CATULO: POEMAS

 

II

Gorrión, delicias de mi amada, con quien ella suele jugar y a quien acostumbra tener en el seno y darle, cuando se lo pide, la punta del dedo, provocando sus agudos  mordiscos, cuando place a mi radiante amor entregarse a no sé qué agradable distracción para buscar algún alivio a sus ansias, sin duda para calmar su ánimo ardiente: ¡ojalá pudiera como ella jugar contigo y disipar mis tristes pesares!

 

III

Llorad, Venus y Cupidos, y cuantos hombres seáis algo sensibles a la belleza. Ha muerto el gorrión de mi amada, el gorrión, delicias de mi amada, a quien ella quería más que a las niñas de sus ojos. Pues era dulce como la miel, y conocía a su dueña tan bien como una chiquilla a su misma madre, y no se alejaba de su regazo, sino que, dando saltitos de aquí para allá, sólo para ella estaba continuamente piando. Y ahora va por un camino tenebroso hacia allá de donde dicen que nadie vuelve. Pero malditas seáis, crueles tinieblas del Orco, que devoráis toda hermosura y me quitasteis un tan lindo gorrión. ¡Oh, desdicha! Pobrecito gorrión, por ti, ahora, el llanto enrojece los dulces ojos de mi amada.

 

V

Vivamos, Lesbia mía, y amémonos, y no nos importen un as todas las murmuraciones de los ancianos ceñudos. Los soles pueden ponerse y volver a salir; pero nosotros, una vez se apague nuestro breve día, tendremos que dormir una noche eterna. Dame mil besos, luego cien, luego otros mil, luego cien más, luego todavía otros mil, luego cien, y finalmente, cuando lleguemos a muchos miles, perderemos la cuenta para no saberla y para que ningún malvado pueda aojarnos al saber cuántos han sido los besos.

 

VIII

Pobre Catulo, deja de hacer locuras, y da por perdido lo que ves que se perdió. En otro tiempo brillaron para ti soles resplandecientes, cuando corrías adonde te llevaba una niña amada por mí como no lo será ninguna. Entonces eran aquellos innumerables goces que tú querías y la amada no rehusaba: verdaderamente, en otro tiempo brillaron para ti resplandecientes soles. Ahora ella ya no quiere; tú, insensato, no lo quieras tampoco, y no persigas lo que huye, ni entristezcas tu vida, sino obstinadamente resiste y no cedas. Adiós, niña; Catulo no cede, y no te buscará ni solicitará contra tus deseos. Pero tú te quejarás cuando nada se te pida. ¡Ay de ti, miserable! ¡Qué vida te espera! ¿Quién se acercará ahora a ti? ¿Quién te encontrará hermosa? ¿A quién amarás ahora? ¿De quien dirán que eres? ¿A quién besarás? ¿A quién morderás los labios? Pero tú, Catulo, tente firme y no cedas.

 

XI

Furio y Aurelio, que os brindáis a acompañar a Ca­tulo, ya tenga que penetrar hasta el extremo de la India, donde la costa es batida por la onda oriental que resuena a lo lejos, como entre los hircanos o los afeminados árabes, o los sagas o los partos armados de flechas, o en las llanuras que tiñe el Nilo de siete bocas, o si debe atravesar los altos Alpes, visitando los tro­feos del gran César, el gálico Rin y los horribles brita­nos, los más alejados de los hombres; si estáis prontos a afrontar conmigo todo esto, sea lo que fuere lo que la voluntad de los dioses me imponga, anunciad a mi amada estas pocas y no buenas palabras.

 

Viva enhorabuena con sus amantes, estos trescientos que abraza a la vez, sin querer verdaderamente a nin­guno, pero rompiéndoles sin cesar los ijares a todos, y no respete como antes mi amor, que por su culpa cayó como cae en la linde del prado una flor, cuando el arado la roza al pasar.

 

XVI

Os daré a probar y os impondré mi virilidad, Aurelio bardaje y Furio marica, que por mis versos, porque son voluptuosos, me habéis creído poco decente. Pues el poeta bueno debe ser casto en su persona, pero no es necesario que lo sean sus versos, que después de todo sólo tienen sal y gracia si son algo voluptuosos y poco decentes y pueden levantar los ánimos no digo de los muchachos, sino de esos hombres de pelo en pecho que ya no pueden menear sus duros lomos. ¿Vosotros, porque habéis leído muchos miles de besos, me consideráis poco hombre? Pues os daré a probar y os impondré mi virilidad.

 

XXIII

Furio, que no tienes ni esclavo ni arca, ni chinche ni araña ni fuego, pero sí un padre y una madrastra, cuyos dientes comerían hasta pedernales, lo pasas bien con tu padre y con ese madero de la mujer de tu padre. Y no es extraño, porque todos estáis buenos, digerís bien y no teméis nada: ni incendios, ni derrumbamientos, ni impiedades, ni alevosos venenos, ni peligros de otras clases. Es más, tenéis unos cuerpos más enjutos que el cuerno o que lo que haya todavía más duro, a causa del sol, el frío y el hambre. ¿Cómo no has de pasarlo bien y felizmente? Estás libre de sudor, de saliva, de flemas y de mocos en la nariz, y a esta limpieza añádele otra mayor: tienes un culo más limpio que un salero, y en todo el año no te sirves de él ni diez veces, y lo que haces es más seco que una haba o que los guijarros, de tal modo que si lo aprietas y lo frotas entre las manos no lograras ensuciarte ni un dedo. Todas estas comodidades tan felices, Furio, no las desprecies ni las tengas en poco, y aquellos cien mil sestercios que sueles pedir, déjalos: ya eres bastante feliz.

 

XXV

Talo marica, más blando que el pelo de un conejo, el tuétano de un ganso, el lóbulo de la oreja, el lánguido miembro de un anciano o las sucias telarañas; y también, Talo, más ladrón que una tempestad desencadenada cuando la diosa de la noche ilumina a los mujeriegos despreocupados, devuélveme el manto que me quitaste y el pañuelo de Sétabis y los bordados de Bitinia que luces, imbécil, como si los hubieras heredado. Suéltalos de tus uñas y devuélvemelos, no sea que tus costillitas de lana y tus manos blanditas sean marcadas como al fuego por los azotes, y tú te agites de un modo insólito, como una diminuta barquilla en mar gruesa, sorprendida por un viento impetuoso.

 

XXXIX

Egnacio, porque tiene los dientes blancos, ríe en todo momento. Si está junto al banquillo de los acusados, mientras el abogado excita el llanto, él ríe. Si la gente gime junto a la pira fúnebre de un buen hijo, mientras la madre desamparada llora a su hijo único, él ríe. Pase lo que pase, dondequiera que este, cualquier cosa que haga, ríe. Tiene esa enfermedad, a mi juicio ni elegante ni de buen gusto. Por eso hay que advertirte, excelente Egnacio. Si fueras de Roma, o sabino, o tiburtino, o un austero umbro o un obeso etrusco, o un lanuvino moreno y de buenos dientes, o transpadano, para citar también a los míos, o de dondequiera que se laven limpiamente los dientes, no quisiera que estuvieras riéndote continuamente, pues nada hay más necio que una necia risa. Pero eres celtíbero; en tierra celtíbera, con lo que cada uno meó, suele fregarse por la mañana los dientes y las encías hasta enrojecerlas. De modo que cuanto más brillante está esa dentadura tuya más meados proclama que has bebido.

 

LI

 A los dioses me parece ser igual, Y, si no es impiedad, estar por encima de los dioses, aquel que sentado ante ti sin cesar te contempla y te oye  reír dulcemente, cuando eso a mí me arrebata todos los sentidos: pues en cuanto te he visto, Lesbia, no me queda voz en los labios, sino que se me turba la lengua, una llama sutil corre bajo mis miembros, con un sonido peculiar me zumban los oídos, y una doble noche recubre mis ojos. El ocio, Catulo, te es pernicioso: en el ocio te exaltas y te impacientas demasiado; el ocio, en tiempos pasados, perdió a reyes y ciudades felices.

 

LXIII

Attis, llevado sobre los profundos mares por un leño veloz, en cuanto tocó ansiosamente, con presuroso pie, la selva frigia y alcanzó los sombríos dominios de la diosa, coronados de bosques, acuciado por una furia in­sensata, extraviada la mente, se arrancó con un agudo pedernal el peso de las entrepiernas. Y así que sintió sin virilidad sus miembros, manchando los suelos con su sangre todavía fresca, tomó, excitada, en sus manos de nieve el ligero tímpano, tu tímpano, Cibeles, los ini­cios, oh madre, de tu culto, y golpeando con tiernos dedos la cóncava piel de toro, empezó a cantar así, agi­tada, a sus compañeras:

 

"Ea, Galas, id todas a los altos bosques de Cibeles, id todas, rebaño errante de la diosa del Díndimo, que buscando como desterradas un país extraño, siguiendo mi partido y bajo mi gula me habéis acompañado y habéis atravesado el rápido mar y las amenazas del piélago, y despojado de su virilidad vuestro cuerpo por excesivo odio a Venus; alegrad con vuestras precipi­tadas carreras el alma de vuestra señora. Deje a vues­tra mente la lenta tardanza; id todas, seguidme hacia la frigia mansión de Cibeles, hacia los frigios bosques de la diosa, donde resuena la voz de los címbalos, donde retumban los tambores, donde el flautista frigio hace oír el grave son de su curva caña, donde las Ménadas coronadas de hiedra sacuden violentamente la cabeza, donde celebran con agudos alaridos los sagrados misterios, donde acostumbra revolotear el errante cortejo de la diosa, adonde conviene que corramos con apresu­radas danzas."

 

Apenas Attis, falsa mujer, hubo cantado así a sus compañeras, el cortejo aúlla de repente con trémula len­gua, brama el ligero tambor y los cóncavos címbalos retumban, y el coro rápido se dirige con precipitados pasos hacia el verde Ida. Juntamente, jadeando enlo­quecida, va Attis, sin aliento, guiando al son del tam­bor por entre bosques sombríos, como una indómita novilla que esquiva el peso del yugo; raudas las Galas siguen a su guía de veloces pies, y en cuanto llegan desfallecidas al templo de Cibeles, de tanto cansancio caen en un sueño sin Ceres: una perezosa modorra cierra sus ojos con vacilante languidez, y en el dulce reposo se desvanece la rabiosa furia de su alma.

 

Pero cuando el sol de rostro de oro iluminó con sus ojos radiantes el éter pálido, los suelos duros y el mar fiero, y empujó a las sombras de la noche con sus ani­mosos <corceles > de resonantes cascos, el sueño huyó veloz abandonando al turbado Attis, y la diosa Pasítea lo acogió en su seno palpitante. Así, después del dulce reposo, en cuanto desvanecido su rabioso frenesí, El mismo Attis recordó en su pecho sus actos, y vio clara­mente sin qué y dónde se encontraba, con el alma agi­tada volvió sus pasos hacia la playa. Allí, contemplando los anchurosos mares con ojos llenos de lágrimas, habló así, tristemente, a su patria con voz lastimera:

 

"Oh, patria que me diste la vida, patria, madre mía, que yo abandoné, miserable de mí, como los esclavos fugitivos suelen dejar a sus dueños, para llevar mis pasos hacia los bosques del Ida, donde habré de estar en la nieve y las heladas madrigueras de las fieras, y recorrer enloquecida todos sus escondrijos, ¿dónde, en qué lugar, patria mía, pensaré que te encuentras? Mi pupila, por sí sola, ansía dirigir hacia ti su mirada en los breves instantes en que mi alma está libre de su fre­nesí feroz, ¿y yo he de ir a estos bosques alejados de mi país? ¿He de estar lejos de mi patria, de mis bie­nes, de mis amigos y de mis padres? ¿He de estar lejos del foro, de la palestra, del estadio y de los gimnasios? Pobre, pobre de mí, he de lamentarme más y más, alma mía. Pues ¿qué aspecto hay que yo no haya revestido? He sido mujer, he sido joven, he sido muchacho, he sido niño, he sido la flor del gimnasio, era la prez de la pa­lestra; mis puertas estaban llenas de gente, mis um­brales tibios, mi casa adornada con guirnaldas de flo­res, cuando a la salida del sol yo tenía que abandonar mi estancia. ¿Y ahora he de ser llamada servidora de los dioses y esclava de Cibeles? ¿He de ser una mé­nada, una parte de mí mismo, un hombre estéril? ¿He de habitar los helados parajes del verde Ida vestidos de nieve? ¿He de pasar la vida bajo las altas cumbres de Frigia, con la cierva que habita las selvas y el ja­balí que anda errante por los bosques? Ahora siento lo que he hecho, ahora me arrepiento."

 

En cuanto estas rápidas palabras desde sus labios de rosa llegaron hasta los oídos de los dioses, llevándoles inesperadas noticias, Cibeles, soltando el yugo a que estaban uncidos sus leones y aguijando al de la izquier­da, enemigo de los rebaños, habló así:

 

"Ea - dijo -, ve, fiero, y haz que la locura le agite, haz que herido por la locura vuelva sus pasos hacia los bosques ese que, demasiado libremente, ansía huir de mi imperio. Ve, golpéate los lomos con la cola, soporta tus azotes, haz que todo el país retumbe con tu atro­nador rugido; sacude feroz tus rutilantes crines sobre el cuello robusto."

 

Así habló, amenazadora, Cibeles, y desata el yugo con su mano; la fiera, animándose a sí misma, cobra ímpetu, corre, ruge, destroza las matas en su errante carrera; pero cuando llega a los húmedos parajes de la blanque­cina playa y ve al tierno Attis junto a las marmóreas olas da un salto; el otro, enloquecido, huye hacia los bosques salvajes, y allí para siempre, durante toda su vida, permaneció esclava.

 

Gran diosa, diosa Cibeles, diosa que dominas el Dín­dimo, que tu furor esté siempre alejado de mi casa, se­ñora. Excita a otros, pon frenéticos a otros.

 

LXIX

No te asombre, Rufo, que ninguna mujer quiera tomarte sobre sus delicados muslos, ni aunque la tientes con el don de un vestido de rara tela o la delicia de una gema brillante. Te perjudica una mala fama, según la cual un feroz macho cabrío habita el cuenco de tus sobacos. Todas le temen, y no es extraño, pues es un animal muy malo y ninguna muchacha se acostará con él. Por esto, o suprime esa cruel peste del olfato o deja de asombrarte de que huyan de ti.

 

LXX

Dice mi amada que con nadie quisiera unirse más que conmigo, ni aun si el mismo Júpiter se lo pidiera. Lo dice, pero lo que una mujer dice a su ardoroso amante hay que escribirlo en el viento y el agua rápida.

 

LXXI

Si a alguien molestó con razón el maldito macho cabrío de sus sobacos, o si a alguien tortura merecidamente el tardo reuma, ese rival tuyo, que usurpa tu amor, ha sido maravillosamente dotado gracias a ti de ambos males, pues cuantas veces está con ella, uno y otro son castigados: a ella la aflige el hedor, y a él le mata el reuma.

 

LXXII

En otro tiempo decías conocer sólo a Catulo, Lesbia, y no querer ni al mismo Júpiter mas que a mí. Te amé entonces no como el vulgo a su amiga, sino como un padre ama a sus hijos y yernos. Pero ahora sé quién eres: por esto, aunque me abraso más hondamente, te aprecio y te estimo en menos. ¿Cómo puede ser?, dirás. Porque una traición semejante obliga a un enamorado a querer más, pero a apreciar menos.

 

LXXVI

Si alguna satisfacción tiene quien recuerda sus buenas obras de otro tiempo, al pensar que cumple con su deber y no violó la fe jurada ni en ningún compromiso abusó del poder de los dioses para engañar a los hombres, te aguardan muchos goces, Catulo, por larga que sea tu vida, a consecuencia de ese amor tuyo no correspondido. Pues todo cuanto los hombres pueden decir o hacer por alguien, tú lo has dicho y lo has hecho; pero todo se perdió, por haber sido confiado a un alma ingrata. ¿Para qué atormentarte más, pues? ¿Por qué no cobras ánimos y te alejas de ahí, y, puesto que los dioses no quieren, dejas de ser desgraciado?

 

Es difícil abandonar de pronto un largo amor; es difícil, pero debes hacerlo sea como fuere. Ésta es la única salvación, tienes que lograr esta victoria; hazlo, puedas o no. Oh dioses, si conocéis la compasión, o si jamás, en el postrer momento, habéis socorrido a alguien en la misma muerte, miradme en mi desdicha, y si he llevado una vida pura, arrancad de mí este mal y esta ruina, que insinuándose como un letargo hasta lo más hondo de mis miembros, ahuyentó de mi corazón todas las alegrías. Ya no pido que ella corresponda a mi amor, ni, puesto que no es posible, que consienta en portarse honestamente. Sólo deseo curarme yo, y librarme de ese funesto mal. ¡Oh dioses, concedédmelo en premio a mi piedad!           

 

LXXXIII

Lesbia, delante de su marido me dirige las peores injurias, y esto, para aquel imbécil, es la mayor de las alegrías. Mulo, no entiendes nada. Si me olvidase y se callara, estaría curada; pero ahora que gruñe y me critica, no sólo se acuerda de mí, sino, lo que es mucho más grave, está airada: esto es, se abrasa y habla.

 

LXXXV

Odio y amo. Tal vez preguntes por qué lo hago. No lo sé, pero siento que es así y sufro.

 

XCII

Lesbia siempre me maldice, pero nunca deja de hablar de mí: que me muera si no me quiere. ¿En qué señal lo conozco? Porque las mías son las mismas: continuamente reniego de ella, pero que me muera si no la quiero.

 

XCVII

Válganme los dioses, no sé si establecer diferencia entre olerle a Emilio el culo o la boca. Ni la una está más limpia, ni el otro más sucio, aunque en verdad aquél es más limpio y mejor porque no tiene dientes, mientras que la boca los tiene de a pie y medio, más unas encías de carro viejo, y sin contar con una risa que recuerda el mear de una mula en celo. ¿Y éste se acuesta con muchas y se hace el guapo, y no le envían al molino o al asno? Y a la que le toca, ¿no la creeremos capaz de lamer el culo de un verdugo enfermo?

 

XCVIII

Contra ti, si puede decirse contra alguien, hediondo Victio, puede decirse lo que a los charlatanes y a los imbéciles: que con esa lengua, si te fuera necesario, podrías lamer culos y sandalias de cuero sin desbastar. Y si quieres absolutamente destruirnos a todos, Victio, no tienes más que abrir la boca: lograrás absolutamente lo que deseas.

 

CI

Después de atravesar muchos pueblos y muchos mares vengo, hermano, a esas tristes exequias, para darte el postremo tributo de la muerte y hablar en vano a tus mudas cenizas, puesto que la desdicha me arrancó lo que fuiste tú mismo, oh, pobre hermano mío indignamente arrebatado a mí. Ahora, sin embargo, estas tristes ofrendas que según el viejo rito de nuestros padres te he traído, acéptalas, empapadas en llanto fraterno, y para siempre, hermano mío, adiós.

 

CVII

Si alguna vez le sucede a uno algo que ardientemente desea y no espera, le es especialmente grato a su corazón. Por esto me es grato y más precioso que el oro, Les­bia, el que vuelvas a mí, que te deseo. Vuelves a mí, que te deseo y no te esperaba, y vuelves por tu propia voluntad. ¡ Oh, día señalado con piedra blanca! ¿Quién hay en el mundo más feliz que yo, o quién pue­de decir que haya en la vida algo más envidiable que esto?

 

CIX

 

Me aseguras, vida mía, que este amor nuestro será feliz y perpetuo entre nosotros. Grandes dioses, haced que pueda prometer con verdad y que lo diga sinceramente y de corazón, a fin de que durante toda nuestra vida podamos mantener ese sa­grado lazo de cariño eterno.