HORACIO: SÁTIRAS

LIBRO I

 

III

…Debemos ser tan indulgentes con las faltas del prójimo como el padre con las de sus hijos; éste, si tiene un chico bisojo, dice que tuerce algo la vista; si es un enano, tan menudo como el aborto de Sísifo, le llama su pimpollo; si anda con las piernas torcidas, lo encuentra estevado, y poco de­irecho si se tambalea sobre los talones.

 

Del que vive con estrechez, digamos que es económico; del vano y jactancioso, que quiere ser agradable a sus amigos; del rudo y libre de lengua, que es franco y enérgico; del arrebatado, que tiene un gran corazón. Es la única conducta capaz de hacer y conservar los amigos, pero nosotros ponemos tachas en las mismas virtudes, empañando el cristal transparente del vaso.

 

Conocemos a un vecino honrado, y como sea algo apático, decimos que es insufrible su pesadez; al que, viviendo en un mundo lleno de envidias y capaz de los mayores crímenes, sabe hurtar el cuer­po a las asechanzas que se le ponen, en vez de tenerle por cauto y precavido, le llamamos solapado y astuto, y si algún inocente, como lo hice yo contigo no pocas veces, ¡oh Mecenas! viene con su charla importuna a interrumpir nuestros estudios o meditaciones, decimos que es un mentecato que carece de sentido común: así tan de ligero decretamos leyes rigurosas contra nosotros mismos, puesto que ninguno está libre de defectos, y aquél es el mejor, que tiene menos.

 

El amigo tolerante y como debe ser, cuando pesa mis tachas y mis prendas, a poco que éstas aven­tajen a las otras, se inclinará a mi favor, si precia en algo mi amistad, y yo le pagaré en la misma moneda. Quien pretenda ocultar la viga en sus ojos no vea la paja en los de su amigo, que es de justicia otorgue a los demás la clemencia que para sí demanda…

 

IX

Iba por la vía Sacra una mañana pensando en las abubillas, según mi costumbre, y todo absorto en mis pensamientos, cuando tropecé un sujeto conocido sólo de nombre, que cogiéndome la mano me preguntó: "¿Qué tal va, querido amigo?", y contestéle: "Perfectamente, como ves, y me tienes a tus órdenes." Quiso acompañarme, le salí al paso diciéndole: "¿Te ocurre algo?", y él me respondió: "Quiero que me conozcas, soy poeta como tú." "Ese título es bastante para que yo te tenga en la mayor estimación". Discurriendo cómo zafarme, ya acelero el paso, ya lo acorto, y finjo dar un  recado a mi siervo; el sudor me manaba de pies  a cabeza, y murmuré entre dientes: "¡Oh Bolano, quién tuviese tus cascos ligeros!" Mi hombre, resuelto a fastidiarme, elogiaba la ciudad y sus  arrabales, y observando que nada le respondía:  "Ya veo -me dice- que deseas huir; pero es inútil,  porque he determinado seguirte, pues llevamos el  mismo camino." "No es necesario que te molestes.  Voy a visitar a un amigo que tú no conoces y vive bastante lejos, al otro lado del Tíber, próximo a los jardines de César." "No tengo ningún quehacer, y tampoco soy perezoso; te acompañaré hasta allí".

 

En resolución, no tuve otro remedio que agachar las orejas, como cl asno que lleva encima una carga superior a sus fuerzas. Aquél proseguía: "Sin vanidad, creo que has de estimarme tanto como a Visco y Vario. ¿Quién sabe improvisar más versos en menos tiempo? ¿Quién me aventaja en el baile? Pues en el canto soy la envidia del mismo Hermógenes." "¿Tienes madre y parientes que conserven tu preciosa salud?" "No, ninguno: a todos los enterré." Dichosos ellos,  y ¡ay desventurado de mí! Acaba de matarme, pues me parece llegada la hora que me predijo en la niñez una vieja hechicera sabina, dando vueltas a la urna fatal: "A éste no le matará el veneno ni la espada enemiga, ni el dolor de costado, ni la tisis, ni la gota: un charlatán acabará sus días, cuando sea hombre hecho y derecho: huya, sobre todo, de los charlatanes."

           

Llegamos al templo de Vesta a eso de las diez, hora en que mi compinche estaba citado para responder de una fianza, o perderla si no comparecía, y me dijo: "Si me estimas, no me abandones" "Mal rayo me parta si puedo detenerme o entiendo nada de pleitos; voy a la casa que ya sabes"; y me responde: "Me encuentro perplejo. ¿Qué haré? ¿Dejar tu compañía o este dichoso pleito?". "Déjame a mí". "No, jamás", dice, y se me adelanta. Yo le sigo. ¿Quién se atreve a luchar contra el más fuerte? "¿Cómo te trata Mecenas? Es hombre de gran entendimiento y de pocos, pero buenos amigos. ¡Qué bien has sabido aprovechar la ocasión! Si quisieras presentarme a él, hallarías en mí un segundo que te ayudase a dar cuenta de tus rivales". "¡Qué error! Allí se vive de modo muy distinto del que imaginas; no hay en Roma casa más noble ni más libre de bajas pasiones. No temo que me eche de ella quien me aventaje en la riqueza o la sabiduría, pues cada cual ocupa el puesto que le corresponde." "Me cuentas cosas casi increíbles." "Y sin embargo, verdaderas." "Con tus palabras enciendes mis deseos de acercarme a Mecenas." "Si así lo quieres, tus méritos lo conseguirán muy pronto: no tiene nada de intratable, aunque tampoco se deja ganar a la primera entrevista." "Eso corre de mi cuenta; ganaré los siervos con dádivas, insistiré en la empresa; si un día me dan con la puerta en los hocicos, volveré al día siguiente, y esperaré que salga a la calle para acompañarle. Nada se logra sin penoso trabajo".

 


Mientras hablaba, he aquí que llega mi caro amigo Fusco Aristio, que conocía bien el poema, me para y me dice: "¿De dónde vienes, adónde  vas?", pregunta y contesta a la vez. Yo empecé a darle empellones y a pellizcarle en los brazos yertos, haciéndole señas con los ojos para que me sacase de aquel atolladero; mas el gran bribón  riose de mi desgracia e hizo como que no me entendía. La bilis me abrasaba los hígados. "¿No dijiste que tenías que hablarme en secreto?" "Sí, es verdad; pero lo dejo para otra ocasión. Hoy se celebra la fiesta del trigésimo sábado, y no querrás ofender a los circuncisos judíos". "No profeso ninguna religión." "Pues a mí no me sucede lo mismo; soy uno de tantos; dispénsame, hablaremos otro día."

 

¡Qué negro amaneció hoy el sol para mí! El bergante escapa, y me deja con el cuchillo en la garganta. La suerte quiso que me apareciera la parte contraria de aquel moscardón, gritando con  la fuerza de sus pulmones: "¿Adónde vas, infame? Tú me servirás de testigo." "Con mucho gusto", le respondo. Arrastra al charlatán ante el pretor, el escándalo arremolina a los ociosos, y conseguí  salvarme con el favor de Apolo.