con el hierro o con sus manos, sino que espera a que los lobos lo muerdan para arrebatarles la carne de su garganta reseca. Sus manos no se abstienen de dar muerte si tiene necesidad de sangre viva que brote por vez primera de un cuello abierto, ni evita dar muerte si los sa­crificios exigen una sangre viva, y si los convites fúnebres reclaman vísceras palpitantes; así por la herida del vientre, no por donde la naturaleza reclamaba, extrae el fruto ma­terno para colocarlo sobre ardientes altares; y cuantas veces son precisas sombras crueles y fuertes, ella misma se procura los manes: toda muerte humana entra en sus cálculos. Ella arranca de un cuerpo joven el vello de sus mejillas, ella, con su mano izquierda, corta la cabellera del efebo moribundo. Frecuentemente también en los funerales de un pariente la malvada tesalia se echó sobre sus miembros queridos y dán­dole un beso le truncó la cabeza, le abrió la boca oprimiéndole con sus dientes y, mordiéndole la lengua pegada a su seca gar­ganta, lanza un murmullo sobre los labios helados y manda a las sombras estigias algún sacrílego arcano.