El monte Olimpo, la montaña más alta de Grecia, de casi 3.000 metros, se sitúa en el límite entre las agrestes tierras del norte de la península y las estribaciones del sur y sus islas. La montaña se alza solitaria, visible desde muy lejos (la dudosa etimología de su nombre, OIympas, podría ser «brillante»), en un paraje que lleva la marca de lo divino desde los primeros tiempos de la historia griega. Considerada morada de divinidades en la Antiguedad, se conocen en sus alrededores restos de asentarnientos y lugares de culto desde al menos la Edad del Bronce. En época histórica, villas como Pieria o Dión, ciudad dedicada a Zeus, rey del cielo, recogieron el testimonio de la veneración a los dioses que habitaban este monte, extendida por todo el mundo helénico.
Pero es la leyenda la que ha emparejado a esta montaña de nombre divino con el más allá celeste donde habitaban los dioses bienaventurados, que gobernaban con justicia el universo y que, de vez en cuando, intervenían en los asuntos de los mortales, entre guerras y amoríos.Allí se reunía la feliz asamblea de los inmortales, los dioses olímpicos, entre banquetes y disputas. como una corte real del mundo eterno que nos gobierna. Así, es la historia mítica del Olimpo y de sus sagrados habitantes lo que ha marcado la civilización occidental. En la mitología griega, sin embargo, estos dioses del Olimpo no gobernaron desde siempre el universo.
LOS PRIMEROS DIOSES
Según refiere Hesíodo en su Teogonía (siglo VII a. C.), al principio de todo, después del Caos o vacío primordial, surgió la primera generación de dioses, la de Gea, la Tierra fecunda, que engendró a su vez a Urano, el Cielo. Ambos formaron la primera pareja real divina, origen del universo. Son los padres primigenios que brindan a dioses y hombres el inicio de su estirpe y, a la vez, delimitan el ámbito físico donde todos ellos vivirán. En sus tiempos se crearon mares, ríos y montañas, como el Olimpo, y a la vez, a su alrededor, otros poderes más abstractos, encarnación de las fuerzas de la naturaleza, y criaturas como los temibles Titanes, lasTitánides, los poderosos Cíclopes y los enormes Centímanos, los gigantes de cien manos, entre otros.
El mundo era, en esta primera generación, un lugar inestable y peligroso. LosTitanes, hijos de Gea y Urano, se decidieron a tomar el poder: el más osado y joven de ellos, el terrestre Crono, destronó al Cielo y fundó la segunda generación en la línea sucesoria de los dioses griegos. Crono usurpó el trono de su padre Urano de forma cruenta: le castró con una hoz y sus genitales cayeron desde el cielo. Así, el padre Urano derramó su simiente sobre el mar, muy cerca de Chipre, y esto produjo una curiosa espuma de la que brotó una diosa de excepcional hermosura: Afrodita, diosa del amor y la belleza, nacida de la espuma (aphros) del mar.
Crono fue el segundo soberano del universo y tomó como esposa a su hermana, la titánide Rea. Su gobierno fue, según parte de la tradición mítica, cruel y despótico, pues tras derrocar el régimen anterior arrojó a los cíclopes y los Centímanos alTártaro, en lo más profundo de los Infiernos, para neutralizar su poder. Sin embargo, Crono -Saturno para los romanos- también se ha asociado a una edad de oro primitiva en la que surgió la primera humanidad, que no conocía la guerra, el hambre o la vejez. Así, la expresión «la vida en tiempos de Crono» cobró carácter de feliz utopía. Luego vinieron hombres de la edad del bronce, más imperfectos, los de la edad de los héroes, y finalmente los hombres de la edad de hierro, época de guerra y muerte en la que tanto el poeta Hesíodo como los personajes de los poemas de Hornero lamentaban vivir.
En época de Crono, el Olimpo aún no era la sede de los dioses, que nacerán precisamente de la pareja real formada por Crono y Rea. Ellos engendraron una nueva estirpe de divinidades con vocación de permanencia en el panteón griego: Hestia, diosa del hogar; Deméter, de los cereales y el cultivo; Hera, divinidad del matrimonio; Hades, dios del mundo de los muertos, y Poseidón, señor de los mares. Y al final de todo, el hermano pequeño, Zeus, rey de dioses y hombres.
ZEUS CONTRA LOS TITANES
Crono temía que le ocurriera lo mismo que a su padre Urano y estaba continuamente aterrado por la posibilidad de ser destronado por sus hijos. Así, ordenó a su esposa, Rea, que le fuera entregando a sus hijos a medida que nacían; acto seguido, Crono devoraba cruelmente a cada uno de estos dioses. Sin embargo, el más joven de sus hijos, que estaba destinado a suceder a su padre en el reinado de los cielos, pudo escapar del funesto banquete gracias a una astuta treta. Rea, horrorizada por el destino de su prole, burló a Crono y le entregó una piedra en vez de a Zeus, su último retoño. Crono se tragó la piedra y Zeus fue ocultado en una cueva del monte Ida, en la isla de Creta, donde le amamantó una cabra, Amaltea, que sería luego recompensada por su ayuda con un lugar en el firmamento. El carácter benéfico de Zeus llegó a ser también proverbial. Por un lado, usó su piel para construir la égida, una especie de escudo, símbolo de su poder, y, por otro, con su cornamenta fabricó el legendario «cuerno de la abundancia».
Cuando Zeus cumplió la edad apropiada para llevar a cabo su misión justiciera usó un vomitivo que le proporcionó la diosa Metis para liberar a sus hermanos del vientre de su padre Crono, y, seguidamente, se enfrentó a él y a sus Titanes en una lucha encarnizada por el poder: las guerras entre los hijos de la Tierra y los dioses olímpicos. Se enfrentaban entonces dos concepciones del mundo: la generación que representaba el antiguo régimen, la Tierra primordial, y los dioses olímpicos, que simbolizaban el verdadero orden (kosmos) celeste. En realidad, la lucha sin cuartel por el poder en el universo ya había comenzado simbólicamente con la castración del cielo (Urano) por Crono, hijo de la Tierra. En la tercera generación, al fm, se impondrían los dioses celestes sobre los Titanes, vengando así a Urano.
La feroz Titanomaquia (= batalla de los Titanes) fue la primera de estas guerras. Zeus y sus cinco hermanos, nacidos de Crono y Rea, contaron además con la ayuda de algunos Titanes que se alinearon en las filas del orden frente al caos. Así lo hizo Prometeo, que se puso del lado de los olímpicos y ayudó después a Zeus a repartirse el gobierno del mundo con sus hermanos. (Más tarde, según Esquilo, habría de lamentarlo, cuando desobedeció a Zeus para favorecer a los mortales entregándoles el fuego, por lo que fue cruelmente castigado.)
La lucha comenzó y los Titanes combatieron desde el monte Otris mientras los dioses olímpicos se defendían desde su Olimpo, que ya era símbolo y baluarte del nuevo orden. La contienda fue encarnizada, pues las fuerzas estaban tan parejas que incluso tras diez años de combate la situación no había variado. Por lo tanto fue necesario acudir al antiquísimo oráculo de la Tierra, que profetizó que Zeus no sería el vencedor hasta que no contara como aliados con los seres primordiales que su padre Crono había arrojado al Tártaro: los Cíclopes y los Centímanos. Zeus rescató a estas criaturas de las profundidades matando a su monstruoso carcelero, la serpiente Campe. Tras ello, les proporcionó néctar y ambrosía, alimento de los dioses, para que recuperasen la fuerza.
Convencidos por los olímpicos, Centímanos y Cíclopes les asistieron contra los Titanes. Los Cíclopes, en su forja volcánica, fabricaron para Zeus su invencible armamento, característico del dios a partir de entonces: el rayo, el trueno y el relámpago. También procuraron a Hades su yelmo y a Poseidón su mítico tridente, equipándolos para la batalla. Durante ésta, el monte Olimpo se agitó desde sus cimientos, y el mar y la tierra temblaron; el orden se enfrentaba al caos en un combate decisivo para todo el universo. Parecía, dice Hesíodo, que «hervía toda la tierra». Finalmente, los olímpicos se alzaron con el triunfo y arrojaron a los Titanes a las profundidades del Tártaro, disponiendo a los Centímanos como carceleros. Atlas, uno de los titanes, fue condenado a cargar para siempre con el peso de la bóveda celeste.
Este mito griego de la sucesión divina de los tres dioses (Urano, Crono y Zeus) tiene también antiguos paralelos en culturas orientales como la hitita. En toda mitología, los comienzos del mundo son una lucha sin cuartel entre el caos primigenio y los valedores del orden. Si las dos primeras generaciones -Urano y su corte de criaturas primordiales, Crono y los Titanes- presentan un mundo oscuro e inestable, la generación de los dioses olímpicos sienta las bases del reinado de Zeus, justo y definitivo, con la corte perfecta de los doce dioses (aunque este número fue a veces superior), frente a una humanidad imperfecta que les venera.
Pero los dioses olímpicos aún hubieron de resistir otros dos fieros asedios de la ciudadela del Olimpo. El primero fue la Gigantomaquia, cuando Gea, la diosa Tierra, después de la derrota de los Titanes, lanzó contra los olímpicos a sus otros hijos; los Gigantes. Éstos fueron completamente aniquilados y, como venganza, la Tierra engendró un último monstruo, Tifón, para sitiar el elevado Olimpo. Gea lo concibió de unos huevos que le dio Crono, acaso fecundados por el propio dios, de los que nació una criatura descomunal, mitad serpiente, con cien cabezas de dragón. Tifón, como sugiere su nombre, simboliza la fuerza destructiva de la naturaleza.
Este monstruo puso en jaque al propio Zeus, atacando el cielo con sus enormes brazos, y los dioses, aterrorizados, huyeron del Olimpo transformados en animales. Al final, Zeus pudo reponerse y vencer al monstruo, que acabó sepultado en las profundidades del Etna, en Sicilia. El mito griego de la lucha entre Zeus y Tifón tiene también paralelos en leyendas del oriente anatolio, como el mito hitita de la lucha entre el dios de las tormentas, Teshub, y un monstruo terrible, Ullikurnmi.
Los antiguos poetas, como Hornero y Hesíodo, glorifican a Zeus como soberano del universo, «padre de los dioses y de los hombres», con su trono en el Olimpo, la montaña sagrada para los griegos, que también designa, por extensión, el reino de los cielos. Tras establecer su reinado e instalado en el trono celeste, Zeus tomó como esposa a su hermana Hera, siguiendo la costumbre de sus predecesores. Y entre sus hermanos repartió el mundo con cierta equidad, como cuenta Poseidón en la Ilíada de Hornero (XV; 187 y ss.): «Somos tres los hermanos nacidos de Crono, a los que Rea dio a luz. Zeus, yo mismo y el tercero Hades, soberano de quienes están en el mundo subterráneo. En tres lotes está todo repartido, así cada uno obtuvo un honor. A mí me tocó habitar para siempre en el canoso mar, tras haber echado las suertes; el tenebroso ocaso le correspondió a Hades, y a Zeus le tocó el anchuroso cielo en el éter y las nubes. La tierra en común pertenece todavía a los tres, así como el enorme Olimpo.»
EL GOBIERNO DE LOS OLÍMPICOS
Los demás hermanos de Zeus obtuvieron también su parte de poder. A ellos se sumaron otros dioses, habidos por Zeus con diversas esposas y amantes, que completaron el número tradicional de doce, canónico y simbólico, de los llamados dioses olímpicos, aunque la lista completa se componía de entre 12 y 15 dioses.
En ella figuran los seis descendientes de Crono, y; por tanto, los dioses más antiguos: tres dioses -Zeus, Poseidón y Hades-, y tres diosas -Hera, Deméter y Hestia, diosa del hogar-. A continuación siguieron los hijos de Zeus y Hera, la pareja real del Olimpo y sucesora del antiguo orden: éstos fueron dos, Ares y Hefesto (el último habido en circunstancias excepcionales, pues nació sólo de Hera, sin contacto amoroso); Zeus tuvo de Leto a la pareja de hermanos Apolo y Artemisa, y de la ninfa Maya a Hermes. Atenea, por su parte, le brotó espontáneamente de la cabeza a Zeus -gracias a un certero hachazo de Hefesto- después de que éste se tragara a la diosa Metis, la Inteligencia (pues un oráculo había profetizado que un hijo de ésta le arrebataría el trono). De la princesa tebana Sémele, Zeus engendró a Dioniso, y de la noble Alcmena, finalmente, tuvo al héroe Heracles, que fue divinizado. Afrodita, la diosa de la belleza y del amor, es independiente y anterior, pues nació del semen de Urano y de la rara espuma que formó al caer al mar, como hemos visto.
Los griegos veneraron a estos dioses, que conformaba la armonía universal, y en su honor se compusieron cantos y poemas de culto como los llamados Himnos homéricos. Los dioses bienaventurados ingerían alimentos
maravillosos, como el néctar y la ambrosía, y disfrutaban de vida eterna y felicidad en el Olimpo, recibiendo los sacrificios y plegarias de los mortales y comunicándose con ellos por medio de oráculos y sueños. Doce eran los dioses del altar panhelénico que se levantaba en el ágora de Atenas (Heródoto, II 7). Y fue este número el que llegó tan lejos como el pueblo griego, hasta las legendarias tierras de la India. En efecto, cuando Alejandro Magno alcanzó los confines del mundo, en la India, quiso elevar un altar para honrar a la familia olímpica (Diodoro, XVII 95). El panteón de dioses griegos fue adaptado por los romanos con sus propios nombres en latín, nombres con los que el sagrado monte Olimpo, morada de los dioses, ha nutrido desde tiempos antiguos la imaginación de Occidente.