JUVENAL: SÁTIRAS Vídeo divx

VI

 

Yo creo que el Pudor, desde que reinó Saturno, se ha retrasado acá en la Tierra. Durante muchos tiempos vivió cuando las frescas cavernas ofrecían modesta habitación, a cuya penumbra, común para todos, se acogían en torno al hogar de los Lares, el ganado, los dueños; cuando la esposa, errando montaraz, extendía un lecho de ramajes y paja y encima echaba las pieles de animales feroces de los contornos. ¡ Qué diferente a ti, Cintia, o a ti, Lesbia, de bonitos ojos anegados en llanto por la muerte de un gorrión! Aquélla amamantaba a sus hijos, ya robustos, con sus hinchados pechos y, en ocasiones, era más hirsuta que su marido, eructando a bellotas. Pues vivían de otro modo en un mundo recién nacido, bajo un cielo nuevo los hom­bres creados en el trabajo de descortezar las encinas y que, nacidos del barro, no conocieron padres. Quizá algunos restos más o menos del antiguo pudor subsistieran bajo Jú­piter aún sin barba, cuando los griegos no estaban prepa­rados para jurar sobre la cabeza de otro, cuando nadie te­mía al ladrón de sus legumbres o de sus frutos y cuando vivían sin poner cerco a sus huertos. Después, poco a poco, Astrea se retiró hacia la mansión de los dioses, en compa­ñía del Pudor y las dos hermanas huyeron juntas.

 

Muy antiguo es, Póstumo, aquello de violar el lecho ajeno y burlarse del Genio que preside la sagrada cámara nupcial. Después, la Edad de Hierro ha traído todos los demás crímenes; pero la Edad de Plata conoció ya los primeros adúlteros. Y ahora, en nuestra época, preparas la ceremonia, el contrato y los esponsales; ya te haces peinar por un maestro peluquero y acaso has puesto en el dedo de la novia la prenda de fidelidad. Estabas cuer­do, es verdad, ¿pero, es que te casas, Póstumo? … Pero si ninguna de estas fatales soluciones te agrada ¿por qué no piensas que es mejor dormir con un amigo? Un cualquiera que no riña por la noche, que no te exija ningún pequeño regalo cuando descansa a tu lado y no se queje de que hagas descansar a tus riñones y no anheles sus órdenes.

¿Y si te dijese que anda buscándote una esposa de costumbres antiguas? ¡Abridle, médicos la vena media!  ¡Qué encanto de hombre! Pros­térnate en adoración ante las puertas del Capitolio e in­mola, en honor de Juno, una becerra con los cuernos em­purpurados si tienes la suerte de encontrar una mujer casta. Hay muy pocas dignas de acercar sus manos a las ínfulas de Ceres y cuyos besos no tema su padre.

La misma Cánope condenaba las sorprendentes costumbres de Roma y olvidándose de su casa, de su marido y de su hermana, por nada se preocupó por la patria; la malvada abandonó a sus hijos llorosos y, lo que es más asombroso aún, re­nunció a Paris y a los juegos de circo. Y aunque de niña había dormido sobre colchón de plumas, en medio de gran opulencia de la casa paterna y en cuna incrustada de oro, no obstante, despreció los peligros de la mar como había despreciado su reputación, cuyo sacrificio cuesta poco a los habituados a sillones blandos… Es duro embarcarse si el marido lo ordena; entonces molesta el hedor de la sentina, todo gira en torno, pero cuando se sigue a un amante, el estómago se siente bien. A un ma­rido se le vomita encima; con un amante, comen entre la marinería, se pasean por la popa, se entretienen en tirar de las maromas. ¿Qué tipo ha abrasado a Epia, qué ju­ventud la ha seducido? ¿Qué habrá visto para que la llamen gladiadora? Pues que Sergio ha comenzado a afei­tarse la nuez y a esperar el descanso por el brazo que le cortaron; mostraba la cara llena de defectos, una gran joroba en medio de la nariz maltratada por el casco y un acre humor que le destilaba de un ojo. ¡ Ah, pero era un gladiador!  Con eso basta para convertirlos en Jacintos y darles preferencia sobre la patria, sobre los hijos, sobre la hermana y sobre el marido.

¿Te das cuenta ya de lo que hace una mujer corriente, una Epia cualquiera? Pues ve ahora las rivales de las diosas, escucha lo que ha soportado Claudio. Cuando su mujer notaba que ya dormía, osando preferir un camastro a su lecho del Palatino, la Augusta meretriz cogía dos capas de noche y abandonaba el palacio con una sola es­clava; con los negros cabellos disimulados bajo una peluca rubia, llegaba al templado lupanar de raídas colchonetas y entraba en un cuarto vacío reservado para ella. Después, con sus pechos protegidos por una red de oro, se prosti­tuía bajo la engañosa denominación de Licisca y ponía al descubierto el vientre que te dio la existencia, generoso Británico.

-¿Pero, en tan gran cantidad de mujeres ninguna te parece digna?

 

-Imagínate una mujer bonita, bien formada, rica, fecunda, que ostente en sus pórticos retratos de sus re­motos antepasados; más pura que una Sabina con el ca­bello suelto separando a los combatientes, ave rarísima de la Tierra, comparable a un cisne negro; todo lo tiene. ¿Quién la soportaría como esposa?

¿Qué virtud o qué hermosura vale tanto para jactarse siempre de poseerla? El encanto de este raro y sumo bien, se reduce a nada si, corrompido por un espíritu so­berbio, nos proporciona más amargor que dulzura. ¿Qué marido es tan asiduo hasta el punto de no coger antipatía y odiar durante siete horas del día a aquella que ensalza con sus alabanzas?

 

Hay otras cosas pequeñas, es verdad, pero que un ma­rido no tolera. ¿Pues qué hay más insoportable en una mujer que sólo se considera hermosa si, de origen toscano, se ha hecho griega y auténtica ateniense, aunque haya nacido en Sulmona? Todo lo hace en griego, como si no fuese más afrentoso en nuestras mujeres ignorar el latín. En griego expresan su terror, sus goces, sus afanes; en esta lengua dejan escapar todos los secretos de su cora­zón. Aún hay más: hasta cuando se entregan al amor, lo hacen en griego. Concedamos estas modas a los jóvenes. ¿Pero tú también en griego, a tus ochenta años, cuando llaman a tu puerta? No tiene esta lengua el suficiente pudor en labios de una anciana.

Si no has de amar a aquella que, mediante el legítimo contacto te ha dado su fe y se ha unido a ti, no veo el porqué de desposaros ni por qué derrochar en una cena y en bizcochos borrachos que hay que dar a los convi­dados, hartos de comida, al acabar la ceremonia, ni el regalo que se hace por la primera noche, esa fuente sun­tuosa de oro cincelado en que resplandecen las efigies de Dácico y de Germánico. Pero si, llevado de tu simplici­dad de marido bonachón, te entregas al amor de una sola, agacha la cabeza y dispón tu cerviz para aguantar el yugo. No encontrarás a ninguna que mire por el que la ama, por muy ardorosa que se muestre, siempre se goza en atormentarle y en despojarle; así pues, cuanto más bueno y deseable marido sea, tanto menos propicia le será. Nunca podrás regalar nada sin la opinión de ella, ni vender si ella se opone, ni comprar si ella no quiere, te dará sus afectos.

Así impone su mando sobre el marido. Mas pronto abandonará este reinado, cambiará de casa, pisoteará el velo nupcial, después volverá a ocupar su puesto en el lecho que despreció. Abandonará las puertas que acaban de adornar, los velos aún colgados y las verdes guirnaldas

sobre el dintel. Así crece el número de maridos, ocho en cinco otoños: asunto digno de un epitafio.

 

Tendrás que renunciar a la paz mientras viva tu sue­gra. A ella debe las divertidas lecciones para despojarte, para dejarte en cueros. Ella le ha enseñado a contestar con sencillez y baldura los billetes amorosos de un co­rruptor; ella se encarga de engañar a los guardianes o de sobornarles con dinero. Pese a encontrarse la hija en per­fecto estado de salud llama al médico Arguigenes y aparta las mantas demasiado pesadas. Mientras tanto, el amante, llamado secretamente, permanece escondido e im­paciente de esperar, calla y prepara su arma. ¿Por casua­lidad esperas que esta madre le va a transmitir costumbres distintas a las que tiene? Sin duda conviene a esta encana­llada vieja lanzar una hija tan semejante.

El lecho en que se acuesta una recién casada, es siem­pre lugar de ataques y contraataques, imposible dormir en él. Y entonces es odiosa al marido, peor que una tigresa privada de sus cachorros, cuando tras gemidos disimula­dos, oculta alguna secreta maldad que no ignora, o cuan­do se ensaña con los favoritos o gimotea por una imagi­naria amante, siempre con gran reserva de lágrimas preparadas, en espera de recibir la orden de cómo han de brotar. Tú tomas esto por amor, entonces, pobre oruga, te engallas, le sorbes las lágrimas con tus besos, y después leerás cartas y escritos amorosos si te encontrases abierto el cajón íntimo de esta adúltera celosa. Y se acostará con un esclavo o con un caballero.

Nada hay más desvergonzado que una mujer sorpren­dida en el delito. Sacan de él toda su ira y todas sus energías.

 

¿Preguntas, sin embargo, de dónde salen estas mons­truosidades o de qué fuente dimanan? Antiguamente una modesta fortuna preservaba la castidad de la mujer latina y eran el trabajo, el sueño breve, sus manos encallecidas y agrietadas por la lana etrusca; estaba Aníbal próximo a la ciudad, y sus maridos vigilantes sobre el adarve de la Colina, lo que no permitía que sus modestas casas fuesen tocadas por los vicios. Ahora padecemos los males de una larga paz; más cruel que la guerra; la lujuria ha caído sobre nosotros para vengar al mundo que hemos conquista­do. No hay crimen ni acto de liviandad que permanezca oculto desde que murió la pobreza romana. A estas nues­tras mismas colinas ha acudido Síbarís, Rodas, Mitilene y Tarento, impúdico con sus coronas y empapado de vino. El dinero obsceno fue el primero en introducir costum­bres extrañas y la riqueza, con sus lujos vergonzosos, que­brantaron siglos de honestidad.

 

¿Qué habremos de esperar de Venus borracha? Al be­sar no distingue entre el rostro y el bajo vientre, cuando se entrega, hasta media noche, a comer grandes ostras, mientras espumean los perfumes vertidos en el Falerno y, cuando al beber en un vaso de forma de concha, parece que el techo da vueltas y las lámparas se duplican sobre la mesa. Vete a dudar ahora de la mueca con que Tulia sorbe los aires, de lo que diga Maura, hermana de leche de la famosa Maura, cuando pasa cerca del antiguo altar del Pudor. En aquel lugar detienen sus literas y mojan, con largas meadas, la estatua del dios. Se montan alter­nativamente unas a otras y no ocultan sus enajenaciones a la luz de la luna. Después vuelven a sus casas. Y al amanecer el día, vas pisando los orines de tu mujer cuan­do te encaminas a visitar a tus amigos. Se conocen bien los misterios de la Buena Diosa, cuando la flauta excita el movimiento de las caderas y, con el sonido de la trompeta y el sabor del vino, estas Ménades de Príapo se salen fuera de sí y agitan las cabelleras. ¡,Oh, qué ardor se apodera de su espíritu! ¡ Qué gritos en sus retozos ! ¡ Cómo res­bala en torrentes el viejo vino a lo largo de sus mojadas piernas! Saufenia provoca a las hijas del burdel apostan­do una corona y se lleva el premio con sus rotundas ca­deras. Rinde culto a las oscilaciones de Medulina. La palma se reparte entre ambas, virtud pareja con el naci­miento. Nada es allí fingido, no hay juego y todo se hace con el verismo que abrasaría al hijo de Laomedonte y al propio Néstor con su hernia. Pero la lascivia no admite dilaciones, es sencillamente hembra y, al unísono, resue­na un clamoreo que rueda por toda la estancia.

La desvergüenza es la misma entre las más elevadas como entre las más humildes y no es mejor la que pisa el sucio pavimento de una choza que la que se hace lle­var a hombros de corpulentos sirios. Para asistir a los jue­gos, Ogulnia alquila un vestido, alquila una escolta, una litera, unos cojines, alquila una amiga, una nodriza, una rubia sirvienta para los recados. No obstante, regala a los escurridizos atletas todo cuanto le queda de su patrimonio y hasta sus últimos vasos. Muchas padecen miseria en casa, pero ninguna conserva el pudor de su pobreza ni se resigna a los límites que ésta les señala y determina. Sin embargo, hay hombres que ven lo que les puede ser útil y otros que, a ejemplo de las hormigas, se asustan del frío y del hambre. La mujer pródiga no siente que su fortuna se vaya y como si creciese y se multiplicase en sus arcas vacías, y como si se pudiese coger de un montón siempre colmado, nunca piensa en lo que le cuestan sus placeres.

Así pues más pura y más honesta que tus lares, es la mansión del lanista, en donde Psilo tiene la orden de no acercarse a Euoplio; más aún: las redes no se rozan con una túnica impura y el que suele pelear desnudo, no se despoja en la misma cabina de sus espalderas ni del tridente que hiere al enemigo; la dependencia más ale­jada de la escuela es la que recibe a estos tipos e incluso en la prisión tienen sus cepos aparte. Mas a ti tu mujer te hace beber en el mismo vaso que ellos, con los cuales rehusaría compartir el vino Albano o el Sorrentino la fie­ra prostituta del sepulcro en ruinas. Por consejo de ellas, buscan vuestra aproximación y después se alejan inopinadamente. Para ellos reservan sus lánguidos pensa­mientos y los acontecimientos serios de su vida; con sus enseñanzas, aprenden a oscilar sus nalgas y sus flancos. Ellos les enseñan cuanto saben.

Las hay que se entusiasman con los eunucos y sus ineficaces caricias. Con ellos no hay barba temerosa, no es necesario el abortivo. Sirven, en cierto modo, lo mismo, luego de haber sido castrados por el médico Heliodoro que les operó hábilmente, con el único perjuicio del bar­bero. Los muchachos de los traficantes en esclavos sufren desgraciada situación en aras de las dueñas que así vul­neran las leyes de la Naturaleza. Duerman, enhorabuena, con sus señoras, pero tú, Póstumo, mírate bien de con­fiar a Bromio ahora que ya es hombre y va a perder la melena.

Esta misma sabe todo lo que sucede en el mundo, lo que hacen los seres y los Tracios, los manejos entre la suegra y el escla­vo, los secretos amores, los amantes raptados; ella os con­tará quién dejó embarazada a esta viuda y desde qué mes; qué palabras y qué posturas usa Fulana o Zutana en el lecho; ella ve, la primera, el cometa que amenaza al rey Armenio y al Parto; ella recoge de la puerta de su casa las noticias y rumores del último momento, y otros los inventa. En cualquier calle y al primero que le salga al paso, le cuenta que se ha desbordado el Nifrates sobre las poblaciones, que un inmenso diluvio ocupa todos los campos, que se tambalean ciudades, que el suelo se hunde.

 

No es, sin embargo, este vicio más intolerable que el de aquella otra, que suele apoderarse de pobres gentes, sus vecinos y, pese a sus súplicas, les desuella a correa­zos; pues si los ladridos de un perro han interrumpido su profundo sueño, gritará: "¡ Pronto, traed varas!" Y con impasible rostro manda zurrar primero al amo y después al can.

 

He aquí una que va todas las noches al baño; de no­che manda movilizar todas sus vasijas y su equipo gue­rrero. Disfruta grandemente cuando suda a chorros, cuando sus brazos han caído agotados por las pesas. El masajista, un avispado. le aplica los dedos en la parte sensible y le hace crujir el muslo. Entre tanto, sus infelices convidados se mueren de sueño y de hambre. Al fin, llega un tanto so­focada con ansia de beberse todo el barrilete que, lleno, se hallaba a sus pies con el contenido de una urna; antes de comer, agotará otro sextario que hará devorador su apetito mientras devuelve y mancha el suelo con la vo­mitona. Corren por el mármol ríos de vino y la dorada palangana apesta a Falerno; como una larga serpiente caída en el fondo de un tonel, bebe y vomita. Su marido siente náuseas y cierra los ojos para retener la bilis.

 

Más inaguantable es ésta que, apenas tumbada a la mesa, ensalza a Virgilio, justifica a Dido dispuesta a mo­rir, hace paralelismos con los poetas, los compara; en un platillo coloca a Virgilio y en el otro a Homero. Pone en retirada a los gramáticos, vence a los retóricos, todo el mundo calla, ni un abogado, ni un pregonero, ni otra mu­jer, pueden decir ni una palabra, tal es la verborrea que suelta; parece que suenen al mismo tiempo calderas y campanas. No es preciso soplar la trompeta y golpear los timbales, ella sola podría socorrer a la Luna en peligro, ella es la que da la medida, incluso en las cosas honestas, pues la que desea parecer demasiado instruida y elocuente, debe ceñir la túnica hasta media pierna, inmolar a Sil­vano un puerco y bañarse por un cuadrante…