JULIO CÉSAR: DE BELLO CIVILE

LIBRO I

 

Batalla de Lérida.

XLI. A los dos días, César, con novecientos jinetes que se había reservado para su escolta, llegó al campamento. El puente que aquella tempestad había cortado, estaba casi re­construido; ordenó dejarlo listo por la noche. Por su parte, una vez reconocida la topografía, deja seis cohortes para guarnición del puente y del campamento, y toda la impe­dimenta; y, al día siguiente, con el grueso de las tropas en triple línea, sale en dirección a Lérida, hace alto al pie del campamento de Afranio y, deteniéndose allí un tanto, ofrece batalla a campo llano. Ante el ofrecimiento, Afranio saca sus tropas y las alinea a mitad de la colina, al pie del cam­pamento. César, al darse cuenta de que por Afranio quedaba el que se empeñara el combate, resolvió hacer un campamento a unos cuatrocientos pasos  del pie de la montaña y, para evitar que, durante la obra, una repentina irrupción del enemigo espantara a los soldados e impidiera su trabajo, prohi­bió protegerlo con una empalizada, pues ésta no hubiera po­dido menos que sobresalir y verse a lo lejos, antes dio orden de cavar por delante, frente al enemigo, un foso de quince pies. Tanto la primera línea como la segunda seguían bajo las armas, tal como habían formado al comienzo; detrás de ellas, la tercera línea llevaba a cabo el trabajo sin ser vista. Así quedó concluida la obra entera antes de que Afranio ad­virtiera que se estaba asentando un campamento. Al anoche­cer, César retira las legiones detrás de dicho foso y allí des­cansa, aquella noche, sobre las armas.

 

XLII. Al día siguiente retiene todo el ejército detrás del foso y, como había que ir a buscar el material demasiado lejos, por el momento dispone un plan de trabajo parecido, esto es, asigna la construcción de cada lado del campamento a una legión, con la orden de abrir fosos hasta la indicada anchura; a las restantes legiones las alinea sin impedimenta frente al enemi­go. Afranio y Petreyo, para causar temor y estorbar los trabajos, avanzan tropas hasta el pie del cerro y hostigan con escaramuzas; pero no por ello interrumpe César la obra, con­fiado en el apoyo de las tres legiones y en la protección que representaba el foso. Ellos, sin detenerse más tiempo, ni rebasar el pie de la colina, retiran las tropas al campamento. Al tercer día, César rodea el campamento de una empalizada, y da orden de que se le incorporen las restantes cohor­tes y la impedimenta que había dejado en el campamento anterior.

 

XLIII. Había entre la plaza fuerte de Lérida y la colina próxima donde Petreyo y Afranio tenían el campamento, una llanura de unos trescientos pasos, y casi a mitad de dicho espacio, un montículo que sobresalía un tanto; César confiaba que, de ocuparlo y fortificarlo, interceptaría a sus contrarios el acceso a la plaza, al puente y a todo el aprovisionamiento que ha­bían concentrado en la fortaleza. Con esta esperanza, saca del campamento tres legiones y, formando la línea de bata­lla en parajes apropiados, ordena a los de choque de una de las legiones avanzar a la carrera y ocupar aquel montículo. Advertido este movimiento, rápidamente las cohortes que es­taban de guardia ante el campamento de Afranio son en­viadas a ocupar el mismo punto por un camino más corto. Entáblase combate y, como los de Afranio habían llegado primero al montículo, los nuestros son rechazados, y, al ir en­viando el enemigo nuevos refuerzos, se ven obligados a dar la espalda y replegarse hacia las enseñas de las legiones.

 

XLIV. El tipo de lucha de las tropas enemigas consistía en avanzar primero a la carrera con gran furia, tomar posiciones audaz­mente, no guardar mucho sus formaciones, luchar a distancia y dispersos, y no considerar deshonroso dar paso atrás y abandonar el puesto, si se veían acosados, acostumbrados como es­taban con los lusitanos y demás autóctonos a una especie de tipo extranjero de lucha; pues suele ocurrir casi siempre que cada soldado se deja llevar de la costumbre de los países en que ha permanecido largo tiempo. En aquella ocasión, dicha táctica desconcertó a los nuestros, desacostumbrados a tal tipo de lucha; pensaban, en efecto, al verlos correr uno a uno, que les estaban rodeando por su flanco descubierto; en cam­bio, ellos creían que convenía mantener la formación, no apartarse de las enseñas y no abandonar sin grave motivo el puesto que ocupaban. Así, pues, desbaratados los de vanguardia, la legión alineada en aquella ala no mantuvo su posi­ción y se replegó a la colina inmediata.

 

XLV. César, en medio de la desmoralización casi general de sus filas, que se había producido contra costumbre y sin él es­perarla, arenga a los suyos y lleva en su apoyo a la legión novena; contiene al enemigo que, atrevida y encarnizada­mente, venía persiguiendo a los nuestros, y le obliga a volver de nuevo las espaldas, replegarse hacia la fortaleza de Lé­rida y apostarse al pie de sus murallas. Mas, los soldados de la legión novena, dejándose llevar de su ardor, persiguiendo más lejos de lo prudente al enemigo fugitivo en su deseo de vengar el revés sufrido, avanzan hacia un lugar desventajoso, hasta encontrarse al pie del cerro en que estaba asentada la ciudad de Lérida. Al querer retirarse de allí, otra vez los ene­migos desde una posición más elevada, presionaban sobre los nuestros. Escarpado era el paraje, y cortado por ambos lados; en anchura alcanzaba solamente un espacio que tres cohortes formadas cubrían totalmente, de modo que ni se podían en­viar refuerzos por los flancos, ni serles de utilidad la caba­llería en su apuro. En cambio, desde la fortaleza descendía en pendiente de leve inclinación un trecho de unos cuatrocien­tos pasos. Por aquí se efectuaba el repliegue de los nuestros, toda vez que, llevados de su ardor, habían avanzado impru­dentemente hasta allí  tal era el escenario de la lucha, desfavorable por su estrechez y por haberse detenido al pie mismo del cerro, que no se les arrojaba dardo en balde; con todo, sosteníanse gracias a su valor y aguante, y encajaban todas las heridas. Aumentaban los efectivos del enemigo; repeti­damente, desde el campamento y haciéndolas pasar por la plaza, iban enviando más cohortes, con el fin de relevar a las tropas agotadas por otras de refresco. Lo propio se veía obligado a hacer César: enviando al mismo lugar más co­hortes, retirar a los agotados.

 

XLVI. Después de cinco horas de ininterrumpido combate al modo dicho, y haciéndose más agobiante la presión del enemigo, superior en número, sobre los nuestros, éstos, agotadas to­das las municiones, acometen a espada limpia contra sus cohortes monte arriba y, derribando a unos cuantos, obligan a los demás a volver espaldas. Rechazadas las cohortes hasta el pie de la muralla, e incluso, en parte, empujadas presa del pánico hasta dentro de la plaza, se ofreció fácil a los nues­tros la retirada. Por su parte, nuestra caballería, aunque se había apostado en terreno hundido y más bajo, con todo se esfuerza por ambos lados con extraordinaria valentía en ga­nar la cresta y, evolucionando entre uno y otro ejército, pro­porciona a los nuestros una retirada más fácil y segura. Tuvo, pues, el combate sus alternativas. De los nuestros cayeron, en el primer encuentro, unos setenta (entre ellos, Quinto Ful­ginio, centurión del primer manipulo de lanceros de la legión decimocuarta, que por su excepcional bravura había ido as­cendiendo hasta dicha graduación desde puestos inferiores) y resultaron heridos más de seiscientos. De los de Afranio murieron el centurión de primera categoría Tito Cecilio, y ade­más otros cuatro centuriones y más de doscientos soldados.

 

XLVII. Con todo, la impresión que de aquella jornada se difundió, fue atribuirse unos y otros la victoria: los de Afranio, por­que, aun pareciendo a juicio de todos menos aguerridos, ha­bían resistido tanto tiempo en un cuerpo a cuerpo, aguan­tando la acometida de los nuestros, manteniendo al principio sus posiciones, conservando la loma cuya posesión había dado lugar al combate y habiendo hecho volver las espaldas a los nuestros al primer encuentro; los nuestros, a su vez, porque, enfrentados en lugar desfavorable y en inferioridad numéri­ca, habían sostenido el combate durante cinco horas, porque a espada limpia habían escalado la montaña, y porque ha­bían hecho volver espaldas al enemigo, pese a hallarse en po­sición más elevada, y le habían rechazado hasta la plaza. La loma por cuya posesión se había luchado, la aseguraron ellos con considerables fortificaciones y apostaron en ella un des­tacamento.

 

JULIO CÉSAR: DE BELLO GALLICO

LIBRO I

 

Mensajes entre César y Ariovisto: preludios de guerra.

XXXIV. (1) Por este motivo parecióle conveniente enviar emisarios a Ariovisto, pidiéndole que designara algún lugar a mitad de camino entre ambos para entrevistarse, diciéndole que quería tratar con él asuntos políticos y cosas de suma importancia para ambos. (2) A esta embajada contestó Ariovisto que, si él necesitara algo de César, habría ido a verle; si César quería algo de él, preciso era que fuese en su busca. (3) Que, por lo demás, él no se atrevía a ir sin su ejército a aquellas partes de la Galia que César poseía, y que no podía, sin grandes preparativos y gastos, llevar su ejército a un lugar determinado. (4) De todos modos, no com­prendía qué tenían que hacer César ni el pueblo romano en la Galia, que era suya por derecho de guerra.

 

XXXV. (1) César, en vista de esta respuesta, envíale nuevos emisarios con las siguientes proposiciones: (2) Ya que, después de haber recibido tan señalado beneficio de su parte y de la del pueblo romano, puesto que durante su consulado había sido honrado por el senado con el título de rey y amigo, ahora les pagaba de aquel modo, desdeñando aceptar su invitación para una entrevista y no pareciéndole bien el proponer y escu­char lo que a todos interesaba, esto era lo que le pedía: (3) primeramente, que no siguiera pasando hombres por el Rin a la Galia; en segundo lugar, que devolviera los rehenes que tenía de los heduos y diera licencia a los secuanos para que, con su aprobación, pudieran devolver los que ellos tenían; que no hiciese más agravios a los heduos ni guerra contra ellos o sus aliados. (4) Si atendía a sus demandas, tendría con él y con el pueblo romano perpetua paz y amistad; si no accedía a ellas, César no pasaría por alto las injusticias cometidas contra los heduos, ya que, du­rante el consulado de M. Mesala y M. Pisón, había decretado el Senado que todo aquel que obtuviera el gobierno de la Provincia defendiera, siempre que pudiera hacerlo sin perjuicio de la República, a los heduos y a los demás amigos del pueblo romano.

 

XXXVI. (1) A esto contestó Ariovisto: Que era ley de guerra el que los vencedores trataran como quisieran a los vencidos; así lo hacía el pueblo romano, que no solía disponer de los vencidos según prescripción ajena, sino al propio arbitrio. (2) Si él no prescribía al pueblo romano la manera de usar de su derecho, tampoco era razonable que el pueblo romano le estorbara en el suyo. (3) Que los heduos por haber probado fortuna en la guerra, luchando y quedando vencidos, habían pasado a ser tributarios suyos. (4) César cometía con él una gran injusticia, puesto que con su llegada le hacia disminuir las rentas. (5) Que no estaba dis­puesto a devolver los rehenes a los heduos, ni les haría la guerra injustamente, como tampoco a sus aliados, si se atenían a lo estipulado y pagaban cada año su tributo; si no lo hacían, de nada les servirla su titulo de hermanos del pueblo romano. (6) En cuanto a la afirmación de César, de no pasar por alto los agravios de los heduos, que supiera que nadie había luchado con él sin sufrir un descalabro. (7) Podía atacarle cuando qui­siera: ya vería de cuánto era capaz el valor de los germanos, hombres sumamente aguerridos, que durante catorce años no se hablan guarecido bajo techo.

 

XXXVII. (1) Al mismo tiempo que se comunicaba a César esta respuesta, llegaron emisarios de los heduos y de los tréveros: (2) los heduos, a quejarse de que los harudes, que recientemente habían sido transpor­tados a la Galia, devastaban sus campos, sin que, a pesar de los rehenes entregados, hubieran logrado conservar la paz prometida por Ariovisto; (3) los tréveros, a anunciarle que cien tribus de suevos habían acampado a las orillas del Rin e intentaban pasar el río; a su frente venían los hermanos Nasua y Cimberio. (4) Muy alarmado César por estas noticias, juzgó que debía apresurarse, temiendo que, si una nueva multitud de suevos se unía con las antiguas tropas de Ariovisto, no fuera tan fácil resistirles. (5) Así, pues, habiendo hecho provisión de trigo lo más aprisa que pudo, se dirigió a marchas forzadas al encuentro de Ariovisto.

 

XXXVIII. (1) A los tres días de marcha, se le anunció que Ariovisto se dirigía con todo su ejército a ocupar Besancon, que es la mayor ciu­dad de los secuanos, y que ya había caminado tres días desde sus cuar­teles. (2) Creía César que debía poner sumo interés en que esto no suce­diera.