FEDRO: AESOPI FABELLAE

LIBRO I

 

PRÓLOGO

Yo he perfeccionado, poniéndolas en versos senarios, estas fábulas, cuyos asuntos inventó Esopo, creador también del género. Dos son las utilidades de esta obrita: una, la de divertir el ánimo, y otra, la de dar prudentes consejos para aprender a vivir. Y si alguien quisiera tacharme porque aquí hablen no solamente las bestias, sino también los árboles, yo le recordaré que, en las fábulas, todo es ficción y están permitidas todas las bromas.

 

I

EL LOBO Y EL CORDERO

Un lobo y un cordero, acosados por la sed, coin­cidieron a beber en un mismo arroyo, pero el lobo es­taba aguas arriba y el cordero mucho más abajo. En­tonces el lobo, siempre criminal y pendenciero, insti­gado por su voracidad, urdió un pretexto de riña. ¿Por qué -le dice al cordero- me enturbias el agua, cuando yo bebo? El corderillo, todo tembloro­so, le explica: ¿Cómo puedo hacer yo eso, lobo, de que te quejas, si el agua viene de arriba? Atajado así el lobo, con la evidencia de la verdad, salióse di­ciendo: Bien, pero no me negarás que hace seis me­ses me insultaste. Opone el cordero: Sí, por cierto. Ya que entonces no era yo aún nacido. Arguye el lobo: Pues sin duda, sería tu padre quien me injurió. Y, sin más, acomete al cordero y lo despe­daza, dándole injusta muerte.

 

Esta fábula se escribió a causa de aquellos hom­bres que siempre encuentran pretextos fingidos para oprimir a los inocentes.

 

II

LAS RANAS PIDIENDO UN REY

Floreciendo Atenas, con las leyes igualitarias, la libertad desenfrenada turbó la ciudad, y la disolución rompió el antiguo orden. Merced a esto, divididos los hombres en partidos, el tirano Pisístrato se apoderó de la ciudadela, y como los atenienses llorasen su triste servidumbre, más por no estar acostumbrados a ella que porque aquél fuese cruel, Esopo les refirió este apólogo.

Las ranas, que antes vagueaban libremente en sus charcas, pidiéronle a Júpiter con grandes voces que les diera un rey que refrenase con rigor sus licenciosas costumbres. Sonrió benévolo el padre de los dioses, y les dio por dueño un madero que arrojado de impro­viso en medio de un estanque, y con el movimiento y ruido que produjo en el agua, aterró a la tímida grey. Pero como el leño se mantuviera hincado en el cieno, una de las ranas sacó cautelosamente la cabeza y, des­pués de haber observado bien al nuevo rey, llamó a todas sus compañeras, las cuales habiendo perdido el miedo, se acercaron nadando a porfía, y acabaron por brincar desvergonzadamente sobre el leño, le en­suciaron con todo género de inmundicias. Y enviaron una embajada a Júpiter para solicitar otro rey, alegan­do que era inhábil el que les había dado.

 

Entonces el dios les envió un culebrón que, con áspero diente, empezó a morderlas. Unas y otras, las desdichadas tratan de huir de la muerte, y presas de pánico, el miedo ahoga su voz. Y en secreto, ya que no podían clamar de nuevo, encargan a Mercurio que interceda en su favor, cerca de Júpiter.

 

Negóse éste a atenderlas, y les dijo: Pues no qui­sisteis contentaros con vuestro bien, sufrid ahora el mal que os ha venido.

 

Y vosotros,  ¡ oh ciudadanos! -concluyó Esopo- soportad los males presentes, no sea que os al­cancen otros mayores.

 

XXIII

LA RANA QUE REVENTÓ

Los pequeños perecen cuando quieren competir con los grandes, como lo demuestra esta otra fábula de Esopo.

 

Una rana vio en un prado a un buey, y envidiosa de tan grande corpulencia, luego de inflar cuanto pudo su propia y arrugada piel, preguntó a sus hijos si así abultaba ya tanto como el buey. Respondiéronle que no, y entonces, por segunda vez, ensanchó su piel y volvió a preguntar quién de los dos, si el buey o ella era mayor. Ellos dijeron que aquél. Y entonces, al es­forzarse de nuevo por hincharse, la rana murió re­ventada.

 

XXIV

EL PERRO Y EL COCODRILO

Los que dan consejos malos a los hombres cuerdos, trabajan en vano, y las más veces, acaban por ser es­carnecidos vergonzosamente.

 

Dícese que los perros beben en el río Nilo sin pa­rarse, para no ser arrebatados por los cocodrilos, y habiendo uno de aquéllos comenzado a beber de ca­rrera, un cocodrilo le habló de esta suerte: Bebe cuanto quieras con sosiego, pues nada tienes que temer. Mas el perro, sin pararse, explicó: Bien lo haría, ¡por Hércules!, si no supiera cuánto gusta a los cocodrilos la carne de perro.

 

XXV

LA ZORRA Y LA CIGÜEÑA

No se ha de hacer mal a nadie, pero si alguno lo hiciere, según nos advierte esta fábula, le pagarán en la misma moneda.

 

Dicen que una zorra convidó a cenar a una cigüe­ña, y que para burlarse de su huésped, así como comer solamente ella, no le sirvió otra cosa que caldo en un plato. Lo que, naturalmente, no pudo gustar de modo alguno la hambrienta cigüeña. Habiendo ésta corres­pondido, y convidado a la zorra, le presentó a su vez una redoma llena de gigote, y metiendo ella su pico, comió a satisfacción mientras la zorra se moría de hambre y de envidia. Y como tratara en vano de me­ter el hocico en el estrecho cuello de la redoma, la cigüeña le habló de esta manera: Todos deben llevar con paciencia el que se les trate como ellos trata­ron a los otros.

 

LIBRO III

 

IX

EL POLLO Y LA PERLA

Un polluelo de gallina, buscando qué comer en un muladar, halló una perla, y comentó: ¡ Oh, qué cosa tan preciosa se ve perdida en lugar tan sucio! ¡Oh, si algún codicioso de tu valor te hubiera visto ya hu­bieses vuelto a tu antiguo esplendor! Pero yo, que te encontré y que aprecio más mi comida, ni puedo fa­vorecerte ni tú a mí servirme de nada. Esto lo digo por aquellos que no me entienden.

 

X

LAS ABEJAS Y LOS ZÁNGANOS ANTE LA AVISPA, JUEZ

 

Las abejas habían fabricado sus panales en el hue­co de una alta encina, y los ociosos zánganos porfiaban diciendo que les pertenecían. Llevóse el pleito a es­trados, correspondiéndole actuar de juez a la avispa, y como ésta conocía muy bien a ambos litigantes, pro­puso esta condición a las partes: Vuestros cuerpos no son desemejantes y el color es el mismo, tanto que se ha llegado a dudar del hecho no sin razón. Mas a fin de no apesadumbrar mi conciencia con una resolución imprudente, tornad a vuestros nidos y destilad en los panales de cera la miel. Para que por su sabor y la figura de los panales, por los cuales se discute, se co­nozca a sus fabricantes. Niéganse a esto los zánganos, en tanto que las abejas aceptan el partido. Y, en vista de todo, la avispa pronunció esta sentencia: Claro está quién pudo hacer los panales y quién los hizo. Y así adjudicó a las abejas el fruto de su trabajo.

 

Hubiera pasado en silencio esta fábula si los zán­ganos hubiesen sido más discretos.

 

XI

ESOPO Y EL NECIO

Habiendo visto un ateniense a Esopo jugando a las nueces entre una caterva de muchachos, se paró y rióse de él tomándole por un viejo chocho. Así que lo advirtió el anciano, más capaz de burlarse de los demás que sujeto a chanzas, puso en medio del ca­mino un arco con la cuerda floja, y dijo: Oye tú, sabihondo. Dime, ¿ qué significa lo que acabo de ha­cer? Concurre la gente, el preguntado se fatiga du­rante largo rato sin atinar con la solución del enigma y, al cabo, se da por vencido. Entonces, triunfante, el filósofo dijo: Presto se rompería el arco, si lo tuvie­ses tirante, pero si le aflojas de vez en cuando, siempre podrás servirte de él cuando quieras.

 

A este modo, debe concederse algún desahogo al ánimo. Para que vuelva al estudio con más aliento.

 

LIBRO IV

 

II

LA ZORRA Y LAS UVAS

Cierta zorra, acuciada por el hambre, suspiraba por las uvas cuyos racimos pendían de una alta parra, y daba grandes saltos hacia ellas, sin poder alcanzarlas. Pero como no lo consiguiera en manera alguna, se retiró diciendo: Dejémoslas hasta que maduren, que no quiero cogerlas en agraz.

 

Deberán darse por aludidos con esta fábula quie­nes de palabra disminuyen lo que no pueden poner por obra.

 

III

EL CABALLO Y EL JABALÍ

Un jabalí, revolcándose, enturbió el agua en que solía beber un caballo, y de aquí se originó una pen­dencia. El caballo, irritado contra el jabalí, llamó en su socorro al hombre, y llevándole sobre sus espaldas, volvió alegremente contra su enemigo. Y el jinete, des­pués que mató al jabalí con sus dardos, hablóle así al caballo: Me alegro de haberte ayudado; porque no solamente conseguí una buena presa, cazando al jaba­lí, sino que he aprendido lo útil que eres.

Dicho lo cual, puso riendas y freno al caballo mal de su grado. Y no sin que, arrepentido, se dijese a sí mismo: ¡Necio de mí, que por vengarme de una pe­queña injuria incurrí en gran esclavitud!

 

Esta fábula recordará a los iracundos que vale más sufrir algo sin ayuda ajena que sujetarse a otro.

 

IV

LOS RATONES Y LAS COMADREJAS EN GUERRA

Como los ratones huyesen, vencidos por el ejército de las comadrejas, se atropellaban en las entradas de sus escondrijos, pero al cabo, y a duras penas, pudie­ron escapar casi todos y librarse de la muerte. Sola­mente los capitanes, que se habían atado unos cuernos a las cabezas para resultar más visibles y los soldados pudieran distinguirles y seguirles en la refriega, se atascaron en aquellas entradas, cayendo prisioneros del enemigo. El cual los sacrificó a sus rabiosos dientes, y los sepultó en la profunda cueva de su gran panza.

 

En cualesquiera países, donde se produzca alguna calamidad, los que peligran son los grandes, que la gente menuda a poca costa se salva.

 

LIBRO V

 

VII

EL MILANO ENFERMO

Habiendo estado un milano enfermo durante mu­chos meses, y viéndose ya casi sin esperanza de vida, rogaba a su madre que acudiera a los templos, e hi­ciese las mejores plegarias. Así las haré, hijo mío -respondió la madre-, pero mucho me temo que no conseguiré nada. Porque si tú, atropellándolo todo con irreverencia, irrumpiste en los templos y profanaste los altares, sin perdonar ni los sacrificios hechos a los dio­ses, ¿qué caso me harán éstos ahora?

 

VIII

LAS LIEBRES Y LAS RANAS

Quien no acierta a llevar con paciencia sus males, que mire y considere los ajenos, y así aprenderá a su­frir, seguramente.

 

En cierta ocasión, asustadas las liebres por un gran estruendo, escuchado en medio de la selva en que vi­vían, clamaron que más valía morir que soportar con­tinuos sobresaltos, y corriendo las infelices hacia una laguna, iban a precipitarse en ella. Pero he aquí que, habiendo sido vistas por las ranas que allí se encon­traban, éstas se apresuraron a arrojarse a las verdes aguas, presas las ranas por el mayor miedo. Lo que, considerado por una de las liebres, movióla a decir a sus compañeras: Oíd, compañeras. Parece que aún hay otros a quienes también aqueja el temor. Vivamos, pues, como todos.

 

IX

EL LEÓN Y EL RATÓN

Esta fábula nos avisa que nadie debe atropellar a los más pequeños, de quienes podemos recibir grandes favores insospechados.

 

Hallábase un león durmiendo en la selva, y cerca de él, amparados en el descuido de aquél, jugueteaban los ratones del campo. Mas he aquí que uno de ellos salta por encima de la fiera. Despierta el león y, con ímpetu veloz, echa la garra al infeliz. Le pide éste que le perdone por su pecado, que cometió sin inten­ción de molestarle. Acepta el rey de las fieras las ex­plicaciones del ratón y, no teniendo por decoroso el vengarse de un ser tan humilde, le perdona y deja ir libre.

 

De allí a pocos días, vagueando en la noche, el león cayó en una trampa, y luego que se vio enredado en los lazos de ésta, comenzó a rugir con voz espantosa. Escúchale el ratón y, atraído por los formidables ru­gidos, acude prontamente al lugar del suceso, y diri­giéndose al león, le dice: No tienes por qué temer. Yo te haré un favor correspondiente al gran beneficio que me hiciste. E inmediatamente, púsose a registrar y reconocer los cordeles y los lazos que sujetaban al león, y así que se hubo enterado de todos ellos, empe­zó a roerlos y a aflojar la artificiosa trabazón de las ataduras hasta permitir a la fiera recobrar su libertad.