LA CÓLERA DE AQUILES: TEMA CENTRAL DE LA OBRA
Canta, oh diosa, la
cólera del Pélida Aquiles; cólera funesta que causó infinitos males a los
aqueos y precipitó al Orco numerosas almas valerosas de héroes, a quienes hizo
presa de perros y pasto de aves (cumplíase la voluntad de Zeus) desde que se
separaron disputando el Átrida, rey de hombres, y el divino Aquiles.
AQUILES EN CÓLERA JURA MANTENERSE ALEJADO DE LA LUCHA
El hijo de Peleo, no
amainando en su ira, denostó nuevamente al Átrida con injuriosas palabras
"¡Borracho, que tienes cara de perro y corazón de ciervo! Jamás te
atreviste a tomar las armas con la
gente del pueblo para combatir, ni a ponerte en emboscada con los más valientes
aqueos: ambas cosas te parecen la muerte. Es, sin duda, mucho mejor arrebatar los
dones, en el vasto campamento de los aqueos, a quien te contradiga. Rey
devorador de tu pueblo, porque mandas a hombres abyectos...; en otro caso,
Átrida, éste fuera tu último ultraje. Otra cosa voy a decirte y sobre ella
prestaré un gran juramento: Si, por este cetro, que ya no producirá hojas y
ramos, pues dejó el tronco en la montaña; ni reverdecerá porque el bronce lo
despojó de las hojas y de la corteza, y ahora lo empuñan los aqueos que
administran justicia y guardan las leyes de Zeus (grande será para ti este
juramento). Algún día los aquivos todos echarán de menos a Aquiles y tú, aunque
te aflijas, no podrás socorrerles cuando sucumban y perezcan a manos de Héctor,
matador de hombres. Entonces, desgarrarás tu corazón, pesaroso por no haber
honrado al mejor de los aqueos".
ZEUS PARA VENGAR A AQUILES HARÁ QUE LOS GRIEGOS SUFRAN DESCALABROS
Zeus, que amontona
las nubes, respondió afligidísimo: "¡Funestas acciones! Pues harás que me
malquiste con Hera cuando me zahiera con injuriosas palabras. Sin motivo me
riñe siempre ante los inmortales dioses, porque dice que en las batallas
favorezco a los teucros. Pero ahora vete, no sea que Hera advierta algo; yo me
cuidaré de que esto se cumpla. Y si lo deseas te haré con la cabeza la señal de
asentimiento para que tengas confianza. Éste es el signo más seguro,
irrevocable y veraz para los
inmortales; y no deja de efectuarse aquello a que asiento con la cabeza".
Dijo el saturnio, y bajó las negras cejas en señal de asentimiento; los divinos
cabellos se agitaron en la cabeza del soberano inmortal y a su influjo se
estremeció el ancho Olimpo.
INVOCACIÓN A LAS MUSAS (catálogo de las naves) -
Decidme ahora,
Musas, que poseéis olímpicos palacios y como diosas lo presenciáis y conocéis
todo, mientras que nosotros oímos tan sólo la fama y nada cierto sabemos,
cuáles eran los caudillos y príncipes de los dánaos. A la muchedumbre no podía
enumerarla ni nombrarla, aunque tuviera diez lenguas, diez bocas, voz
infatigable y corazón de bronce: sólo las Musas olímpicas, hijas de Zeus, que
lleva la égida, podrían decir cuántos a Ilión fueron. Pero mencionaré los
caudillos y las naves todas.
DESCRIPCIÓN DEL CONTINGENTE DE MICENAS
Los que poseían la
bien construida ciudad de Micenas, la opulenta Corinto y la bien edificada
Cleonas; los que cultivaban la tierra en Ornías, Aretirea y Sición, donde
antiguamente reinó Adrasto; los que residían en Hiperesia y Gonoesa excelsa, y
los que habitaban en Pelene, Egio, el Egíalo todo y la espaciosa Hélice; todos
estos habían llegado en cien naves a las órdenes del rey Agamenón Átrida.
Muchos y valientes varones condujo este príncipe, que entonces vestía el
luciente bronce, ufano de sobresalir entre los héroes por su valor y por mandar
a mayor número de hombres.
MENELAO ALCANZA A PARIS Y LE ARRASTRA, PERO ÉSTE, PROTEGIDO POR
AFRODITA, ES TRASLADADO A LOS APOSENTOS DE HELENA
Se encontraron
aquellos en medio del campo y se detuvieron blandiendo las lanzas y mostrando
el odio que recíprocamente se tenían. Paris arrojó el primero la larga lanza y
dio un bote en el liso escudo del Átrida, sin que rompiera el bronce: la punta
se rompió al chocar contra el fuerte escudo. Y Menelao Átrida, disponiéndose a
acometer con la suya, oró al padre Zeus:
"Zeus soberano,
permíteme castigar al divino Paris, que me ofendió primero, y hazle sucumbir a
mis manos, para que los hombres en un
futuro teman ultrajar a aquel que les da hospitalidad y les ofrece su amistad".
Dijo, y blandiendo
la larga lanza, acertó a dar en el escudo liso del Priámida. La enorme lanza
atravesó el terso escudo, se clavó en la labrada coraza y rasgó la túnica sobre
el ijar. El troyano se inclinó y evitó la negra muerte. Entonces el Átrida
desenvainó la espada guarnecida de clavos plateados; pero al herir al enemigo
en la cimera del casco, se le cae de la mano, rota en tres o cuatro pedazos...
Y arremetiendo a Paris, lo coge por el casco adornado con espesas crines de
caballo y lo arrastra hacia los aqueos de hermosas grebas, medio ahogado por la
bordada correa, que, atada por debajo de la barba para asegurar el casco, le
apretaba el delicado cuello. Y se lo hubiera llevado, consiguiendo inmensa
gloria, si al punto no lo hubiese advertido Afrodita, hija de Zeus, que rompió
la correa, hecha del cuero de un buey degollado: el casco vacío siguió a la
robusta mano, el héroe lo volteó y lo arrojó a los aqueos, de hermosas grebas,
y sus fieles compañeros lo recogieron. De nuevo asaltó Menelao a Paris para
matarlo con la broncínea lanza, pero Afrodita arrebató a su hijo con gran
facilidad, por ser diosa, y lo llevó, envuelto en densa niebla, al oloroso y
perfumado tálamo. Luego fue a llamar a Helena, hallándola en la alta torre con
muchas troyanas.
Al volverse para
huir, le envasó la pica en la espalda, entre los hombros, y la punta salió por
el pecho. Cayó el guerrero con estrépito y sus armas resonaron.
Tuvo que huir, y el
Átrida Menelao, famoso por su lanza, le dio un picazo en la espalda, entre los
hombros, que le atravesó el pecho. Cayó de bruces y sus armas resonaron.
Meriones, cuando
alcanzó a aquel, le hundió la pica en la nalga derecha; y la punta, pasando por
debajo del hueso y cerca de la vejiga, salió al otro lado. El guerrero cayó de
hinojos, gimiendo, y la muerte lo envolvió.
El hijo de Fileo,
famoso por su pica, fue a clavarle en la nuca la puntiaguda lanza y el hierro
cortó la lengua y asomó por los dientes del guerrero. Pedeo cayó en el polvo y
mordía el frío bronce.
El cual, poniendo
mano a la espada, de un tajo en el hombro le cercenó el robusto brazo, que
ensangrentado cayó al suelo.
Dijo y le arrojó la
lanza, que, dirigida por Minerva a la nariz junto al ojo, atravesó los blancos
dientes: el duro bronce cortó la punta de la lengua y apareció por debajo de la
barba. Pándaro cayó del carro, sus lucientes y labradas armas resonaron, se
espantaron los corceles de ágiles pies y allí acabaron la vida y el valor del
guerrero.
HÉCTOR Y ANDRÓMACA: SE PRESIENTE LA MUERTE DE ÉSTE
Hija de éste era,
pues, la esposa de Héctor, de broncínea armadura, que entonces le salió al
camino. La acompañaba una doncella llevando en brazos al tierno infante, hijo
amado de Héctor, hermoso como una estrella, a quien su padre llamaba
Escamandrio y los demás Astianacte, porque sólo por Héctor se salvaba Ilión.
Vio el héroe al niño y sonrió silenciosamente. Andrómaca, llorosa se detuvo a
su lado y, cogiéndole la mano, le dijo:
¡Desgraciado!
Tu valor te perderá. No te apiadas del tierno niño ni de mí, infortunada, que
pronto seré viuda; pues los aqueos te acometerán todos a una y acabarán
contigo. Preferible sería que, al perderte, la tierra me tragara, porque si
mueres no habrá consuelo para mí, sino calamidades; que ya no tengo padre ni
venerable madre... Pues a todos los mató el divino Aquiles, el de los pies
ligeros, entre los bueyes de tornátiles patas y las cándidas ovejas. A mi
madre, que reinaba al pie del selvoso Placo, aquel la trajo con el botín y la
puso en libertad por un inmenso rescate; pero Artemis, que se complace en tirar
flechas, la hirió en el palacio de mi padre. Héctor, ahora tú eres mi padre, mi
venerable madre y mi hermano; tú, mi floreciente esposo. Pues, ea, sé
compasivo, quédate en la torre... "
Contestó el gran
Héctor, de tremolante casco: "Todo esto me preocupa, mujer, pero mucho me
sonrojaría ante los troyanos y las troyanas de rozagantes peplos si como un
cobarde huyera del combate; y tampoco mi corazón me incita a ello, que siempre
sepa ser valiente y pelear en primera fila, manteniendo la inmensa gloria de mi
padre y de mí mismo. Bien lo conoce mi inteligencia y lo presiente mi corazón:
día vendrá en que perezcan la sagrada Ilión, Príamo y su pueblo armado con
lanzas de fresno...".
Dichas estas
palabras, el preclaro Héctor se puso el yelmo adornado con crines de caballo, y
la esposa amada regresó a su casa, volviendo la cabeza de cuando en cuando y
vertiendo copiosas lágrimas.
ZEUS PROHÍBE A LOS DIOSES INTERVENIR EN LA LUCHA
La Aurora, de
azafranado velo, se esparcía por toda la tierra, cuando Zeus, que se complace
en lanzar rayos, reunió la asamblea de dioses en la más alta de las muchas
cumbres del Olimpo. Y así les habló, mientras ellos atentamente le escuchaban:
¡Oídme todos, dioses
y diosas, para que os manifieste lo que en el pecho me dicta mi corazón!
Ninguno de vosotros, sea varón o hembra, se atreverá a transgredir mi mandato;
antes bien, asentid todos, a fin de que cuanto antes lleve a cabo cuanto me
propongo. El dios que intente separarse de los demás y socorrer a los teucros o
a los dánaos, volverá, como yo lo vea, afrentosamente al Olimpo; o cogiéndolo,
lo arrojaré al tenebroso Tártaro, muy lejos, en lo más profundo del báratro
debajo de la tierra... y conocerá en seguida cuánto aventaja mi poder al de las
demás deidades. Y si queréis, haced esta prueba, oh, dioses, para que os
convenzáis. Suspended del cielo una cadena dorada, cogeos todos, dioses y
diosas, de ella, y no os será posible arrastrar a Zeus, árbitro supremo, del
cielo a la tierra, por mucho que os canséis; pero si yo me propusiese tirar de
aquélla, os levantaría con la tierra y el mar, ataría un cabo de la cadena en
la cumbre del Olimpo y todo quedaría en el aire. Tan superior soy a los dioses
y a los hombres". Así habló y todos callaron.
NEGATIVA DE AQUILES A REINTEGRARSE A LA LUCHA
"Preciso es que
os manifieste lo que pienso hacer para que dejéis de importunarme unos por un
lado y otros por el opuesto. Me es tan odioso como las puertas del Orco quien
piensa una cosa y manifiesta otra. Diré, pues, lo que me parece mejor. Creo que
ni el Átrida Agamenón ni los dánaos lograrán convencerme, ya que para nada se
agradece el combatir siempre y sin descanso contra el enemigo. La misma
recompensa obtiene el que se queda en su tienda que el que pelea con valor; en
igual consideración son tenidos el cobarde y el valiente, y así muere el
holgazán como el trabajador. Ninguna ventaja me ha proporcionado sufrir tantos
pesares y exponer mi vida en el combate... Conquisté doce ciudades por mar y
once por tierra en la fértil región troyana; de todas saqué abundantes y preciosos
botines, que di al Átrida, y éste, que se quedaba en las veleras naves, los
recibió, repartió unos pocos y se guardó los restantes... Y a mí me quitó la
dulce esposa y la retiene aún: que goce durmiendo con él.
UN MAL PRESAGIO PARA LOS TROYANOS
Pero se detuvieron
indecisos en la orilla del foso, cuando ya se disponían a atravesarlo, por
haber aparecido encima de ellos y a su derecha un ave agorera: un águila de
alto vuelo, llevando en las garras una enorme serpiente sangrienta, viva
palpitante, que no había olvidado la lucha, pues encorvándose hacia atrás, la
hirió en el pecho, cerca del cuello. El águila, penetrada de dolor, dejó caer
la serpiente en medio de la muchedumbre y, chillando, voló con la rapidez del
viento. Los teucros se estremecieron al ver la manchada sierpe, prodigio de
Zeus, que lleva la égida.
Cuando Héctor
advirtió que el magnánimo Patroclo se alejaba y que lo habían herido con el
agudo bronce, le persiguió, por entre las filas, y le incrustó la lanza en la
parte inferior del vientre, que el hierro pasó de parte a parte, y el héroe
cayó con estrépito, causando gran aflicción al ejército aqueo. Como el león
acosa en la lucha al indómito jabalí cuando ambos pelean arrogantes en la cima
de un monte por un escaso manantial donde quieren beber, y el león vence con su
fuerza al jabalí, que respira anhelante; así Héctor Priámida privó de la vida,
hiriéndole con la lanza, al esforzado hijo de Menetio, que a tantos había dado
muerte.
PATROCLO MUERE
Apenas acabó de
hablar, la muerte le cubrió con su manto: el alma voló de los miembros y
descendió al Orco, llorando su muerte porque dejaba un vigoroso y joven cuerpo.
LOS CABALLOS DE AQUILES LLORAN LA MUERTE DE PATROCLO
Los corceles de
Aquiles lloraban, fuera del campo de la batalla, desde que supieron que su
auriga había sido postrado en el polvo por Héctor, matador de hombres. Por más
que Automedonte, hijo valiente de Diores, los aguijaba con el flexible látigo y
les dirigía palabras, ya suaves, ya amenazadoras, ni querían volver atrás, a
las naves y al vasto Helesponto, ni encaminarse hacia los aqueos que estaban
peleando. Como la columna se mantiene firme sobre el túmulo de un varón difunto
o de una matrona, tan inmóviles permanecían aquéllos con el magnífico carro.
Inclinaban la cabeza al suelo; de sus párpados se desprendían ardientes
lágrimas con que lloraban la pérdida del auriga, y las lozanas crines estaban manchadas
y caídas a ambos lados del yugo.
LLANTO Y DESESPERACIÓN DE AQUILES POR PATROCLO
El héroe cogió
ceniza con ambas manos y, derramándola sobre su cabeza, afeó su gracioso rostro
y manchó su túnica divina; después se tendió en el polvo, ocupando un gran
espacio, y con las manos se arrancaba los cabellos. Las esclavas que Aquiles y
Patroclo cautivaran, salieron afligidas y, dando agudos gritos, rodearon a
Aquiles. Todas se golpeaban el pecho y sentían desfallecer sus miembros.
Antíloco también se lamentaba, vertía lágrimas y tenía de las manos a Aquiles,
cuyo gran corazón se deshacía en suspiros, por temor a que se cortase la
garganta con el hierro. Dio Aquiles un horrendo gemido.
DESCRIPCIÓN DEL ESCUDO DE AQUILES
Hizo lo primero de
todo un escudo grande y fuerte, de variada labor, con triple cenefa brillante y
reluciente, provisto de una abrazadera de plata. Cinco capas tenía el escudo y
en la superior grabó el dios muchas y artísticas figuras, con sabia
inteligencia.
Allí puso la tierra,
el cielo, el mar, el sol infatigable y la luna llena; allí, las estrellas que
el cielo coronan, las Pléyades, las Híades, el robusto Orión y la Osa, llamada
por sobrenombre el Carro, la cual gira siempre en el mismo sitio, mira a Orión
y es la única que deja de bañarse en el Océano.
Allí representó
también dos ciudades de hombres dotados de palabra. En una se celebraban bodas
y festines: las novias salían de sus habitaciones y eran acompañadas por la
ciudad a la luz de antorchas encendidas, se oían repetidos cantos de himeneo,
jóvenes danzantes formaban ruedos, dentro de los cuales sonaban flautas y
cítaras, y las matronas admiraban el espectáculo desde los vestíbulos de las
casas. Los hombres estaban reunidos en el foro, pues se había suscitado una
contienda entre dos varones acerca de la multa que debía pagarse por un
homicidio: uno, declarando ante el pueblo, afirmaba que ya la tenía satisfecha:
el otro negaba haberla recibido, y ambos deseaban terminar el pleito
presentando testigos. El pueblo se hallaba dividido en dos bandos que aplaudían
sucesivamente a cada litigante; los heraldos aquietaban a la muchedumbre y los
ancianos, sentados sobre pulimentadas piedras en sagrado círculo, tenían en las
manos los cetros de los heraldos, de voz potente, y, levantándose uno tras otro
comunicaban la opinión que habían formado. En el centro estaban los dos
talentos de oro que debían darse al que mejor demostrara la justicia de su
causa.
La otra ciudad
aparecía cercada por dos ejércitos cuyos individuos, revestidos de lucientes
armaduras, no estaban acordes: unos deseaban arruinar la plaza y los otros
querían dividir en dos partes cuantas riquezas encerraba la hermosa población.
Pero los ciudadanos aún no se rendían y preparaban secretamente una emboscada.
mujeres, niños y ancianos, subidos a la muralla, la defendían. Los sitiados
marchaban llevando al frente a Ares y a Palas Atenea, ambos de oro y con aúreas
vestiduras, hermosos, grandes, armados y distinguidos, como dioses; pues los
hombres eran de estatura menor. Luego, en el lugar escogido para la emboscada,
que era a orillas de un río y cerca de un abrevadero que utilizaba todo el
ganado, se sentaban, cubiertos de reluciente bronce, y ponían a los centinelas
avanzados para que les avisaran de la llegada de las ovejas y de los bueyes de
retorcidos cuernos. Pronto se representaban los rebaños con dos pastores que se
recreaban buscando la zampoña, sin presentir la emboscada. Cuando los
emboscados los veían venir, corrían a su encuentro, se apoderaban de los
rebaños de bueyes y de los magníficos hatos de blancas ovejas y mataban a los
guardianes. Los sitiadores, que se hallaban reunidos en junta, oían el vocerío
que se alzaba en torno a los bueyes y montando ágiles corceles acudían
presurosos. Pronto se trababa a orillas del río una batalla, en la que se
herían unos a otros con broncíneas lanzas. Allí se agitaban la Discordia, el
Tumulto y la funesta Parca, que cogía a la vez a un guerrero con vida aún, pero
recientemente herido, dejaba ileso a otro y arrastraba, cogiéndolo de los pies,
a un tercero que había recibido la muerte por el campo de batalla; y el ropaje
que cubría su espalda estaba teñido de sangre humana. Todos se movían como
hombres vivos, peleaban y retiraban los muertos.
Representó también
una blanda tierra noval, un campo fértil y vasto que se labraba por tercera
vez: acá y allá muchos labradores guiaban las yuntas y, al llegar al confín del
campo, un hombre les salía al encuentro y les daba una copa de dulce vino,
volviendo ellos atrás, abriendo nuevos surcos y deseando llegar al otro extremo
del noval profundo. Y la tierra que dejaban a su espalda negreaba y parecía
labrada, siendo toda de oro, lo cual constituía una singular maravilla.
Grabó asimismo un
campo de crecidas mieses que los jóvenes segaban con hoces afiladas: muchos
manojos caían al suelo a lo largo del surco y con ellos formaban gavillas los
atadores. Tres eran éstos y unos rapaces cogían los manojos y se los llevaban
abrazados. En medio, de pie en un
surco, estaba el rey sin desplegar los labios, con el corazón alegre y el
corazón en la mano. Debajo de una encina, los heraldos preparaban para el
banquete un corpulento buey que habían matado. Y las mujeres aparejaban la
comida de los trabajadores, haciendo abundantes puches de blanca harina.
También entalló una
hermosa viña de oro cuyas cepas, cargadas de negros racimos, estaban sostenidas
por rodrigones de plata. La rodeaban un foso de negruzco acero y un seto de
estaño y conducía a ella un solo camino por donde pasaban los acarreadores
ocupados en la vendimia. Doncellas y muchachos, pensando en cosas tiernas,
llevaban el dulce fruto en cestos de mimbre; un muchacho tañía suavemente la
armoniosa cítara y entonaba con tenue voz un hermoso himno y todos le
acompañaban cantando, profiriendo voces de júbilo y golpeando con los pies el
suelo.
Representó luego un
rebaño de vacas de erguida cornamenta: los animales eran de oro y de estaño y
salían del establo mugiendo, para pastar a orillas de un sonoro río, junto a un
flexible cañaveral. Cuatro pastores de oro guiaban a las vacas y nueve perros
de pies ligeros los seguían. entre las primeras vacas, dos terribles leones
habían sujetado a un toro que daba fuertes mugidos. Los perseguían muchachos y
perros. Pero los leones lograban desgarrar la piel del animal y tragaban los
intestinos y la negra sangre, mientras los pastores intentaban, aunque
inútilmente, estorbarlo y azuzaban a los ágiles perros: éstos se apartaban de
los leones sin morderlos, ladraban desde cerca y rehuían el encuentro de las
fieras.
Hizo también el
ilustre Cojo de ambos pies un gran prado en fermoso valle, donde pacían las
cándidas ovejas, con establos, chozas techadas y apriscos.
El ilustre Cojo de
ambos pies puso luego una danza como la que Dédalo concertó en la vasta Cnosos
en obsequio de Ariadna, la e lindas trenzas. Muchachos y doncellas hermosas,
cogidos de las manos, se divertían bailando: éstas llevaban vestidos de sutil
lino y bonitas guirnaldas, y aquéllos, túnicas bien tejidas y algo lustrosas,
como frotadas con aceite, y sables de oro suspendidos de argénteos tahalíes.
Unas veces, moviendo los diestros pies, daban vueltas a la redonda con la misma
facilidad con que el alfarero aplica su mano al torno y lo prueba para ver si corre,
y en otras ocasiones se colocaban por hileras y bailaban separadamente. Gentío
inmenso rodeaba y se holgaba en contemplarlo. Un divino aedo cantaba,
acompañándose con la cítara y, en cuanto se oía el preludio, dos saltadores
hacían cabriolas en medio de la muchedumbre. En la orla del sólido escudo
representó la poderosa corriente del río Océano.
AQUILES ANUNCIA QUE DEPONE SU IRA
Cuando todos los
aqueos se hubieron congregado, levantándose entre ellos, dijo Aquiles, el de
los pies ligeros: "¡Átrida! Mejor hubiera sido para ambos continuar unidos
que sostener, con el corazón angustiado, esta disputa roedora por una muchacha.
Así la hubiese matado Artemis en las naves con una de sus flechas el mismo día
que la cautivé al tomar a Lirneso; y no habrían mordido el anchuroso suelo
tantos aquivos como sucumbieron a manos del enemigo mientras duró mi cólera. El
beneficio fue para Héctor y los troyanos y me figuro que los aqueos se
acordarán largo tiempo de nuestro altercado. Pero dejemos el pasado, aunque nos
encontremos afligidos, puesto que es preciso refrenar el furor del pecho. Desde
ahora depongo la cólera, que no sería razonable estar siempre
irritado...". Así habló y los aqueos, de hermosas grebas, se holgaron de
que el magnánimo Pélida renunciara a la cólera.
ZEUS CONVOCA UNA ASAMBLEA: LOS DIOSES PUEDEN INTERVENIR EN LA GUERRA
Le respondió Zeus,
que amontona las nubes: "Comprendiste, Poseidón, que bates la tierra, el
designio que encierra mi pecho y por el cual os he reunido. Me curo de ellos,
aunque van a perecer. Yo me quedaré sentado en la cumbre del Olimpo y recrearé
mi espíritu observando la batalla; y los demás idos hacia los teucros y los
aqueos, y cada uno auxilie a los que quiera. Pues si Aquiles, el de los pies
ligeros, combatiese solo con los teucros, éstos no resistirían ni un instante
la acometida del hijo de Peleo. Ya antes huían espantados al verle y temo que
ahora, que tan enfurecido tiene el ánimo por la muerte de su compañero, destruya
el muro de Troya contra la decisión del
hado".
EJEMPLO DE INTERVENCIÓN DE DIOSES EN LA BATALLA
Y los teucros se
espantaron y un fuerte temblor les ocupó los miembros, tan pronto como vieron
al Pélida, ligero de pies, que con su reluciente armadura semejaba al dios
Ares, funesto a los mortales. Pero así que las olímpicas deidades penetraron
por entre la muchedumbre de los guerreros, se levantó la terrible Discordia,
que enardece a los varones; Atenea daba fuertes gritos, unas veces a orillas
del foso cavado al pie del muro, y otras en los altos y sonoros promontorios; y
Ares, que parecía un negro torbellino, vociferaba también y animaba vivamente a
los teucros, ya desde el punto más alto de la ciudad ya corriendo por la llamada
Colina hermosa, a orillas del Simois.
POSEIDÓN DECIDE SACAR A ENEAS DE LA BATALLA
"¡Oh dioses! Me
causa pesar el magnánimo Eneas, que pronto, sucumbiendo a manos del Pélida,
descenderá al Orco por haber obedecido las palabras del flechador Apolo.
¡Insensato! El dios no te librará de la triste muerte. Pero, ¿por qué ha de
padecer, sin ser culpable, las penas que otros merecen, habiendo ofrecido
siempre gratos presentes a los dioses, que habitan el anchuroso cielo? Ea,
librémosle de la muerte, no sea que Zeus se enoje si Aquiles lo mata, pues el
destino quiere que se salve a fin de que no perezca ni se extinga el linaje de
Dárdano, que fue amado por el Saturnio con preferencia a los demás hijos que
tuvo de mujeres mortales. Ya Zeus aborrece a los descendientes de Príamo; pero
el fuerte Eneas reinará sobre los troyanos y luego los hijos de sus hijos que
sucesivamente nazcan".
"¡Eneas! ¿Cuál
de los dioses te ha ordenado que cometieras la locura de luchar cuerpo a cuerpo
con el animoso Pélida, que es más fuerte que tú y mas caro a los inmortales?
Retírate cuantas veces lo encuentres, no sea que haga descender a la morada de
Plutón antes de los dispuesto por el hado. Pero cuando Aquiles haya muerte, por
haberse cumplido su destino, pelea confiadamente entre los combatientes
delanteros, que no te matará ningún otro aquivo".
Con lánguida voz le
respondió Héctor, el de tremolante casco: "Te lo ruego por tu alma, por
tus rodillas y por tus padres: ¡No permitas que los perros me despedacen y devoren junto a las naves
aqueas! Acepta el bronce y el oro que en abundancia te darán mi padre y mi
venerada madre y entrega a los míos el cadáver para que lo lleven a mi casa y
los troyanos y sus esposas lo pongan en la pira."
Mirándole con torva
mirada, le contestó Aquiles, el de los pies ligeros: "No me supliques,
¡perro!, por mis rodillas ni por mis padres. Ojalá el furor y el coraje me
incitaran a cortar tus carnes y a comérmelas crudas. ¡Tales agravios me has
inferido! ¡Nadie podrá apartar de tu cabeza a los perros aunque me den diez o
veinte veces el debido rescate y me prometan más, aunque Príamo Dardánida
ordene redimirte a peso de oro; ni aun así, la veneranda madre que te dio a luz
te pondrá en un lecho para llorarte, sino que los perros y las aves de rapiña
destrozarán tu cuerpo".
Contestó, ya
moribundo, Héctor, el de tremolante casco: "Bien te conozco y no era
posible que te persuadiese, porque tienes en el pecho un corazón de hierro.
Guárdate de que atraiga sobre ti la cólera de los dioses, el día en que Paris y
Febo Apolo te harán perecer, no obstante tu valor, en las puertas Esceas".
Apenas acabó de
hablar, la muerte le cubrió con su manto: el alma voló de los miembros y descendió
al Orco, llorando su suerte, porque dejaba un cuerpo vigoroso y joven.
AQUILES ARRASTRA EL CADÁVER DE HÉCTOR
Dijo, y para tratar
ignominiosamente al divino Héctor le horadó los tendones de detrás de ambos
pies desde el tobillo hasta el talón; introdujo correas de piel de buey y le
ató al carro, de modo que la cabeza fuese arrastrando; luego, recogiendo la
magnífica armadura, subió y picó a los caballos para que arrancaran, y éstos
volaron gozosos. Gran polvareda levantaba el cadáver mientras era arrastrado:
la negra cabellera se esparcía por el suelo y la cabeza, antes tan graciosa, se
hundía en el polvo, porque Zeus la entregó entonces a los enemigos para que
allí, en su misma patria, la ultrajaran. Así la cabeza de Héctor se manchaba de
polvo.
LLANTO Y LAMENTOS DE ANDRÓMACA
"¡Héctor! ¡Ay
de mí, infeliz! Ambos nacimos con la misma suerte... Ahora tú desciendes a la
mansión del Orco, en el seno de la tierra, y me dejas en el palacio viuda y sumida
en triste duelo. Y el hijo, aún infante, que engendramos tú y yo
infortunados... Ni tú serás su amparo, Héctor, pues has muerto, ni él el
tuyo... El mismo día en que un niño queda huérfano, pierde todos los amigos, y
en adelante va cabizbajo y con las mejillas bañadas en lágrimas... Y volverá a
su madre viuda, llorando, el joven Astianacte, que en otro tiempo, sentado en
las rodillas de su padre, sólo comía médula y grasa pingüe de ovejas, y cuando
se cansaba de jugar y se entregaba al sueño, dormía en blanda cama, en brazos
de una nodriza, con el corazón lleno de gozo; pero ahora que ha muerto su
padre, mucho tendrá que padecer Astianacte... Y a ti, cuando los perros te
hayan despedazado, los movedizos gusanos te comerán desnudo, junto a las corvas
naves; habiendo en el palacio vestiduras finas y hermosas, que las esclavas
hicieron con sus manos...". Tal dijo, llorando, y las mujeres gimieron.
PIRA DE PATROCLO: OFRENDAS Y SACRIFICIOS DE CABALLOS, PERROS Y JÓVENES
TROYANOS
Cuando llegaron al
lugar que Aquiles les señaló, dejaron el cadáver en el suelo, y en seguida
amontonaron abundante leña. Entonces, el divino Aquiles, el de los pies
ligeros: tuvo otra idea: separándose de la pira, se cortó la rubia cabellera,
que conservaba espléndida para ofrecerla al río Esperquio y exclamó, apenado,
fijando los ojos en el vinoso ponto:
¡Oh Esperquio! En
vano mi padre Peleo te hizo el voto de que yo, al volver a la tierra patria, me
cortaría la cabellera en tu honor... Tal voto te hizo el anciano, pero tú no
has cumplido su deseo. Y ahora, como no he de volver a la tierra patria, daré
mi cabellera al héroe Patroclo para que se la lleve consigo".
Dicho esto, puso la
cabellera en manos del amigo y a todos les sobrevino el deseo de llorar. Y,
entregados al llanto los hubiera dejado el sol al ponerse, si Aquiles no se
hubiese acercado a Agamenón, para hablarle: "Átrida, ... de lo que resta
nos cuidaremos nosotros a quienes corresponde de un modo especial honrar al
muerto. Quédense tan sólo los caudillos".
Al oírlo, el rey de
los hombres Agamenón despidió a la gente para que volviera a las naves bien
proporcionadas, y los que cuidaban del funeral amontonaron leña, levantaron una
pira de cien pies por lado, y con el corazón afligido, pusieron en ella el
cuerpo de Patroclo. Delante de la pira mataron y desollaron muchas pingües
ovejas y bueyes de tornátiles pies y curvas astas; y el magnánimo Aquiles
tomó la grasa de aquéllas y de éstos,
cubrió con la misma el cadáver de pies a cabeza y hacinó alrededor los cuerpos
desollados. Llevó también a la pira dos ánforas, llenas respectivamente de miel
y aceite, y las abocó al lecho; y exhalando profundos suspiros, arrojó a la
hoguera cuatro corceles de erguido cuello. Nueve perros tenía el rey que se alimentaban
de su mesa y, degollando a dos, los echó igualmente en la pira. Le siguieron
doce hijos valientes de troyanos ilustres, a quienes mató con el bronce, pues
el héroe meditaba en su corazón acciones crueles. Y entregando la pira a la
violencia indomable del fuego para que la devorara, gimió y nombró al amado
compañero.
JUEGOS EN HONOR DE PATROCLO: EXPOSICIÓN DE PREMIOS PARA LOS VENCEDORES
Y, erigido el
túmulo, volvieron a su sitio. Aquiles detuvo al pueblo y le hizo sentar,
formando un gran circo; y al momento sacó de las naves, para premios de los que
vencieran en los juegos calderas, trípodes, caballos, mulos , bueyes de robusta
cabeza, mujeres de hermosa cintura, y luciente hierro.
Empezó por exponer
los premios destinados a los veloces aurigas: el que primero llegara se
llevaría una mujer diestra en primorosas labores y un trípode con asas, de 22
medidas; para el segundo ofreció una yegua de seis años, indómita, que llevaba
en su vientre un feto de mulo; para el tercero, una hermosa caldera no puesta
al fuego y luciente aún, cuya capacidad era de cuatro medidas; para el cuarto
dos talentos de oro; y para el quinto, un vaso de dos asas que la llama no
había tocado todavía.
CARRERA DE CARROS
Todos a un tiempo
levantaron el látigo, lo dejaron caer sobre los caballos y los animaron con
ardientes voces. Y éstos, alejándose de las naves, corrían por la llanura con
suma rapidez: la polvareda que levantaban les envolvía el pecho como una nube o
un torbellino y las crines ondeaban al soplo del viento. Los carros, unas veces
tocaban el fértil suelo y otras daban saltos en el aire; los aurigas
permanecían en las sillas con el corazón palpitante por el deseo de victoria;
cada cual animaba a sus corceles, y éstos volaban, levantando polvo, por la
llanura.
Pero, cuando los
veloces caballos llegaron a la segunda mitad de la carrera y ya volvían hacia
el espumoso mar, entonces se mostró la pericia de cada conductor, pues todos
aquellos comenzaron a galopar. Venían delante las yeguas de pies ligeros de
Eumelo Feretíada. Le seguían los caballos de Diomedes, procedentes de los de
Tros; y estaban tan cerca del primer carro, que parecía que iban a subir en él:
con su aliento calentaban la espalda y anchos hombros de Eumelo y volaban
poniendo la cabeza sobre él mismo. Diomedes lo hubiera adelantado o por lo
menos hubiera conseguido que la victoria fuese indecisa, si Febo Apolo, que
estaba irritado con el hijo de Tideo, no le hubiese hecho caer el lustroso
látigo. Se afligió el héroe y las lágrimas humedecieron sus ojos al ver que las
yeguas corrían más que antes y en cambio sus caballos aflojaban, porque ya no
sentían el azote. No le pasó inadvertido a Atenea que Apolo jugara esta treta
al Tídida y, corriendo hacia el pastor de hombres, le devolvió el látigo, a la
vez que daba nuevos bríos a sus caballos. Y la diosa, irritada, se encaminó al
momento hacia el hijo de Admeto y le rompió el yugo: cada legua se fue por su
lado, fuera del camino, el timón cayó a la tierra y el héroe vino al suelo,
junto a una rueda. Se hirió en los codos, boca y narices, se rompió la frente
por encima de las cejas, se le arrasaron los ojos de lágrimas y la voz,
vigorosa y sonora, se le cortó. El Tídida guió los solípedos caballos, desviándolos
un poco, y se adelantó un gran espacio a todos los demás, porque Atenea
vigorizó sus corceles y le concedió a él la gloria del triunfo. Le seguía el
rubio Menelao Átrida e inmediato a él iba Antíloco, que animaba a los caballos
de su padre...
Pronto el belicoso
Antíloco alcanzó a descubrir el punto más estrecho del camino (había allí una
hendidura de la tierra, producida por el agua estancada del invierno, la cual
robó parte de la senda y cavó el suelo), y por aquel sitio guiaba Menelao sus
corceles, procurando evitar el choque con los demás carros. Pero Antíloco,
torciendo la rienda a sus caballos, sacó el caro fuera del camino y por un lado
y de cerca seguía a Menelao...
Las yeguas del
Átrida cejaron y él mismo, voluntariamente, dejó de avivarlas: no fuera que los
solípedos caballos, tropezando los unos con los otros, volcaran los fuertes
carros y ellos cayeran en el polvo por el anhelo de alcanzar la victoria...
Los argivos,
sentados en el circo, no quitaban los ojos de los caballos y éstos volaban,
levantando polvo por la llanura...
Cuando Diomedes
llegó al circo, detuvo el luciente carro. Copioso sudor corría de la cerviz del
pecho de los bridones hasta el suelo y el héroe, saltando a tierra, dejó el
látigo colgado del yugo... Después de Diomedes llegó Antíloco, descendiente de
Neleo, el cual se había anticipado a Menelao por haber usado de fraude y no por
la mayor ligereza de su carro; pero así y todo Menelao guiaba muy cerca de él
los veloces caballos... Y si la carrera hubiese sido más larga, el Átrida lo
habría adelantado, sin dejar dudosa la victoria... Se presentó, por último, el
hijo de Admeto, tirando de su hermoso carro y conduciendo por delante los
caballos.
PUGILATO
"¡Átrida y
demás aqueos de hermosas grebas! Invitemos a los dos varones que sean más
diestros a que levanten los brazos y combatan a puñetazos por estos premios.
Aquel a quien Apolo conceda la victoria, reconociéndolo asó todos los aqueos,
conduzca a su tienda la mula sufridora del trabajo; el vencido se llevará la
copa doble."...
Le ató el cinturón y
le dio unas bien cortadas correas de piel de buey salvaje. Ceñidos ambos
contendientes, comparecieron en medio del circo, levantaron las robustas manos,
se acometieron y los fornidos brazos se entrelazaron. Crujían de un modo
horrible las mandíbulas y el sudor brotaba de todos los miembros...
Le rodearon todos
los compañeros y se lo llevaron del circo: arrastraba los pies, escupía negrea
sangre y la cabeza se le inclinaba a un lado. Lo sentaron entre ellos,
desvanecido, y fueron a recoger la copa doble.
LUCHA LIBRE
El Pélida sacó
después otros premios para el tercer juego, la penosa lucha, y se los mostró a
los dánaos... Alzóse en seguida el gran Áyax Telamonio y luego el ingenioso
Ulises, fecundo en ardides. Puesto el ceñidor, fueron a encontrarse en medio
del circo y se cogieron con los robustos brazos... Sus espaldas crujían,
estrechadas vigorosamente por los fuertes brazos; copioso sudor les brotaba de
todo el cuerpo; muchos cruentos cardenales iban apareciendo en los costados y
en las espaldas; y ambos contendientes anhelaban alcanzar siempre la
victoria... Pero ni Ulises lograba hacer caer y derribar por el suelo Áyax, ni
éste a aquel, porque la gran fuerza de Ulises se lo impedía...
Le hizo perder
tierra, pero Ulises no se olvidó de sus ardides, pues dándole por detrás un
golpe en la corva, le dejó sin vigor los miembros, lo hizo venir al suelo, de
espaldas, y cayó sobre su pecho. La muchedumbre quedó admirada y atónita al
contemplarlo. Luego, el divino y paciente Ulises alzó un poco a Áyax, pero no
consiguió sostenerlo en vilo, porque se le doblaron las rodillas y ambos
cayeron al suelo, el uno cerca del otro, y se mancharon de polvo. Se levantaron
y hubieran luchado por tercera vez, si Aquiles, poniéndose en pie, no los
hubiera detenido:
"No luchéis ya,
no os hagáis más daño. La victoria quedó por ambos. Recibid igual premio y
retiraos para que entren en los juegos otros aquivos".
VELOCIDAD EN LA CARRERA
El Pélida sacó otros
premios para la velocidad en la carrera. Expuso primero una crátera de plata
labrada... Para el que llegase el segundo señaló un buey corpulento y pingüe y
para él último medio talento de oro.
LUCHA CON PICA, ESCUDO Y CASCO
Se levantó en
seguida el gran Áyax Telamonio y luego el fuerte Tídida Diomedes. Tan pronto
como se hubieron armado, separadamente de la muchedumbre, fueron a encontrarse
en medio del circo, deseosos de combatir y mirándose con torva mirada. Todos
los aqueos se quedaron atónitos. Cuando se hallaron frente a frente, tres veces
se acometieron y tres veces procuraron herirse de cerca... Y los aqueos,
temiendo por Áyax, mandaron cesar la lucha y ambos contendientes se llevaron
igual premio.
LANZAMIENTO DE PESO
"¡Levantaos los
que hayáis de entrar en este certamen! La presente bola proporcionará al que
venza cuanto hierro necesite durante cinco años, aunque sean muy extensos sus
fértiles campos, y sus pastores y labradores no tendrán que ir por hierro a la
ciudad".
LANZAMIENTO DE FLECHAS CON ARCO
Luego sacó Aquiles
azulado hierro para los arqueros, colocando en el circo diez flechas grandes y
otras diez pequeñas. Clavó en la arena, a lo lejos, un mástil de navío después
de atar en su punta, por el pie y con delgado corcel, una tímida paloma, y les
invitó a tirarle flechas, diciendo: "El que hiera a la tímida paloma, se
llevará a su casa las hachas grandes; el que acierte a dar en la cuerda sin
herir al ave, como más inferior, tomará las hachas pequeñas.
AQUILES ARRASTRA EL CADÁVER DE HÉCTOR ALREDEDOR DE LA PIRA
Se disolvió la junta
y los guerreros se dispersaron por las naves, tomaron la cena y se regalaron
con el dulce sueño. Aquiles lloraba, acordándose del compañero querido, sin que
el sueño, que todo lo rinde, pudiera vencerle: daba vueltas acá y allá y con
amargura traía a la memoria el vigor y gran ánimo de Patroclo, lo que de común
con él llevara al cabo y las penalidades que ambos habían padecido, combatiendo
con los hombres o surcando las temibles ondas. Al recordarlo, prorrumpía en abundantes lágrimas: se echaba
de lado o de espaldas o de frente y, al fin, levantándose, vagaba triste por la
playa. Nunca le pasaba inadvertido el despuntar de la Aurora sobre el mar y sus
costas; entonces uncía al carro los ligeros corceles y, atando al mismo el
cadáver de Héctor, lo arrastraba hasta dar tres vueltas al túmulo del difunto
Menetíada; acto continuo volvía a reposar en la tienda y dejaba el cadáver
tendido de cara al polvo. Pero Apolo, apiadándose del varón aun después de
muerto, le libraba de toda injuria y lo protegía con la égida de oro para que
Aquiles no lacerase el cuerpo mientras lo arrastraba.
SÚPLICA DE PRÍAMO POR LA DEVOLUCIÓN DEL CADÁVER. AQUILES LLORA
"Respeta a los
dioses, Aquiles, y apiádate de mí, acordándote de tu padre; yo soy aún más
digno de compasión que él, puesto que me atreví a lo que ningún otro mortal de
la tierra: a llevar a mis labios la mano del hombre matador de mis hijos".
Así habló. A Aquiles
le vino deseo de llorar por su padre y, cogiendo la mano de Príamo, lo apartó
suavemente. Los dos lloraban afligidos por los recuerdos: Príamo, acordándose
de Héctor, matador de hombres, derramaba copiosas lágrimas postrado a los pies
de Aquiles; éste las vertía unas veces por su padre, otras por Patroclo, y los
gemidos de ambos resonaban en la tienda.
FUNERALES DE HÉCTOR
Pronto la gente del
pueblo, unciendo a los carros bueyes y mulos, se reunió fuera de la ciudad. Por
espacio de nueve días acarrearon abundante leña. Cuando por décima vez despuntó
la Aurora, que trae la luz a los mortales, sacaron, con los ojos preñados de
lágrimas, el cadáver del audaz Héctor, lo pusieron en lo alto de la pira y le
prendieron fuego.
Pero, así que se descubrió la hija de la mañana, la
Aurora de rosados dedos, se congregó el pueblo en torno a la pira del ilustre
Héctor. Cuando todos estaban reunidos, apagaron con negro vino la parte a la
que la llama había alcanzado. Seguidamente los hermanos y amigos, gimiendo y
corriéndoles las lágrimas por las mejillas, recogieron los blancos huesos y los
colocaron en una urna de oro, envueltos en fino velo de púrpura. Depositaron la
urna en el hoyo, que cubrieron con muchas y grandes piedras, amontonaron tierra
y erigieron el túmulo. Habían puesto centinelas por todos lados, para vigilar
si los aqueos, de hermosas grebas, los atacaban. Levantado el túmulo, se
volvieron y, reunidos después en el palacio del rey Príamo, alumno de Zeus,
celebraron el espléndido banquete fúnebre. Así celebraron las honras de Héctor,
domador de caballos.