CICERÓN:
ORATOR
V. Tres son en total los estilos, en cada uno de los
cuales han florecido ciertos oradores, pero de modo parejo, que es lo que
queremos, muy pocos han florecido en todos. Pues por una parte ha habido
grandilocuentes por así decir, con elevada gravedad de sentencias y
grandiosidad de palabras, vehementes, variados, abundantes, graves, hábiles y
preparados para conmover y arrastrar los ánimos (cosa que unos conseguían con
estilo áspero, severo, desaliñado, y no acabado ni redondeado, y otros con un
trabajo bien construido y terminado) y por otra parte ha habido sencillos,
tersos, expositores de todo y que todo lo hacen más inteligible que magnifico,
pulidos en un estilo preciso y conciso; (VI) y en el mismo estilo unos son
diestros, pero sin pulimento y
premeditadamente semejantes a los rudos e inexpertos, otros en la misma
sequedad son más armoniosos y a la vez elegantes, floridos incluso, y con
leves adornos. A su vez hay un orador intermedio entre éstos, y por así decir,
templado, que no se sirve ni de la precisión de los últimos ni del torrente de
los primeros, vecino de ambos, sin sobresalir ni en un extremo ni en otro,
partícipe de los dos, o más bien, en honor a la verdad, alejado de los dos;
fluye, como dicen, en un solo tono de expresión, sin aportar nada, excepto
facilidad y llaneza o a lo sumo añade algunas cintas como en una corona y
salpica todo el discurso con ornamentos moderados de dicción y de pensamiento.
Cuantos en cada época han alcanzado el dominio de
cada uno de estos distintos géneros han obtenido gran renombre entre los
oradores.
…
(XIV) Puesto que tres cosas tiene que mirar el
orador: qué decir, en qué ocasión cada cosa y de qué modo, es necesario exponer
ciertamente qué es lo mejor en cada una de ellas, pero de una manera algo
diferente de como suele hacerse al enseñar el arte. No impondremos precepto
alguno, pues nos hemos propuesto eso, sino que bosquejaremos la idea y forma
de la elocuencia relevante; ni expondremos con qué se la adquiere, sino cómo
nos parece que es.
Los dos primeros puntos los expondré brevemente;
pues para la mayor gloria no son tan especiales como necesarios y sin embargo
son casi comunes a muchas obras.
Pues tanto la invención como escoger qué decir son
ciertamente cosas importantes y como el alma para el cuerpo, pero más propias
del buen sentido que de la elocuencia: aunque, ¿en qué causa es superfluo el
buen sentido? Conozca, pues, este orador que queremos sea perfecto, las fuentes
de los argumentos y razonamientos. Pues dado que cualquiera sea el asunto de
que se trate en una controversia o discusión, en él se inquiere o si es o qué
es o cómo es (si es, por indicios; qué es, por definiciones; cómo es, por
calificaciones de bueno y malo; para que pueda servirse de estos procedimientos
el orador, no el común sino este eminente, aleja siempre, si puede, de las
particulares personas y tiempos la discusión; pues se puede discutir más
extensamente sobre el género que sobre la parte, de tal modo que lo que ha sido
aprobado en general es necesario que se apruebe en particular), ese traslado de
la cuestión desde las particulares personas y tiempos a una exposición de
carácter general se llama tesis. En ella ejercitó Aristóteles a los jóvenes, no
conforme a la manera de los filósofos de discutir sutilmente, sino conforme a
la abundancia de los retóricos, de tal modo que se pudiera hablar más ornada y
ricamente en pro y en contra; y él también nos ha transmitido los lugares (en
efecto así los llama), especie de notas de los argumentos de donde se sacase
cualquier discurso en pro y en contra. (XV) Por lo tanto este nuestro orador
(pues buscamos, no a ningún declamador de escuela ni a ningún charlatán de
plaza, sino a un hombre enteramente docto y perfecto) puesto que lugares
determinados han sido transmitidos, los recorrerá todos, usará los apropiados,
hablará en general; y de eso nacerán también los llamados lugares comunes.
Pero no usará insensatamente de esta abundancia,
sino que todo lo pesará y seleccionará; en efecto, no siempre ni en todas las
causas la eficacia de los argumentos resultará de los mismos lugares. Por lo
tanto empleará el juicio y no sólo encontrará qué decir, sino que también lo
pesará. Pues no hay nada más feraz que los ingenios, sobre todo los que han
sido cultivados con la enseñanza. Pero así como las mieses fecundas y ricas
producen no sólo grano sino también hierbajos muy dañosos al grano, así a veces
de aquellos lugares nacen cosas insignificantes o ajenas al asunto o inútiles.
Y si el juicio del orador no hiciera una gran selección de ellos, ¿de qué modo
él persistirá en los buenos y se mantendrá en los suyos o suavizará
los duros u ocultará los que no puedan destruirse, y aun los suprimirá
totalmente, si le fuera permitido, o distraerá la atención o aportará otro argumento,
que como opuesto sea más admisible que el que le estorba?
Y luego lo que hubiera encontrado, ¡con qué cuidado
lo dispondrá! Puesto que éste era el segundo punto de los tres. Por supuesto
hará hermosos los vestíbulos y resplandecientes las entradas a la
causa; y cuando se hubiere apoderado de los ánimos a la primera acometida,
debilitará y rechazará los argumentos contrarios; de sus argumentos más
sólidos pondrá unos primero, otros al final e intercalará los más débiles.
(XVI) Pues bien, a propósito de las dos primeras
partes del arte de hablar hemos descripto sumaria y brevemente cómo es el
orador. Pero, como se ha dicho antes, en estas partes, si bien son
significativas e importantes, se necesita menos arte y menos labor; mas cuando
hubiere encontrado qué decir y en qué ocasión, viene lo más importante de todo:
ver de qué modo decirlo; pues es agudo lo que nuestro Carnéades repetía, que
Clitómaco decía las mismas cosas que él, pero que Cármadas las decía
también del mismo modo. Y si en filosofía, pues, donde se atiende al contenido
y no se andan pesando las palabras, importa tanto de qué modo se habla, ¿qué
hay que pensar en fin con respecto a los pleitos, en los que enteramente
domina el estilo?
En cuanto a esto, Bruto, yo ciertamente de tus
cartas infería no que me preguntases cómo quería yo que fuese el perfecto
orador en la invención y la colocación, sino que me parecía que inquirías qué
género de estilo precisamente juzgaba yo el mejor: ¡cosa difícil, dioses
inmortales, y aun la más difícil de todas! Pues por una parte la dicción es
blanda, tierna y tan flexible, que va a donde quiera que la tuerzas, y por otra
la variedad de temperamentos y las preferencias han creado estilos muy
distintos entre sí; el torrente y la rapidez de las palabras gustan a los que
cifran la elocuencia en la celeridad de la expresión; a otros los deleitan los
intervalos con sus comas y sus puntos, las pausas y las respiraciones: ¿qué
puede haber más opuesto? Sin embargo hay en uno y otro estilo algo sobresaliente.
Trabajan otros en la suavidad y uniformidad y en cierto estilo por así decir
limpio y cándido; he aquí otros que buscan la dureza y cierta aspereza en las
palabras y una que podríamos decir tristeza del estilo; en suma, en cuanto a
la división poco antes hecha, a saber, cómo unos quieren parecer
majestuosos, otros sencillos, otros templados, cuantas clases de estilo hemos
dicho que hay, otras tantas clases de oradores se encuentran.
(XVII) Y puesto que ya he comenzado a ampliar este
encargo más copiosamente que lo que de mí has solicitado (pues a ti que me
preguntabas solamente por el estilo te he respondido también brevemente sobre
la invención y la colocación), tampoco ahora hablaré solamente sobre el modo de
la expresión sino también sobre el de la acción: así no quedará omitida ninguna
parte, ya que nada hay que decir en esta ocasión sobre la memoria, que es común a muchas artes.
El modo como se habla consiste en dos cosas, en la
acción y en la elocución. En efecto la acción es como una cierta elocuencia
del cuerpo, puesto que se compone de voz y movimiento. Las variaciones de la
voz son tantas como las del ánimo, que es conmovido principalmente por la voz.
Así aquel orador perfecto, al que hace ya tiempo se refiere nuestra exposición,
según la manera como desee parecer emocionado y conmover el ánimo del oyente,
adoptará un tono de voz determinado; sobre esto hablaría yo más si éste fuera
momento de dar preceptos o sí tú me lo preguntaras; hablaría también sobre el
gesto, con el que está unida la expresión del rostro; cosas todas de las que
apenas puede decirse cuánta importancia tiene cómo las usa el orador. Pues
hombres incapaces de hablar consiguieron a menudo el fruto de la elocuencia por
la dignidad de su acción y muchos oradores con facilidad de palabra fueron
considerados incapaces de hablar por su imperfección en la acción; de suerte
que al fin no sin causa Demóstenes concedió el primero, el segundo y el tercer
lugar a la acción; pues si no hay elocuencia sin ésta y ésta en cambio sin la
elocuencia es tan grande, ciertamente tiene un importantísimo papel en la
oratoria.
Por consiguiente el que aspire al primer puesto en
la elocuencia habrá de hablar con tono agudo sobre cosas violentas, con tono bajo sobre cosas
ligeras, y parecer grave con voz profunda y digno de compasión con voz que hace
inflexiones; es admirable la naturaleza de la voz, con cuyos tres registros en
total, el cambiante, el agudo y el grave, se ha logrado en los cantos tan
grande y tan agradable variedad. Mas hay también en la dicción una especie de
canto más oscuro, no el epilogo casi recitativo de los retóricos de
la Frigia y la Caria, sino aquel a que aluden Demóstenes y Esquines
cuando uno le echa en cara al otro las inflexiones de la voz;
Demóstenes va aún más lejos y afirma a menudo que Esquines había sido de voz
dulce y clara. Aquí también me parece digno de notarse, en relación con el
empeño de alcanzar una cualidad agradable en las voces, lo siguiente: la
naturaleza misma, como si modulara la oratoria de los hombres, ha puesto en
toda palabra un tono agudo y no más de uno y no más allá de la tercera sílaba a
contar de la última; por lo que, con más razón, siga el arte a la naturaleza
como guía con miras al deleite de los oídos. Ciertamente hay que desear tener
buena voz; eso no está en nuestro poder, pero sí su manejo y uso. Por lo tanto
aquel perfecto orador la variará y cambiará; ya subiéndola, ya bajándola,
recorrerá toda la escala de los sonidos.
Usará también él los gestos de modo que no haya nada
de más en ellos. En el porte sea su posición erguida y levantada; su pasearse,
espaciado y no largo; su adelantarse, moderado y poco frecuente; ninguna
sacudida de la cerviz, ningún jugueteo de dedos, nada de que sus artejos lleven
el compás; antes bien esté él mismo dominándose en su tronco entero y en una
viril flexión del torso, extendiendo el brazo en los pasajes apasionados y
contrayéndolo en los tranquilos.
El semblante, que después de la voz es el que más
poder tiene, ¡qué gran dignidad, qué gran gracia añade! Y cuando se consigue
que no haya en él ninguna afectación o mueca viene como cosa importante el
dominio de los ojos. Pues así como el semblante es el espejo del alma, así los
ojos son sus intérpretes; consecuentemente el grado tanto de su alegría como a
su vez de la tristeza lo impondrá el asunto sobre el que se está tratando.