ANTÍGONA
La tragedia cuenta
la saga tebana, en concreto, el simulacro de enterramiento de su hermano
Polinices en contra del decreto del vencedor. Es un choque de caracteres cuyo
trágico desenlace constituye una defensa de la religiosidad tradicional: no se
debe cometer impiedad contra los dioses. Aquí encontramos el punto inicial de
la tragedia: no hay sepultura para Polinices.
Antígona.-
¿Pues no tiene Creonte, a nuestros dos hermanos, al uno honrado con sepulcro y
al otro afrentado sin él? A Etéocles, según cuentan, reconociéndole los
derechos de la ley y las costumbres, le concede sepultura con grande gloria
entre los nuestros de allí abajo; pero al triste cadáver de nuestro difunto
hermano Polinices dicen que ha mandado a voz de pregón en la ciudad que nadie le
dé enterramiento, nadie le lamente, sino que le abandonen sin duelo, sin
sepulcro, para pasto deleitoso de las aves, que lo devoren a su sabor en
descubriéndolo.
Reflexión del coro
sobre el hombre.
Coro.-
Muchos son los misterios; nada más misterioso que el hombre. El cruza la
extensión del espumoso ponto, en alas del noto proceloso, y lo surca oculto
entre olas que braman en su derredor. Y a la más venerada de las diosas, a la
Tierra, a la incorruptible, a la infatigable, la va él fatigando con el ir y
venir de los arados, año tras año, trabajándola con la raza caballar.
Las bandadas de aves de
tornadiza cabeza él las envuelve y apresa, y al tropel también de las fieras
montaraces, y a los seres que pueblan el hondo mar, en las mallas de sus
labradas redes, ¡hombre ingenioso por demás! El domeña con su industria a la
fiera que se pasea salvaje en las montañas, y enfrena al corcel de hirsuta
cerviz sujetándola al yugo domador, y no menos al toro montaraz indómito.
Él se ha procurado el lenguaje y
los alados pensamientos, y los sentimientos que regulan las naciones, y sabe
esquivar los dardos de los hielos insufribles a la intemperie, y el azote de
las lluvias. ¡Inexhausto en recursos. Sin recursos no le sorprende azar alguno.
Sólo para la muerte no ha inventado evasión. Y sabe escapar de las
enfermedades, aun de las más rebeldes.
Dotado de tan sagaz inventiva,
industriosa por demás, unas veces hacia el mal, otras veces se desliza en el
bien. Si armoniza las leyes de su patria y la justicia jurada de los dioses,
feliz sea en su patria; sin patria sea el que llevado de la insolencia vive en
la injusticia. Jamás sea huésped mío ni sienta como yo quien tal hiciere.
Antígona responde
a Creonte sin someterse a su poder.
Creonte.-
¿Y te atreviste, con todo, a violar estas leyes?
Antígona.- No era Zeus quien me imponía
tales órdenes, ni es la Justicia, que tiene su trono con los dioses de allá
abajo, la que ha dictado tales leyes a los hombres, ni creí que tus bandos
habían de tener tanta fuerza que habías tu, mortal, de prevalecer por encima de
las leyes no escritas e inquebrantables de los dioses. Que no son de hoy ni son
de ayer, sino que viven en todos los tiempos y nadie sabe cuándo aparecieron.
No iba yo a incurrir en la ira de los dioses violando esas leyes por temor a
los caprichos de hombre alguno. Que había de morir ya lo sabía, ¿cómo no?
Aunque no lo hubieses anunciado. Pero si muero antes de sazón, yo lo reputo por
ganancia; porque quien vive como yo, metida en males sin cuento, ¿cómo no ha de
salir gananciosa muriendo? Así que a mi, al menos, sucumbir en este lance nada
me duele; el que al hijo de mi madre muerto le ultrajaran los perros, eso sí
que me dolería; lo demás a mí no me duele. Y si a ti te parece que es locura lo
que hago, quizá parezco loca a quien es un loco.
Corifeo.-
Bravía se muestra la niña, digna hija de su bravío padre; pero no sabe
doblegarse a la desdicha.
Creonte.- Pues sábete tú (al Coro) que las cabezas demasiado
tiesas son las que más fácilmente caen; tú habrás observado que el acero que
cocido al fuego es más resistente es el que de ordinario se casca y salta en
pedazos. Pero yo sé que un pequeño bocado basta para sujetar a los más fogosos
caballos, y no está para altivos pensamientos el que es siervo de su vecino.
Ésta, insolente, ha sabido andar al violar leyes decretadas, y después de hacerlo, aún es mayor esta su segunda
insolencia de jactarse de ello y reírse de haberlo hecho. Pues a fe que no soy
yo hombre y es hombre esta chiquilla, si esta victoria ha de quedar por ella y
sin castigo. Bien puede ser hija de mi hermana y más pariente mía que todos los
adoradores de mi Zeus doméstico; ni ella ni su hermana han de escapar de los
suplicios mas atroces; pues también a la otra la condeno igualmente como
cómplice del mismo enterramiento.
Llamadla acá; hace un momento la
he visto por casa presa del furor y fuera de sí. Que suele, aun antes del
hecho, acusarse a sí mismo de traidor el corazón de los que en las tinieblas
están tramando alguna maldad. Aunque también da coraje esto de ser sorprendido
en un delito y luego tomarlo a honra.
Antígona.-
¿Deseas cosa más grave que cogerme y darme muerte?
Creonte. - Sólo eso; y haciéndolo lo
tengo todo.
Antígona.- ¿Pues a qué aguardas? Que
así como nada hay en tus palabras que pueda gustarme a mí, ¡ojalá no lo haya
jamás!, así nada hay en las mías que a ti pueda agradarte. Por más que, si por
gloria va, ¿en qué podría yo alcanzarla mayor que en dar sepultura a mi
hermano? Esto todos los presentes lo aprobarán a voces, si el miedo no les
cerrara la boca. Sino que los tiranos tienen, entre mil otras ventajas, la de
hacer y decir impunemente lo que les place.
Hemón = sensatez /
Creonte = orgullo.
Corifeo.-
Justo es, oh rey, que tú aceptes lo que éste dice de bueno, y él a su vez lo
tuyo. Buenas son las razones de ambos.
Creonte.-
Eso es; yo, a mi edad, voy a recibir lecciones de prudencia de un rapaz de la
edad de éste.
Hemón.-
En lo que no sea razonable, no; si yo soy joven, no es a la edad, sino a la
razón, a la que hay que mirar.
Creonte.-
Pues tiene razón eso de honrar a los rebeldes.
Hemón.-No
seré yo quien pida obsequios para ningún sedicioso.
Creonte.-
¿No hemos sorprendido a ésta en ese crimen?
Hemón.-
Toda esta ciudad de Tebas grita que no.
Creonte.-
¿Y la ciudad va a dictarme a mí lo que yo tengo que mandar?
Hemón.-
Mira que estás hablando como muy joven.
Creonte.-
¿Pero en la patria mando yo al arbitrio de otros o al mío?
Hemón.-
No es patria lo que es posesión de un solo hombre.
Creonte.-
¿Pero la patria no se dice que es del que la manda?
Hemón.-
Donosamente reinarías tú solo en un desierto.
Creonte.-
Este, a lo que se ve, pelea por una mujer.
Hemón.-
Si tú eres esa mujer...; por ti estoy afanándome yo.
Creonte.- ¡Ah descarado! En abierta oposición con tu
padre.
Hemón.-
Es que te veo pisotear toda justicia.
Creonte.-
¿Es injusticia defender mi autoridad?
Hemón.-
No es defenderla; es conculcar los derechos de los dioses.
Creonte.-
¡Oh ralea vil! ¡Subyugado por una mujer!
Hemón.-
Pero jamás vencido por la vileza; eso, no.
Creonte.-
Si en todo lo que dices estás hablando por ella.
Hemón.-
Y por mí y por ti y por todos los dioses de allá abajo.
Creonte.-
¡Pues con ésa, al menos viva, no te casas !
Hemón.-
Bueno; ella morirá, pero al morir hará perecer a otro.
Creonte.-
¿Hasta a amenazarme te atreves en tu insolencia?
Hemón.-
¿Es amenazar refutar razonamientos hueros?
Creonte.-
El dolor te meterá en juicio; tu razón sí que está huera.
Hemón.-
Si no fueses padre mío, yo dijera que no tienes juicio.
Creonte.-
Juguete de vil mujer, no me marees más.
Hemón.-
Dices tú lo que quieres y no quieres que se te conteste.
Creonte.-
¿De veras? Pues, por todo el Olimpo, tenlo por cierto, no te has de alegrar de
esos denuestos con que me estás zahiriendo. Traed acá a aquella vil criatura, y
que muera inmediatamente ante sus mismos ojos y muy cerca de su prometido.
Hemón.- ¡Cerca de mi, no!, no lo creas,
no: ni ella muere junto a mi, ni tú vuelves a ver mi cara con ×tus ojos; pasea
tu frenesí entre aquéllos de los tuyos que te quieran aguantar.
Elementos
mitológicos en el parlamento del coro.
Coro.- También se vio forzada a
dejar la luz de los cielos por una mazmorra de bronce la belleza de Dánae. Pero
allí en lo escondido, enlazada se vio en tálamo sepulcral. ¡Y era ella ilustre
por su sangre! ¡oh niña, niña! y guardó dentro de si los gérmenes de Zeus en
lluvia de oro. Pero es misteriosa la fuerza del Hado; ni las lluvias, ni la
guerra, ni las torres, ni las naves que azota el mar bastan a esquivarlo.
Enlace hubo también para el
feroz irascible, para el hijo de Driante, y rey de los Edones, en su insultante
intemperancia encarcelado por Dioniso en prisión de piedra. Así descarga gota a
gota la feroz y exuberante hinchazón de su locura. El comprendió que en sus
locuras irritaba al dios con su insultante lengua; pues estaba atajando a las
inspiradas Bacantes, y el fuego de sus orgías, y provocaba a las musas amadoras
de las flautas.
Ahí están también las playas
Bosfóricas de las aguas Cianeas de entrambos mares, y el inhóspito Salmideso de
Tracia, donde Ares, vecino a la ciudad, vio la herida de maldición hecha a los
dos hijos de Fineo por brutal cónyuge, herida que los cegó, y dejó sin luz las
órbitas de aquellos ojos clamando venganza, destrozados con sangrientas manos y
con la punta de la lanzadera.
Y consumiéndose allí lloraban
tristes el triste infortunio causado por el padre ¡generación de infaustas
bodas! Ella venia de la antigua raza de los Erectidas, y fue criada en
apartadas cavernas entre las tempestades de su padre, hija de Bóreas, veloz
cual un corcel, y en riscos empinados. Hija era de dioses, pero también a ella
la alcanzaron las Parcas de larga vida, ¡oh niña!
Muerte de Hemón.
Corifeo.-
¿Qué infausta noticia vienes a contarnos de nuestros soberanos?
Mensajero.-
Han muerto; y los hoy vivos son causantes de la muerte.
Corifeo.-
¿Quién es el asesino? ¿Quién es el muerto? Di.
Mensajero.-
Hemón es muerto; mano no extraña le ha herido.
Corifeo.-
¿Cuál? ¿La de su padre? ¿Su propia mano?
Mensajero.-
Él a sí mismo, furioso contra el padre por su sentencia de muerte.
Muerte de la mujer
de Creonte.
Paje.-
Señor, males aquí presentes y males en reserva; desgracias te acompañaban al
venir y desgracias te esperan en casa, y pronto las vas a ver.
Creonte.-
¿Qué pasa? ¿Hay males mayores, hay males aún posibles ?
Paje.-
Ha muerto tu esposa, la madre de este difunto, hace un momento, de un golpe
mortal, reciente.
Moraleja final.
Corifeo.-
ES con mucho la sensatez lo primero para la ventura. Contra los dioses jamás se
ha de ser irreverente. Las palabras altaneras acarrean a los soberbios castigos
atroces, y a la vejez, por fin, les enseñan a ser cuerdos.
ELECTRA
Cuenta la leyenda
de la familia de Agamenón: su asesinato por parte de su esposa y la venganza
tomada sobre su madre de Orestes y Electra. En el siguiente fragmento
encontramos el plan urdido por Orestes.
Orestes.-
¡Ah, tú, el más fiel de los servidores! ¡Cuán a las claras nos estás probando
tu ingénita lealtad para con nosotros! Como caballo de noble raza que, aun
viejo y todo, a la hora del peligro no desmiente su antiguo brío, sino que
yergue empinadas las orejas, así nos empujas a nosotros tú, y a ti mismo te
pones en primera fila. Voy a exponerte, pues, lo que se me ofrece: y tú presta
atento oído a mis razones, y si en algo no atino con lo que conviene,
corrígeme.
Pues
bien, cuando fui al pítico oráculo a consultar cómo había de tomar venganza de
los asesinos de mi padre, me dio por respuesta Febo lo que ahora vas a oír: que
yo mismo, en persona, sin ayuda de armas ni de ejército, con un dolo perpetrara
furtivamente las justas muertes.
Y pues esto es lo que el dios
nos manda, tú ve, y cuando la ocasión te lo aconseje, entra en este palacio y
entérate de todo lo que en él sucede, para que puedas darme puntual cuenta de
cuanto hubieres visto. Pues por la vejez y por la larga ausencia no hay miedo de que te reconozcan, ni sospecharán
de ti viéndote así encanecido. Echa mano de este pretexto: dirás que eres un
extranjero, focense, y que vienes de parte de Fanoteo, pues él es el más
poderoso aliado que tienen. Les anunciarás luego, y refuérzalo con juramento,
cómo ha muerto Orestes de un accidente fatal, precipitado de una carroza de
raudo correr en los certámenes píticos. Este ha de ser el ardid.
Mientras
tanto, nosotros vamos a coronar primero, como lo ordenó el oráculo, la tumba del
padre con libaciones y bucles cortados de nuestra cabeza, y luego volveremos de
nuevo acá otra vez, trayendo en las manos la urna de bronce que sabes tengo
escondida entre unas matas por ahí. De modo que, con unas falsas palabras, les
llevaremos una dulce nueva, a saber: que ya mi cuerpo está arrasado, y consumido, y reducido a cenizas. ¿Qué más se me
da a mí de ello, si con morir de palabra resucito en realidad y me visto de gloria? Tengo para mí que nunca
es de mal agüero palabra que trae utilidades. Pues bien sé yo que con
frecuencia, aun hombres muy prudentes, han muerto de palabra y falsamente, y
luego vueltos de nuevo a sus casas han disfrutado de gloria más cumplida. Así,
yo también estoy ya viendo que, llevado por este rumor, voy a aparecer entre
mis enemigos vivo y más radiante que el mismo sol.
¡Oh
patria tierra de dioses nativos!, recibidme con prósperos auspicios en este
lance; y tu también, mansión paterna, pues a ti y a purificarte con la justicia
vengo impelido por los dioses. No me despidáis de esta tierra deshonrado, sino
hacedme dueño de mis posesiones y restaurador de mi casa.
Esto
está ya; tú, anciano, entra y cuida de cumplir con diligencia tu cometido.
Nosotros dos vámonos; ésta es la ocasión, y ella es el más seguro guía de los
hombres en todas sus empresas.
Pena de Electra.
Electra.-
¡Oh luz inmaculada! ¡Oh aire que abrazas a la tierra! ¡De cuántos lamentos y
quejas, de cuántos duros golpes descargados sobre mi pecho ensangrentado habéis
sido testigos a la hora en que la negra noche se acababa! Pues el aborrecido
lecho nocturno de aquesta maldecida casa puede contar cuánto es lo que lloro a mi padre desventurado, a quien no
agasajó el cruel Ares en tierras bárbaras, sino que mi madre misma y su galán Egisto
le abrieron la cabeza con criminal hacha, como abren los leñadores una encina.
¡Y a nadie arranca esto un solo gemido sino a mí, habiendo muerto así tú, padre
mío, tan sin justicia y sin piedad.
¡Oh, no, no acallaré yo mis
lamentos ni mis gemidos mientras vean mis ojos rutilantes estrellas de noche y
la luz de este sol; como aquel ruiseñor que mató a sus polluelos, aquí, a las
puertas del palacio de mi padre, yo cantaré a todo el mundo las tristes
endechas de mi dolor.
¡Palacio de Hades y de Perséfone!
¡Hermes subterráneo! ¡Veneranda Maldición! ¡Espantables furias, hijas de los
dioses!, pues veis quiénes mueren sin justicia, quiénes se roban el lecho
ajeno, venid, socorrednos, vengad la muerte de nuestro padre y a mí enviadme
acá a mi hermano! Porque sola no puedo ya llevar por más tiempo la carga pesada
de tanta tristeza.
Palabras de
Electra / Crisóstemis. Paralelo a Antígona / Ismene.
Crisóstemis.- ¿Qué? ¿No vivo? En la miseria, lo sé, pero eso me basta a mí. Y si
los hostigo, es porque así vengo la honra de mi padre, si es que algún alivio
se recibe allá abajo. Pero tu, que dices los aborreces, de palabra los
aborreces, que con los hechos en favor estás de los asesinos del padre. Yo al
menos, en mi vida me doblegaré a ellos, aunque me hubiesen de dar todos esos
regalos con que tú ahora te pavoneas; quédese para ti la mesa bien repuesta y
nadar en la opulencia. A mí me basta por sustento el no faltar a mi conciencia;
que no quiero para nada tu suerte, ni aun tú la quisieras, si tuvieras juicio.
Disculpa de
Clitemnestra.
Clitemnestra.- Que tu padre, siempre sacas este pretexto, que tu padre murió a mis
manos. Sí, a mis manos; bien lo sé yo, y no puedo negarlo. La justicia de los
dioses, y no yo sola, fue la que acabó con él, y tú misma la deberías secundar,
si tuvieras juicio. Porque tu padre, ése, al que no cesas de llorar, fue el
único, entre los griegos, que consintió en que tu hermana fuera inmolada a los
dioses, como que no había sufrido al ,engendrarla los dolores que yo pasé al
parirla. ¡Vamos!, explícamelo: ¿por qué, por quiénes la sacrificó tu padre?
Respuesta de
Electra.
Electra.-
Porque si un muerto se ha de pagar siempre con otro muerto, tú quizás habías de
morir la primera, si se te aplica esa justicia.
Orestes hace
correr la voz de que ha muerto.
Electra.-~-
¿Os figuráis vosotras que la malvada se va triste y quebrantada de dolor a
llorar amargamente y lamentar la atroz muerte de su hijo? ¡Se ha ido riéndose!
¡Oh triste de mí! ¡Orestes de mi alma! ¡Cómo me has arruinado con tu muerte! Te
has ido, arrancando de mi corazón las únicas esperanzas que me restaban ya de
que, vivo tú, habías de venir, vengador de mi padre y de mí, desventurada. Y
ahora, ¿adónde me puedo yo volver, que
me he quedado sola? Ya no te tengo ni a ti ni a mi padre.
Orestes se
reconoce vivo ante Electra.
Electra.-
¡Oh, triste de mí, Orestes, si no he de poder darte sepultura!
Orestes.-
Mira, lo que dices; no hay razón para esos tus lamentos.
Electra.-
¿Que no tengo razón para llorar a mi hermano, muerto?
Orestes.-
No está bien que le llames así.
Electra.-
¿Pero tanto se avergüenza de mí mi difunto hermano?
Orestes.-
Avergonzarse, no; pero esto no tiene que ver contigo.
Electra.-
¿Cómo? Si esto que llevo es el cadáver de Orestes...
Orestes.-
De Orestes, no; sólo de mentirillas.
Electra.-
Pues, ¿dónde está la sepultura de aquel pobre?
Orestes.-
En ninguna parte. Los vivos no suelen tener sepultura.
Electra.-
¿Qué dices, hijo ?
Orestes.-
Purísima verdad es cuanto te digo.
Electra.-
¿Pero está vivo el muchacho ?
Orestes.-
Si no estoy muerto yo...
Electra.-
¿Qué? ¿Tú eres Orestes?
Orestes.-
Fíjate en este sello de mi padre, y mira si digo verdad.
Electra.-
¡Oh día éste venturoso!
Orestes.-
Venturoso por demás, es cierto.
Electra.-
¡Oh dulce voz! ¿has llegado acá?
Orestes.-
Por ti misma puedes verlo.
Electra.-
Que te tengo entre mis brazos... a ti...
Orestes.-
Así me tengas para siempre.
Orestes mata a
Clitemnestra. Electra utiliza aquí un lenguaje muy brutal, quizás no muy acorde
con la personalidad que nos presenta.
Clitemnestra.- Hijo, hijo, apiádate de la que te dio el ser.
Electra.-
No te apiadaste tú mucho, ni de éste ni del padre que le engendró.
Coro.-
¡Oh ciudad, oh estirpe desventurada! ahora, ahora consuma tu ruina el hado de
tu vida.
Clitemnestra.- ¡Ay!, que me hieren.
Electra.-
Dale, si puedes, otra vez.
Clitemnestra.- ¡Ay!, ¡mil veces ay!
Electra.-
Ojalá, tocara lo mismo a Egisto.
Coro.-
Las Maldiciones van obrando. Reviven los que yacían bajo tierra; los muertos
tiempo atrás, se vengan bebiendo la sangre a los asesinos de antaño.
EURÍPIDES: TRAGEDIAS
ALCESTIS
Alcestis ocupa un
lugar aparte en el teatro griego: tiene un final feliz. Apolo consiguió de las
Parcas que Admeto, a punto de morir, pudiese presentar a un sustituto que
muriera voluntariamente por él. Y su mujer, Alcestis, se entregó a sí misma,
tras negarse sus propios padres. Tras la muerte de Alcestis, Heracles la hace
volver de la muerte. Se la desea regalar a Admeto, pero éste llorando a
Alcestis no la desea, hasta que s entera que es su propia esposa revivida. Aquí
Apolo da comienza a la obra, haciendo una serie de referencias mitológicas.
Apolo.-
¡Oh morabas de Admeto, en las que yo tuve, aunque dios, que aguantar la mesa de
los jornaleros! Zeus tuvo la culpa, que mató, a mi hijo Asclepio hundiéndole en
el pecho el rayo, por lo cual, yo irritado voy y mato a los Cíclopes,
forjadores del fuego de Zeus. Y mi
padre a servir me obligó, en castigo, en casa de un mortal. Vine a este país y
apacentaba las vacas de mi huésped; y hasta ahora he guardado esta casa. Yo que
soy santo, con un santo hombre topé, el hijo de Feres, a quien, engañando a las
Moiras, he salvado de morir. Las diosas me permitieron que Admeto escapase por
el momento del infierno, con tal de que ofreciera otro muerto a los de abajo.
¿Ha muerto
Alcestis? Datos sobre las honras fúnebres.
Coro.- . . .
- No callarían si hubiera
muerto.
- Muerta está.
- Pero aún no la han sacado de la casa.
- ¿Cómo? No estoy seguro. ¿Qué te da
confianza?
- Si no, ¿cómo Admeto tan en
soledad podría haber hecho el entierro de su santa mujer?
- Delante de las puertas no veo el agua de
manantial que cumple como lavatorio en la puerta de los muertos.
- Ninguna cabellera hay a la
puerta cortada, como por los muertos en luto se esparcen, y tampoco resuena la
mano juvenil de las esclavas.
Lamentos de Alcestis
ante su próxima muerte, según la sierva.
Sierva.-
(Pone en su boca las palabras de Alcestis)
"¡Oh cama donde fue soltado mi cinturón virginal por este hombre por quien
muero, adiós! No te odio: a mí sola me haces morir; por no traicionarte a ti y
a mi marido, muero. Te poseerá cualquier otra mujer: no más fiel que yo, más
feliz acaso". Cae de rodillas y la besa, y los vellocinos se empapan de la
marejada de sus ojos. Después que se sació con muchas lágrimas, echa a andar,
la cabeza desmayada, arrastrándose desde el lecho, y muchas veces salía de su
alcoba, y volvía, y se dejaba caer de nuevo en la cama. Los niños, agarrados
del halda de su madre, gritaban, y ella los alzaba en sus brazos y los
acariciaba, al uno o al otro, despidiéndose para morir. Y gritaban todos los
esclavos en la casa y gemían por su señora. Ella su diestra daba a todos y
ninguno era tan vil que ella no le saludase y le escuchase a su vez. Estas
desgracias hay en la casa de Admeto. Si él se hubiera muerto, ya no sufriría,
pero por no haber muerto tiene tal dolor, que no lo olvidará nunca.
Referencia de
Alcestis a Caronte.
Alcestis.-
Veo la barca, la veo, de dos remos, y al barquero de los muertos, con la mano
en su varal, Caronte, que ya me llama: ¿Por qué te detienes? Apresúrate; te
retardas. Me insta con estas palabras apremiantes.
Emoción ante la
muerte de Alcestis.
Alcestis.-
Ya basto yo, que muero por ti.
Admeto.-
¡Divinidad! ¡De qué mujer me privas!
Alcestis.-
Mi mirada se carga de tinieblas.
Admeto.-
Me muero en cuanto me dejes, mujer.
Alcestis.-
Como ya no existo, puedes decir que nada soy.
Admeto.-
Levanta el rostro, no dejes a tus hijos.
Alcestis.-
No es por mi gusto, pero adiós, hijos míos.
Admeto.-
Míralos, mira.
Alcestis.-
Nada soy ya.
Admeto.-
¿Qué haces? ¿Me dejas?
Alcestis.-
Adiós.
Admeto.-
¡Ay! ¡Infeliz de mí!
Coro.-
Pasó, ya no existe la mujer de Admeto.
Eumelo.-
¡Ay de mi suerte! Madre descendió allá abajo, ya no vive, oh padre, bajo el sol.
Me ha abandonado y mi vida ha dejado huérfana, ¡cruel! Mira, mira sus ojos y
sus manos inertes.
Admeto se enfrenta
a su padre Feres.
Admeto.- No has venido a este
entierro invitado por mí, ni cuento tu compañía entre las estimadas. Tu ofrenda
nunca la llevará ella, porque para ser enterrada de nada tuyo necesita. Cuando
debías dolerte es cuando iba a morir yo. Pero tú que te apartaste y dejaste,
tú, viejo, morir a alguien joven, ¡vas a Llorar este cadáver! No eras pues, en
verdad, padre de mi persona, ni la que dice haberme dado a luz y se llamaba
madre, me dio a luz: de sangre servil, al pecho de tu mujer debí de ser puesto
furtivamente. En la prueba has mostrado quién eres, y no me considero hijo
tuyo. Entre lodos te distingues por tu mezquindad, porque a tu edad y en el fin
de tu vida no quisiste ni tuviste el valor de morir por tu hijo, mas dejasteis
a esta mujer extraña, a la cual yo madre y padre podría con razón creer mía.
Pues hermosa hazaña hubiera sido la tuya sí hubieras muerto por tu hijo, y al
cabo, breve era el tiempo que te quedaba de vida. Y hubiéramos vivido en
adelante ésta y yo, y no hubiera gemido solitario en mi desgracia. En verdad,
cuanta felicidad puede tener el hombre la has disfrutado: pasaste tu juventud
como rey y me tenías de heredero tuyo en esta casa, para que no murieses sin
hijos Y a otros la casa hubieras de dejar huérfana para que la dilapidasen. No
dirás que por haber deshonrado tu vejez me dejabas morir, pues muy respetuoso
contigo fui, y en pago, con este favor me compensasteis tú y la que me dio a
luz. Pues no te retardes en tener hijos que alimenten tu vejez y una vez muerto
adornen y expongan tu cadáver. Porque yo no te enterraré con esta mano; me he
muerto para ti, y si he hallado otro salvador y por él veo el día, de aquél
digo que soy hijo y caro cuidador de su vejez. Es en vano cuando los viejos
desean morir y menosprecian la vejez y larga vida: cuando se acerca la muerte,
nadie quiere morir, y la vejez deja de serles pesada.
Heracles decide
salvar a Alcestis.
Heracles.- Corazón y brazo mío,
que tanto has aguantado, muestra ahora qué clase de hijo Alcmena la de Tirinto,
la hija de ELectrión, engendró de Zeus. Tengo que salvar a la mujer que acaba
de morir e instalar otra vez a Alcestis en esta casa y hacer así un favor a
Admeto. Iré y al rey de los muertos, el de negra túnica, a Muerte acecharé;
creo que lo hallaré bebiendo cerca de la tumba la sangre de las víctimas
degolladas. Y como desde mi escondite me lance y le agarre, le echaré el anillo
de mis brazos y no hay quien pueda liberar sus costados magullados hasta que me
suelte a esa mujer. Y si me falla esta presa y no viene a la sangrienta
ofrenda, iré a la morada sin sol de los de abajo, de Core y del rey, y la
reclamaré. Y confío que subiré a Alcestis hasta ponerla en manos de mi huésped,
que me recibió en casa y no me rechazó, aunque estaba herido por tan pesada
desgracia, y por nobleza la ocultó y me tuvo respeto.
Heracles revive a
Alcestis.
Admeto.-
¡Oh dioses! ¿Qué diré! ¡Inesperado milagro! ¿Veo a esta mujer! ¿Es realmente la
mía? ¿O la burla de un dios me saca de gozo fuera de mí?
Heracles.-
No, sino que estás viendo a tu mujer.
Admeto.-
Mira no sea esto una aparición de los de abajo.
Heracles.-
No hagas de este tu huésped un evocador de ánimas.
Admeto.-
¿Pero estoy viendo a la mujer que enterré?
Heracles.-
Tenlo por cierto. No me extrajo que no creas en tu suerte.
Admeto.-
¿Puedo tocar, hablar a mi mujer viva?
Heracles.-
Háblale. Tienes todo lo que querías.
Admeto.-
¡Oh rostro y cuerpo de mi queridísima mujer! Desesperaba yo y te encuentro,
cuando pensaba que jamás te vería.
Heracles.-
La tienes, ojalá no sobrevenga la envidia de los dioses.
MEDEA
Habiendo venido
Jasón a Corinto en compañía de Medea, se promete en matrimonio con Glauce, hija
de Creonte, rey de Corinto. A punto de ser desterrada de Corinto por Creonte,
Medea suplica permanecer un día más y obtiene su petición. Para compensar este
favor envía a Glauce, por medio de sus hijos, como presentes, un vestido y una
corona de oro; nada más hacer uso de ellos, Glauce muere. Creonte muere también
al estrechar a su hija entre sus brazos. Medea, después de haber matado a sus
propios hijos, montada en un carro de dragones alados, que recibió del Sol,
huye hacia Atenas. En este fragmento Medea se dirige al coro de mujeres
corintias exponiendo su situación.
Medea.-
Mujeres corintias, he salido de mi casa para evitar vuestros reproches, pues yo
conozco a muchos hombres soberbios de natural, a unos los he visto con mis propios ojos, y otros son ajenos a la
casa, que, por su tranquilidad, han
adquirido mala fama de indiferencia.
Es
evidente que la justicia no reside en los ojos
de los mortales, cuando, antes de haber sondeado con claridad el temperamento de un hombre, odian
sólo con la vista, sin haber recibido ultraje alguno. El extranjero debe
adaptarse a la ciudad, y no alabo al ciudadano de talante altanero que es molesto
para sus conciudadanos por su
insensibilidad. En cuanto a mí, este
acontecimiento inesperado que se me ha venido encima me ha partido el alma.
Todo ha acabado para mí y, habiendo perdido la alegría de vivir, deseo la
muerte, amigas, pues el que lo era todo para
mí, no lo sabéis bien, mi esposo, ha resultado ser el más malvado de los hombres.
De todo lo que tiene vida y
pensamiento, nosotras, las mujeres,
somos el ser más desgraciado. Empezamos por tener que comprar un esposo con
dispendio de riquezas y tomar un amo de nuestro cuerpo, y éste es el peor de los males. Y la prueba
decisiva reside en tomar a uno malo, o a uno bueno. A las mujeres no les da
buena fama la separación del marido y tampoco les es posible repudiarlo. Y
cuando una se encuentra en medio de costumbres y leyes nuevas, hay que ser adivina, aunque no lo haya aprendido
en casa, para saber cuál es el mejor
modo de comportarse con su compañero de lecho. Y si nuestro esfuerzo se ve coronado por el éxito y nuestro esposo
convive con nosotras sin aplicarnos el
yugo por la fuerza, nuestra vida es
envidiable, pero si no, mejor es morir. Un
hombre, cuando le resulta molesto vivir con los suyos, sale fuera de casa y calma el disgusto de su
corazón, yendo a ver a algún amigo o compañero de edad. Nosotras, en cambio, tenemos necesariamente
que mirar a un solo ser. Dicen que vivimos en la casa una vida exenta de
peligros, mientras ellos luchan con la
lanza. ¡Necios! Preferiría tres veces estar a pie firme con un escudo, que dar a luz una sola vez.
Pero el mismo razonamiento no es
válido para ti y para mí. Tú tienes aquí una ciudad, una casa paterna, una vida
cómoda y la compañía de tus amigos. Yo,
en cambio, sola y sin patria, recibo los ultrajes de un hombre que me ha arrebatado como botín de una tierra extranjera, sin madre, sin
hermano, sin pariente en que pueda encontrar otro abrigo a mi desgracia. Pues bien, sólo quiero obtener de
ti lo siguiente: si yo descubro alguna salida, algún medio para hacer pagar a
mi esposo el castigo que merece, a quien le ha concedido su hija y a quien ha
tomado por esposa, cállate. Una mujer
suele estar llena de temor y es cobarde
para contemplar la lucha y el hierro, pero cuando ve lesionados los derechos de
su lecho, no hay otra mente más asesina.
Pasaje que alude a
la expedición de los Argonautas.
Medea.-
Comenzaré a hablar desde el principio. Yo te salvé, como saben cuantos griegos
se embarcaron contigo en la nave Argo,
cuando fuiste enviado para uncir al yugo a los toros que respiraban fuego y a
sembrar el campo mortal; y a la
serpiente que guardaba el vellocino de oro, cubriéndolo con los múltiples
repliegues de sus anillos, siempre insomne, la maté e hice surgir para ti una luz salvadora. Y yo, después de
traicionar a mi padre y a mi casa, vine
en tu compañía a Yolco, en la
Peliótide, con más ardor que prudencia. Y maté a Pelias con la muerte más
dolorosa de todas, a manos de sus hijas, y aparté de ti todo temor. Y a
cambio de estos favores, ¡oh el más
malvado de los hombres!, nos has traicionado y has tomado un nuevo lecho a
pesar de tener hijos.
Fragmento por el
que se dio a Eurípides fama de misógino.
Jasón.-
¿He errado en mi proyecto? No lo podrías decir, si no te atormentaran los celos
de tu lecho. Pero las mujeres llegáis al extremo de que, mientras va bien
vuestro matrimonio, creéis que lo tenéis todo, pero, en el caso de que una
desgracia lo alcance, lo más provechoso y lo más bello lo consideráis como lo
más hostil. Los hombres deberían engendrar hijos de alguna otra manera y no
tendría que existir la raza femenina: así no habría mal alguno para los
hombres.
Medea expone al
coro sus planes de venganza.
Medea.-
Amigas, mi acción está decidida: matar cuanto antes a mis hijos y alejarme de
esta tierra; no deseo, por vacilación, entregarlos a otra mano más hostil que
los mate. Es de todo punto necesario que mueran y, puesto que es preciso, los
mataré yo que los he engendrado. Así que, ¡ármate, corazón mío! ¿Por qué vacilamos
en realizar un crimen terrible pero necesario? ¡Vamos, desdichada mano mía,
toma la espada! ¡Tómala! ¡Salta la barrera que abrirá paso a una vida dolorosa!
¡No te eches atrás! ¡No pienses que se trata de tus hijos queridísimos, que tú
los has dado a luz! ¡Olvídate por un breve instante de que son tus hijos y
luego... llora! Porque, aunque los mate, ten en cuenta que eran carne de tu
carne; seré una mujer desdichada.
Los niños huyen de su madre.
Corifeo.-
¿Lo oyes, oyes el grito de los niños? ¡Oh desventurada, oh infeliz mujer!
Niños.-
(Desde dentro) ¡Ay de mí! ¿Qué hacer?
¿Adónde huir de las manos de mi madre?
-No lo sé, hermano queridísimo. Estamos
perdidos.
Corifeo.-
¿Debo entrar en la casa? Creo que hay que salvar a los niños de la muerte.
Niños.-
(Desde dentro) Sí, por los dioses,
salvadnos. Es el momento.
-¡Cuán cerca estamos ya del filo
de la espada!
Corifeo.-
¡Desdichada! ¡Es que eres como una roca o un hierro, para haberte atrevido a
matar con tu mano asesina el fruto de las hijos que engendraste!
HIPÓLITO
Teseo, rey de
Atenas, se casó con una de las Amazonas, Hipólita, y de ella engendró a
Hipólito, que sobresalía por su belleza y por su virtud. Cuando su compañera
abandonó la vida, se volvió a casar con Fedra. Cuando ésta contempló al
muchacho, cayó presa del deseo, no porque fuese intemperante, sino por cumplir
el plan de Afrodita, que, habiendo decidido destruir a Hipólito por su virtud,
impulsó a Fedra a enamorarse de él y alcanzó así lo que se proponía. A pesar de
que Fedra ocultaba su mal, con el tiempo se vio obligada a revelárselo a la
nodriza, la cual había prometido ayudarla; ella, contra la voluntad de Fedra,
se lo hizo saber al muchacho. Habiéndose enterado Fedra de que él se había
enfurecido, se lo echó en cara a la nodriza y se colgó. Apareciendo Teseo en
ese preciso momento y apresurándose a liberar a su esposa colgada, encontró
unida a ella una tablilla, que acusaba a Hipólito de su muerte por haberla
seducido. Dando crédito a esto destierra
a su hijo y lo maldijo, provocando su muerte a majos de Poseidón. En
este fragmento aparece el prólogo, en boca de Afrodita, cuyas quejas anticipan
los rasgos principales de la acción.
Afrodita.-
Soy una diosa poderosa y no exenta de
fama, tanto entre los mortales como en el cielo, y mi nombre es Cipris. De
cuantos habitan entre el Ponto y los confines del Atlas y ven la luz del sol
tengo en consideración a los que reverencian mi poder y derribo a cuantos se
ensoberbecen contra mí. En la raza de los dioses también sucede esto: se
alegran con las honras de los hombres. Voy a mostrar muy pronto la verdad de
estas palabras. El hijo de Teseo y de la Amazona, alumno del santo Piteo, es el
único de los ciudadanos de esta tierra de Trozén que dice que soy la más
insignificante de las divinidades, rechaza el lecho y no acepta el matrimonio.
En cambio, honra a la hermana de Febo, a Artemis, hija de Zeus, teniéndola por
la más grande de las divinidades. Por el verdoso bosque, siempre en compañía de
la doncella, con rápidos perros extermina los animales salvajes de la tierra,
habiendo encontrado una compañía que excede a los mortales. Yo no estoy celosa
por ello. ¿Por qué iba a estarlo? En cambio, por las faltas que ha cometido
contra mí, castigaré a Hipólito hoy mismo; la mayor parte de mi plan lo tengo
muy adelantado desde hace tiempo, no tengo que esforzarme mucho .
En
una ocasión en que iba desde la venerable mansión de Piteo a la tierra de
Pandión a participar en la iniciación de los misterios, al verle la noble
esposa de su padre, Fedra, sintió su corazón arrebatado por un amor terrible,
de acuerdo con mis planes. Y antes de que ella regresara a esta tierra de
Trozén, junto a la roca misma de Palas, visible desde esta tierra, fundó un
templo de Cipris, encendida de amor por el extranjero. Y, al erigirlo, le ponía
el nombre de la diosa en recuerdo de Hipólito. Y cuando Teseo abandonó la
tierra de Cécrope, huyendo de la mancha de sangre de los Palántidas, hizo una
travesía hasta este país, resignándose a un año de destierro. Desde entonces,
entre gemidos y herida por el aguijón del amor, la desdichada se consume en
silencio. Ninguno de los de la casa conoce su mal. Pero este amor no debe
acabar de este modo. Se lo revelaré a Teseo y saldrá a la luz. Y su padre
matara a nuestro joven enemigo, con una de las maldiciones que Posidón, señor
del mar, concedió a Teseo como regalo: que no en vano suplicaría a la divinidad
hasta tres veces. Aunque sea con gloria, Fedra también ha de morir, pues yo no
tendré en tanta consideración su desgracia hasta el punto de que mi enemigo no
deba pagarme la satisfacción que me parezca oportuna.
Pero
veo que se acerca el hijo de Teseo, que ha dejado ya el esfuerzo de la caza,
Hipólito. Voy a alejarme de estos lugares. Una numerosa comitiva de servidores
sigue sus pasos y va entonando himnos en honor de la diosa Artemis. No sabe que
están abiertas las puertas de Hades y que está mirando esta luz por última vez.
Diálogo entre
Fedra y su nodriza, en la que la primera le confiesa su amor por Hipólito.
Nodriza.-
Yo me callo ya. Ahora te toca a ti hablar.
Fedra.-
¡Oh madre desgraciada, qué amor te sedujo.
Nodriza.-
El que tuvo del toro. ¿A qué dices esto?
Fedra.-
¡Y tú, hermana infeliz, esposa de Dioniso!
Nodriza.-
Hija, ¿qué te ocurre? ¿Injurias a los tuyos?
Fedra.-
Y yo soy la tercera, desdichada de mí, ¡cómo me consumo!
Nodriza.-
Estoy aturdida. ¿Dónde irán a parar tus palabras?
Fedra.-
Desde entonces, no desde hace un momento, soy desafortunada.
Nodriza.-
Sigo sin saber más de aquello que deseo oír.
Fedra.-
¡Ay! ¿Cómo podrías indicarme tú lo que yo debo decir?
Nodriza.-
No soy adivina para conocer con claridad lo oculto.
Fedra.-
¿Qué es eso que los hombres llaman amor?
Nodriza.-
Algo agradable y doloroso al mismo tiempo, niña.
Fedra.-
Podría decir que yo he experimentado el lado doloroso.
Nodriza.-
¿Qué dices? ¿Estás enamorada, hija mía? ¿De quién?
Fedra.-
Del hijo de la Amazona, quienquiera que sea.
Nodriza.-
¿Te refieres a Hipólito?
Fedra.-
De tus labios has oído su nombre, no de los míos.
Nodriza.-
¡Ay de mí! ¿Qué dices, hija? ¡Cómo me quitas la vida! (Al Coro) Mujeres, no lo soporto, no viviré para soportarlo. Odioso
me resulta este día, odiosa la luz que contemplo. Arrojaré mi cuerpo al abismo,
me alejaré de la vida dándome muerte. ¡Adiós! Ya no existo, pues los sensatos,
aun sin quererlo, se enamoran del mal. Cipris no era una diosa, sino más
poderosa que una diosa, si lo que sucede es posible. Ella ha destruido a esta
mujer, a mí y a la casa.
Hipólito se
defiende ante Teseo.
Hipólito.-
Padre, la cólera y la ira de tu corazón son terribles. Es evidente que tu causa
se presta a bellos argumentos, pero, si alguno la examinara a fondo, no sería
tan hermosa. Yo no estoy acostumbrado a hablar ante una multitud; delante de
unos pocos y de mi edad soy más hábil. Pero esto tiene su explicación: los
mediocres a juicio de los entendidos ante la multitud son más hábiles en sus
discursos. Sin embargo, es necesario, ante la situación en que me encuentro,
que yo deje suelta mi lengua. Comenzaré a hablar por la primera insinuación que
has lanzado contra mí, pensando que
ibas a destruirme sin que yo te
replicara. Tú ves la luz y esta tierra: en ellas no ha nacido hombre más virtuoso
que yo, aunque tú no lo admitas. Sé que
lo primero es honrar a los dioses y
poseer amigos que no intentan cometer injusticia, sino que se avergüenzan de
pedir cosas infamantes a los que con ellos tienen trato a cambio de favores
vergonzosos. No tengo por costumbre ultrajar a mis amigos, padre, sino que mi
amistad es igual, ya se encuentren cerca de mí o lejos. Y estoy inmune de
aquello en que crees haberme sorprendido: hasta el día de hoy estoy puro de los
placeres carnales. De ellos no conozco práctica alguna, salvo por haberlos oído
de palabra o haberlos visto en pintura, pues no ardo en deseos de indagar en ellos, ya que poseo un alma virgen.
Es evidente que no te convence mi virtud,
sea. Tú debes mostrar, por lo tanto, de qué modo me corrompí.
(Señalando a Fedra) ¿Acaso su cuerpo era el más bello de todas las
mujeres? ¿O concebí la esperanza de ser el señor de tu casa, tomando a su
heredera como esposa? Necio hubiera sido, mejor dicho, sin el menor sentido.
¿Pretendes argumentar que es agradable mandar? Para los cuerdos en modo alguno,
si es un hecho que el poder personal ha destruido la razón de los hombres que
en él hallaban un placer. Mi deseo sería triunfar en los certámenes helénicos
y, en un segundo plano, ser siempre
feliz en la ciudad en compañía de amigos excelentes, pues, en tales
circunstancias es posible actuar y la ausencia de peligro proporciona mayor
goce que el poder.
Sólo me queda una cosa que
decir, el resto ya lo sabes. Si yo tuviera un testigo de cómo soy realmente y
pudiera defenderme ante ella, porque aún veía la luz del sol, con una
exposición detallada de los hechos,
conocerías a los culpables. Pero ya que no es posible, te juro por Zeus y por
el suelo de esta tierra que nunca he tocado a tu esposa, ni podría haberlo deseado
ni concebido la idea. ¡Que perezca sin fama, sin nombre, sin patria, sin casa y
vagando desterrado por la tierra, que ni la tierra ni el mar acojan mi cadáver,
si yo soy un hombre malvado! Ahora bien, si ella pereció por temor, no lo sé,
pues no me está permitido hablar más. Ella se comportó con sensatez, aunque la
había perdido, y nosotros que la
poseemos no hacemos un buen uso de ella.
LOS SIETE CONTRA TEBAS
Perteneciente
también a una trilogía con Edipo y Layo, el tema que se aborda es la trágica
historia de la familia de los Labdácidas. Formaba la última parte de la
trilogía, terminando con la muerte de Eteocles y Polinices. Aquí un explorador
cuenta a Eteocles la disposición de los caudillos contrarios.
Explorador.-
Noble señor de Tebas, Eteocles, vengo del campamento con noticias fidedignas:
yo mismo he contemplado lo que está sucediendo: siete jefes, valerosos
caudillos de la hueste, han degollado un toro sobre un negro escudo y han
tocado con sus manos la sangre de aquel toro, han jurado... que, una de dos: o
aniquilaban nuestra ciudad y, luego, por la fuerza, saqueaban la ciudad de los
Cadmeos, o morían, con su sangre empapando esta tierra. Como recuerdo suyo que
enviar al hogar, junto a sus padres, con sus manos guirnaldas en el carro de
Adrasto colocaban, sollozando, pero sin que saliera de sus labios ni una queja.
Su corazón de hierro exhalaba un espíritu fogoso, cual leones con Ares en los
ojos. No ha de tardar la prueba de mi informe: los dejé echando suertes a qué
puerta cada cual apostarse debería, según el orden del sorteo. Aposta, por
tanto, a los guerreros más estrenuos, de la ciudad la flor y nata, frente las
bocas de las puertas. Que, muy cerca, la hueste argiva, totalmente armada, avanza
ya, levanta el polvo y cubre el llano todo con la blanca espuma que segrega el
pulmón de los corceles. Tú, pues, cual buen piloto de una nave, la ciudad fortifica, antes de que de Ares
lleguen los embates. Porque ruge la ola terrestre de la hueste. Toma la precaución más rápida que puedas; yo,
mientras tanto, mi ojo bien abierto,
vigía fiel, tendré, así, sabiendo lo que ocurre allí fuera exactamente, te podrás mantener sin riesgo alguno.
En el siguiente
fragmento Eteocles le dice al coro femenino que dejen la blandura y den paso a
la bravura.
Eteocles.-
A vosotras pregunto, insoportables criaturas: ¿Es ese el mejor modo de salvar
la ciudad e infundir ánimos a este pueblo, encerrado entre sus muros, caer ante la imagen de los dioses que esta
ciudad custodian, y dar gritos y voces, actitud que execra el sabio? ¡Jamás, ni en la desgracia ni en la dulce
bonanza, con el sexo femenino, deba yo convivir! Cuando triunfa, muestra una
audacia insoportable, y cuando le asalta algún cuidado, es una peste mayor para
su casa y para el pueblo. Ahora mismo,
al correr por las calles, en confusa
espantada, habéis sembrado la ignava cobardía en las entrañas de nuestros
ciudadanos. De esta forma, prestáis un
gran servicio a los de fuera y, dentro, nos labramos la ruina contra nosotros
mismos. ¡He aquí el precio por haberte tratado con mujeres! Si alguien no se
somete a mi mandato, hombre o mujer, o un intermedio de ambos, voto de muerte
sobre su cabeza, se habrá de decretar... Y no hay cuidado de que evite una
muerte lapidaria a manos de la turba. Es cosa de hombres, no intervengan
mujeres, lo de fuera. ¡Quieta en tu casa y no me causes daño! ¿Oíste o no me
oíste? ¿Hablo a una sorda?
Eteocles decide
ponerse en la puerta donde el mensajero dice que está su hermano Polinices.
Mensajero.- Paso al séptimo ahora, al que en la séptima
puerta se aposta ya, tu propio hermano. ¡Qué maldiciones, qué destino
impreca contra nuestra ciudad! Escalado
el muro y proclamado ya rey de esta tierra,
tras entonar el grito de victoria,
enfrentarse contigo, darte muerte
y morir a tu lado. Y si permite la vida conservar a quien privóle de sus derechos, con igual castigo, con un exilio que le lleve lejos, jura
vengarse. Así son sus bravatas; y a los dioses nativos de la tierra patria implora que vuelvan su mirada a sus
preces y les den cumplimiento, el fuerte Polinices. Un redondo, recién forjado
escudo porta, y doble emblema en el grabado: puede verse a un hombre armado,
cincelado en oro, al que, serena, una mujer conduce. Que es Justicia pretende,
como indica la divisa: «Reintegraré
este hombre a su ciudad, para que
recupere su patria, y a su hogar volver consiga.»
Tales son sus ardides. (Tú
decide a quién vas a enviar). Contra este hombre no podrás dirigir nunca reproches por sus mensajes. Y, ahora, tú
decide cómo hay que pilotar a nuestra
patria.
Eteocles.-
¡Raza de Edipo mía, lamentable,
enfurecida por los dioses, y odio
eterno de los dioses! Hoy se cumple la maldición paterna. Pero
¡fuera lamentos y gemidos! que
podrían engendrar llantos aún más
lamentables. Pero pronto sabremos de
qué forma va a cumplirse el emblema de un guerrero con un nombre tan justo, si
esas letras de oro, y cinceladas, que
en su escudo, entre espasmos de loco,
borbotean, van a traerlo a casa. Si Justicia, hija de Zeus, acompañara siempre
sus actos y su espíritu, es posible.
Pero jamás, ni cuando dejó el seno materno, ni en la infancia, ni de
joven, ni al crecerle ya el bozo en la
mejilla a hablar con él dignóse la
Justicia. Tampoco ahora, creo, en el
momento en que devasta el suelo patrio,
que ella quiera estar a su lado, o
llevaría en verdad un falso nombre la
Justicia si se uniera con quien tiene
un talante que se ha atrevido a todo. Y
confiado en cuanto he dicho voy a hacerle frente yo mismo. ¿Puede haber
alguien, acaso, con más razón que yo? Rey contra rey, hermano contra hermano, y
enemigo contra enemigo yo voy a enfrentarme.
El coro hace un
repaso a la maldición de Edipo.
Coro.-
Yo temo con espanto que la diosa que arruina las familias, tan poco semejante a
las deidades, la veraz profetisa de desgracias, la Erinia invocada por un
padre, pueda hacer que se cumpla la maldición airada que, en su ciego
arrebato, lanzara un día Edipo. La
azuza esta discordia tan funesta a sus hijos. Un extranjero les reparte el
lote, Cálibo, un emigrado de la Escitia, amargo tasador de las herencias, el Acero y su entraña desalmada, al decidir,
por medio de unas suertes, que ocupen un pedazo de tierra que puedan conservar
después de muertos, sin tener parte en
los inmensos llanos. Cuando hayan muerto, destrozados ambos por mutua mano, y haya el polvo de la
tierra bebido ya la negra, cuajada
sangre de esos homicidios, ¿quién podría traernos lustraciones? ¿Quién podría
lavarlos? ¡Oh nuevos infortunios de esta casa,
mezclados con los males del pasado! Me refiero a la antigua transgresión, muy pronto castigada, pero que en la tercera generación aguarda
todavía, cuando desoyó Layo al propio
Apolo que le había augurado por tres
veces, en el délfico oráculo ombligo de la tierra, que, muriendo sin
hijos, salvaría a su patria. Mas él, cediendo a dulces extravíos, la vida dio al parricida Edipo, que fue su
propia muerte, el que al sembrar el sacro terruno de su madre, que le había
nutrido, hizo brotar una raíz de
sangre: ¡Delirio fue lo que, en su furia insana, juntó a los dos esposos! Y
ahora, cual piélago de males, las olas van empujando: cuando una cae, otra se
levanta, de triple garra, y hierve ante la×proa de esta nuestra ciudad. Y en medio, a corto trecho, nuestra sola defensa, ¡el espesor de un muro! Temo que con mis reyes nuestra ciudad
sucumba. Se cumple ya de antiguas maldiciones del todo, el desenlace. Pasa el
desastre ante los infelices. A echar la mercancía por la borda obliga la
ventura en exceso engordada del hombre diligente. Pues, ¿a qué mortal tanto
ensalzaron los dioses de esta tierra y la copiosa población de Tebas, como
honraron a Edipo al extirpar del pueblo la fiera que sus hombres le robaba?
Pero
cuando, ya, el mísero, se hizo consciente de su infausta boda, por la pena
azuzado, y con el corazón enloquecido, dio cumplimiento a dos gemelos males:
con aquella su mano parricida los ojos se arrancó más caros que sus hijos;
luego contra sus hijos, por su escaso
sustento enfurecido, ¡ay, ay!, lanzó una maldición de lengua amarga: que con su
mano, armada con el hierro, la herencia
partirían. Y ahora estoy temblando que le dé cumplimiento la Erinia de pies
raudos.
Lamentos del coro
ante los hermanos muertos.
Coro.-
De una misma semilla, sí, en verdad, y del todo abatidos bajo golpes no amigos,
en su loca porfía, al final de la lucha. Cesó el odio, y ahora, sus vidas han
unido sobre una misma tierra ensangrentada. ¡Ahora sí, que, en verdad, son
consanguíneos! Amargo, el juez de su disputa, el extranjero que en el Ponto
vive el afilado Acero surgido de la llama; y amargo el mal repartidor de
bienes, Ares, que hizo verdad la maldición paterna.
Tienen su parte ya los
infelices en los males que Zeus les
concediera. Tendrán, bajo su cuerpo, ¡una insondable cantidad de tierra! ¡Ay, ay! ¡Qué ramo de desdichas hicisteis
florecer para los vuestros! Al fin, las Maldiciones su alarido final han
pregonado, eliminando sin remedio
alguno vuestro linaje ya. Ahora se
yergue de Ate el trofeo frente a aquellas puertas en donde se han herido, y vencedor ya de los dos el demon, punto final ha puesto a sus ataques.
El final de esta
tragedia en sí la tragedia completa que escribiera Sófocles: Antígona decide
enterrar a su hermano Polinices a pesar de la prohibición.
Antígona.-
Pues yo, a los gobernantes de esta tierra, les digo que si nadie va a ayudarme
a enterrar a mi hermano, yo en persona pienso enterrarlo y me hago responsable
por el entierro de un hermano, sin rubor alguno por no someterme a lo que ordena la ciudad. Terrible es la
entraña común de que nacimos, la de mi pobre madre, y la del padre.
De todo corazón, pues, alma mía,
participa en el mal de quien no tiene ya voluntad, viviendo para un muerto. Ni
tampoco los lobos, con su vientre fláccido probarán sus carnes. Nadie vaya a
creerlo. Exequias y una fosa yo, aunque sea mujer, pienso ofrecerle, mal sea
entre los pliegues de mis ropas, y yo en persona tenga que enterrarlo. Y que
nadie imagine lo contrario, que mi audacia hallará un medio efectivo.
LA ORESTÍA: AGAMENÓN
Ésta es la única
trilogía conservada, Agamenón, Los Coéforos y Las euménides. Su temática era el
asesinato de Agamenón a manos de Clitemnestra, el castigo de ésta a manos de
Orestes, hijo de ambos, y la purificación del parricida. Aquí aparece Helena de
ejemplo como responsable del dolor de los hombres.
Coro.- Cual Paris, que penetró en el
palacio Átrida, y deshonró su mesa
hospitalaria a una esposa raptando. Y
ella, entonces, dejando, a su patria tumultos de escudos, arneses de la hueste,
y armamentos de naves, y trayendo a
Ilión la ruina, en vez de dote, la puerta de su hogar cruzó con diligencia,
repleta de criminal audacia. Gimen agudamente los profetas del palacio,
exclamando: «¡Ay, ay; ay casa y príncipes! ¡Ay, pasos presurosos tras el amor
de un hombre! En su amor creerá que el espectro de la que está allende los
mares reina en la casa. La gracia de las bellas estatuas se hace odiosa al
esposo; de aquellos ojos que no despiden luz ha huido todo encanto. En sueños
se le muestran atractivas quimeras, que traen gozo, y que, al final, resulta un
gozo vano. Porque, cuando contempla lo que cree su bien, la aparición se
esfuma, de entre sus brazos, vana, para
nunca volver siguiendo los alados caminos de los sueños.»
Tal es el duelo en el palacio, y
otros que lo esperan aún; y reinan en
el hogar de cada cual pesares que el
alma afligen por los que partieron de
esta tierra de Helen. Porque son muchas
las cuitas que el corazón han lacerado. Cada cual sabe a quiénes
despidiera, pero, en vez de guerreros, son urnas y cenizas lo que al hogar
regresa.
Ares, cambista de oro, y de
cadáveres, y que sostiene el fiel en la
refriega, desde Ilión devuelve un
puñado de polvo calcinado, amargo y
triste a sus deudos, y rellena las urnas de ceniza en vez de devolver a unos
guerreros. Todos vierten sus lágrimas
mientras hacen elogios de los suyos. De uno dícese que era «sabedor de
batallas», de otro que «cayó dignamente
en la refriega», por la mujer de otro. Tal es lo que en silencio se murmura, y
sordamente va avanzando contra los Átridas, brazo de la Justicia, un oleaje de
rencor punzante. Mas otros allí mismo, junto al muro con sus formas intactas,
por tumba tienen un pedazo de la tierra de Troya.
Pesado fardo, una nación airada;
la maldición de un pueblo, se cobra, finalmente, la factura. Yo, en mis ansias,
espero, una noticia oculta entre tinieblas. Los dioses siempre acechan a los
que han provocado tantas muertes, y la lúgubre Erinia, con el tiempo, a aquel
que, injustamente la dicha haya alcanzado, lo cubrirá de noche, transformando
en ruinas su existencia. Y cuando ya ha llegado entre los muertos, no hay remedio. Terrible cosa es la gloria
con exceso, pues de Zeus el rayo sobre su hogar se abate.
La
dicha yo prefiero que no despierte envidia. No sea yo jamás un destructor de
pueblos ni, vencido a mi vez, tenga que ver mi vida sometida al arbitrio de
terceros.
Falsedad e
hipocresía de Clitemnestra.
Clitemnestra.-Y ahora, yo me dispongo a ofrecer a mi marido la más digna
bienvenida, porque, al fin, ha regresado. ¿Hay acaso luz más dulce para una esposa que abrir las puertas de su
morada al esposo, a su regreso de la guerra, cuando un dios la vida le ha
conservado? ¡Y que llegue cuanto antes, rodeado del afecto de su patria! Que a
su esposa, a su regreso, tan fiel,
hállela cual la dejara al partir, tal como un perro guardián de la
morada, tierna con él, mas hostil con los extraños, y siempre conservándose la
misma; que después de tanto tiempo, ningún sello ha traicionado. Pues del amor
de otros hombres y de cualquier
reprensible murmuración, no sé más que
de trabajar el bronce. Y si altivo es mi lenguaje es que rebosa verdad, a tal
punto que no puede sonar impropio en los labios de una mujer de prosapia.
El coro
normalmente manifiesta sentimientos de temor, preludiando la tragedia.
Coro.- ¿Por qué, ahora, mi canto
vaticina, sin recibir la orden, sin cobrar su soldada? ¿Por qué no me es
posible ahora escupir, como ocurre ante absurdas pesadillas, sin que una
persuasiva confianza se aposente en tomo de mi alma? ¿¡Cuánto tiempo desde el
momento aquel en que, al soltar amarras, la arena iba volando cuando zarpó
hacia Troya la expedición naval! El regreso contemplo con mis ojos, sí, soy
testigo de ello y, con todo, en mi pecho, espontáneo, el corazón entona sin
acentos de lira, la lúgubre canción de las Erinias sin conservar intacto aquel
valor que la esperanza otorga. Pero no en vano me urgen las entrañas: danza
dentro del pecho, amante de justicia, mi corazón, envuelto en vórtices que anuncian
cumplimientos.
Casandra descubre
la trampa.
Casandra.-
¡Ay, ay! A una casa odiada por los dioses, y cómplice de un crimen fratricida,
de cabezas cortadas... A un matadero humano, cuyo suelo de sangre está
empapado.
Corifeo.- ¡Buen olfato posee la
extranjera, como una perra! Ya las huellas sigue de una muerte que al fin ya
descubrió.
Casandra.- En estos testimonios yo me
apoyo: estos niños que lloran su propio asesinato; han asado sus carnes y han sido devorados por sus padres.
Corifeo.- Conocía tu fama de adivina:
pero ahora a un profeta no queremos.
Casandra.- ¡Dioses! ¿Qué crimen se
prepara? ¿Qué es este nuevo daño, horrendo crimen insoportable para los amigos,
difícil de evitar, que en el palacio se trama? ¡más la ayuda está muy lejos!
Corifeo.- No entiendo tus augurios, pero el resto lo sé: la ciudad
toda lo pregona.
Casandra.-
¿En verdad vas a hacerlo, desgraciada? ¿A tu propio marido, al que comparte
contigo el lecho, lavas en el baño, para después... ¿cómo diré el final?... Al
punto va a ocurrir: que ella ya avanza a su encuentro, los brazos extendidos.
Corifeo.-
Nada comprendo aún. Tras este enigma,
no sé qué hacer ante este oscuro oráculo.
Casandra.-
¡Ay, ay, horror!, ¿Que es lo que veo? ¿No es una red del Hades? ¡Y la trampa es
la esposa! La Discordia implacable de esta casa lance el grito ritual por este
sacrificio tan infame .
Corifeo.-
¿Qué Erinia vengadora tú me invitas a evocar? ¡Tus voces no me aclaran! Gotas
de bilis fluyen en mi pecho como a aquel que sucumbe ante la pica cuando el
rayo postrer de una existencia se agosta y sobreviene el desenlace.
Casandra.-
¡Ay! ¡Mira! ¡Aparta el toro de la vaca! Lo ha envuelto entre los pliegues de su
manto lo abate con su negra cornamenta, y cae en la bañera. La tragedia de
bañera sangrienta te relato.
...
Y el jefe de las naves, el que
un día, Troya arrasara, ignora las maldades
que ha tramado esa lengua tan odiosa de perra que, hace un rato le lamía
y le irguió, afectuosa, las orejas. A tal se atreve: la hembra es la asesina
del macho. Es... ¿qué monstruo repugnante para acertar podría yo llamarla? Una
Escila que mora en los escollos, perdición de marinos, una madre infernal, y rabiosa que respira un odio sin
cuartel contra su estirpe. ¡Qué grito de triunfo y de victoria, como tras la
victoria en el combate, ha proferido esa mujer audaz sobre toda medida! Que se
alegra, da la impresión, del próspero regreso. Me es igual que no logre
persuadirte. El futuro vendrá; pronto tú mismo, lleno de compasión, has de llamarme
profetisa verídica en exceso.
Clitemnestra
cuenta cómo ha asesinado a Agamenón.
Clitemnestra.- Si antes dije palabras que exigía este trance y ahora lo
contrario proclamo, no voy a sentir
rubor. Pues, ¿cómo en otro caso el que se apresta a descargar su bilis contra aquél que le odia a su vez, fingiendo
ser amigo suyo, podría una trampa
insalvable de muerte levantar? Ha tiempo que tenía preparado este proyecto. Y
ya llegó la hora del triunfo final, ¡tras tanto tiempo! Aquí me yergo, do descargué el golpe ante mi víctima; y obré de tal manera, no os lo voy a negar, que no ha
podido ni huir ni defenderse. Una red sin salida, cual la trampa para peces,
eché en torno a su cuerpo, la pérfida
riqueza de un ropaje. Lo golpeo dos veces, y, allí mismo, entre un grito y un grito, se desploma. Cuando está ya en el suelo, un tercer golpe
le doy, ofrenda al Zeus de bajo tierra,
protector de los muertos. Ya caído, su espíritu vomita; exhala,
entonces, un gran chorro de sangre, y me salpica con negras gotas de sangrante
escarcha. Y yo me regocijo cual las mieses
ante el agua de Zeus, cuando está grávida la espiga. Y eso es todo. Alegraos por ello, argivos, si es que
os causa gozo.
Clitemnestra
justifica su crimen: Agamenón sacrificó a su propia hija.
Clitemnestra.- ¿Ahora decretas para mí
el destierro y soportar el odio de mis gentes, y las imprecaciones de mi
pueblo? Pero entonces no hiciste nada en contra de este varón, que, sin darle
importancia, como si se tratara del destino de una res, cuando sobran las
ovejas en el rebaño, osó sacrificar, el parto más querido de mi vientre, a su
hija para hechizar los vientos de Tracia. ¿No era éste a quien debías de esta
tierra expulsar, así lavando sus crímenes? Acabas de escucharme, ¡y te eriges
ya en juez de mi conducta! Lanza tus amenazas a sabiendas de que estoy
igualmente preparada. Y si tú me doblegas con tu brazo, podrás ser mi señor,
mas si los dioses deciden lo contrario he de enseñarte a saber, aunque tarde,
qué es prudencia.
. . .
Clitemnestra.- No creo que tuviera innoble muerte. ¿No fue él, acaso, quien trajo
la desgracia a mi familia? Por el dolor que causó injustamente al ser que de él
brotara, la llorada mil veces Ifigenia, ¡que sufra justamente! Que en Hades no
presuma con exceso con su muerte: por obra de una espada ha pagado sus actos.
PROMETEO ENCADENADO
Algunos piensan
que esta obra no pertenece a Esquilo. Prometeo por haber robado el fuego de
Zeus, quien lo había ocultado a los hombres, es condenado a ser clavado en una
roca del Cáucaso, donde cada día un águila irá a roerle el hígado. Nunca será
liberado a no ser que revele a Zeus la profecía relativa a un matrimonio que
hará caer a Zeus de su trono. Aquí Prometeo es encadenado a la roca.
Hefesto.-
Bizarro hijo de Temis consejera, contra mi voluntad, contra la tuya, te he de
clavar a ese asolado risco con grilletes de bronce indisolubles, do no oirás ni
voz ni rostro humano. Aquí, abrasado por la ardiente llama del sol, has de
cambiar tu tez rosada. A calmar tu dolor vendrá la noche con su estrellado
peplo. Y el rocío que pariera la aurora ha de fundirlo el sol con su calor. Mas
para siempre habrá de torturarte el dolor rudo de tu desgracia. ¡Pues aún no ha
nacido el que ha sido llamado a liberarte! Con tu amor al mortal, eso ganaste.
Tú, un dios, sin arredrarte hacia las iras de los dioses, honraste a los
mortales más de lo justo. A cambio, en esta roca, guardia habrás de montar,
siempre, en insomnio, de pie, sin doblar la rodilla. En vano te desharás en
llantos y gemidos, pues el pecho de Zeus es inflexible. ¡Que todo nuevo rey
reina en tirano!
Prometeo explica
por qué lo ha castigado Zeus.
Prometeo.-
Tal es la servidumbre del tirano: no fiarse jamás de sus amigos. Bien, pues,
vuestra pregunta, por qué causa me está ultrajando, paso a contestaros. Cuando
el trono del padre hubo ocupado repartió entre los dioses sus prebendas, a cada
cual lo suyo, organizando su imperio así. Mas de los pobres hombres en nada se
ocupaba, pues quería aniquilar toda
la raza humana y crear una nueva. A estos deseos nadie supo oponerse; yo tan
sólo tuve el valor de hacerlo, así salvando a los hombres de verse destruidos y
de bajar al Hades. Y por ello me veo sometido a estas injurias que si causan
dolor al soportarlas provocan compasión al contemplarlas. Y yo que me ablandé
por los mortales compasión no logré
para mí mismo. Y ahora me somete a este tormento, para Zeus espectáculo
infamante.
Prometeo relata su
linaje y los beneficios que ha proporcionado a los hombres.
Prometeo.-
No penséis que es desdén o que es orgullo lo que cierra mi boca. Es que se
angustia mi alma al verme atado de esta guisa. Y, con todo, a ese nuevo
soberano, ¿quién, sino yo, facilitóle el trono? Mas me callo: sabéis lo que
diría. Y ahora oíd las penas de los hombres; cómo les convertí, de tiernos
niños que eran, en unos seres racionales. Y en mis palabras no tendrá cabida el
reproche a los hombres; lo que intento es mostrar la bondad de mis favores:
Ante todo, veían, sin ver nada, y oían sin oír; cual vanos sueños, gozaban de
una vida dilatada, donde todo ocurría a la ventura: ignoraban las casas de
ladrillos, al sol cocidos, la carpintería. Vivían bajo tierra en unas grutas
sin sol, como las próvidas hormigas. Ignoraban los signos que revelan cuándo
vendrá el invierno y la florida primavera y los frutos del estío. Todo lo
hacían sin criterio alguno hasta que, finalmente, de los astros les enseñé a
auspiciar orto y ocaso. Y el número, el invento mas rentable, les descubrí, y
la ley de la escritura, recuerdo de las cosas, e instrumento que a las Musas
dio origen. Fui el primero que sometió las bestias bajo el yugo, y al arnés; y
al jinete esclavizadas, las más duras
fatigas soportaron en lugar de los hombres. Bajo el carro yo sometí el caballo,
humilde al freno, y vana ostentación de la riqueza. Nadie más sino yo el marino
buque de alas hechas de lino, descubrió, y que errático el ponto va surcando. Y
pese a los inventos que a los hombres
un día enseñé yo, infeliz, no tengo medio de sustraerme a mi desgracia.
Historia de Ío.
Prometeo.-
Tan pronto a la llanura de Molosia y al empinado lomo de Dodona llegaste, do se
encuentra el santuario profético de Zeus, en la Tesprótide, y al prodigio
increíble, a las encinas parlantes, que, en voz clara y sin enigmas, te han
saludado como a la futura de Zeus esposa ilustre (¿no te halaga?), desde aquí,
por el tábano azuzada, te lanzaste al camino de la costa, en dirección al gran
golfo de Rea; de allí te devolvió al lugar de origen, en vagabundo curso, la
tormenta. Debes saber que, en un tiempo futuro, este golfo marino ha de
llamarse Jonio, en recuerdo de tu paso, para los hombres todos. Hete aquí la
prueba de que mi mente puede ver más lejos de lo aparente. El resto os lo
relato al mismo tiempo a ésta y a vosotras, volviendo al punto do dejé mi
historia. Al otro extremo del país se encuentra la ciudad de Canobo, en los
alfaques y en la boca del Nilo. Es allí
donde Zeus la razón ha de tomarte, sólo con el toque sereno de su mano, con un simple contacto. Y, en recuerdo por
el modo en que Zeus le dio la vida, darás
a luz a un hijo, al bruno Epafo, que habrá de cultivar toda la tierra que riega
el ancho Nilo. Y la quinta generación,
formada por cincuenta hijas, tras él, aun sin quererlo, un día, a Argos
regresará, una consanguínea boda evitando con sus primos. Y ellos, el alma
enfebrecida, cual halcones de unas palomas a no gran distancia, vendrán también
para dar caza a unas que les están vedadas. Mas sus cuerpos un dios les negará,
y ha de acogerlas la tierra de Pelasgo, después que les diera muerte un Ares femenino
con audacia que vela en la tiniebla. Pues cada novia ha de dar muerte a un
novio una espada tiñendo, en cada muerte,
de doble filo. ¡Qué así caiga Cipris
sobre mis enemigos! Solo a una el hambre de hijos habrá de
inducirla a no quitar la vida a su
marido: claudicará su espíritu,
eligiendo de dos alternativas, una sola:
que la llamen cobarde, y no asesina.
En Argos ésta parirá un retoño llamado a ser un rey.
Mas fuera largo explicar
claramente estos detalles, pero de esta
simiente vendrá al mundo un día, un
héroe audaz, de arco famoso, llamado a
liberarme de mis penas. Tal profecía
revelóme un día Temis, mi madre, la Titania antigua. Los medios y la forma, eso, contarlo, exigiría largo tiempo, y nada irías tu a ganar con conocerlo.
SÉNECA: TRAGEDIAS
MEDEA
Medea se ha
refugiado con su esposo Jasón e hijos en Corinto. Jasón va a abandonarla y a
casarse con Creusa, hija del rey Creonte. Medea decide vengarse: envía a Creusa
como regalo un vestido mágico que la abrasa cuando se lo pone (su padre también
muere intentando salvarla); luego mata a sus propios hijos, en presencia de su
padre, y sale huyendo por los aires. Eurípides parece haber sido el modelo
básico de Séneca, pero hay diferencias sustanciales entre uno y otro
(¿contaminatio?). En el siguiente fragmento Medea achaca con ira a Jasón su
abandono.
Medea.-
Huyo, Jasón, huyo; no es algo nuevo eso de cambiar de domicilio; lo nuevo es el
motivo de la huida: por ti solía huir antes. Me alejo, me voy fuera... Cuantos
caminos fui abriendo para ti, los fui cerrando para mi. ¿A dónde me mandas de
vuelta? A una exiliada le impones el exilio y no le señalas el lugar. Hay que
marcharse. Lo manda el yerno del rey. A nada me opongo.
Amontona sobre mí crueles
suplicios: merecidos los tengo. Que con cruentos castigos abrume a esta
concubina la cólera real; que de cadenas cargue sus manos; que la entierre,
dejándola encerrada en la eterna noche de una caverna: sufriré menos de lo que
tengo merecido.
Hombre desagradecido, haz volver
a tu mente el aliento de fuego de aquel toro y... los dardos lanzados por ese
enemigo imprevisto, cuando, a una orden mía, esos soldados nacidos de la tierra
cayeron matándose unos a otros.
Añade los codiciados despojos
del carnero de Frixo y el monstruo insomne al que forcé a entregar sus ojos a
un sueño que nunca había experimentado. Añade a un hermano entregado a la
muerte, crimen que suponía más que un crimen...
Buscando reinos para otros,
abandoné los míos.
En el siguiente
fragmento vemos la preparación del vestido que resultará fatal a Creusa: Medea
realiza sus sortilegios mágicos para emponzoñar el vestido. Este fragmento fue
añadido por Séneca en relación a su fuente, Eurípides.
Nodriza.-
Toma las mortíferas hierbas y exprime la ponzoña de las serpientes y les mezcla
también aves siniestras y el corazón de un lúgubre búho y vísceras de ronca
lechuza extraídas aún viva.
Todas estas cosas la urdidora de
crímenes las va poniendo cada una en su sitio: unas poseen la arrebatadora
violencia de las llamas, otras la helada rigidez de un frío entorpecedor.
Añade a los venenos fórmulas no
menos temibles que ellos.
Escuchad, se la oye con paso
enloquecido y recitando fórmulas mágicas.
El universo se estremece en
cuanto empieza a hablar.
Medea.- Yo
os conjuro, tropel de sombras silenciosas, 740
y también a vosotros, dioses
funerarios,
y al ciego Caos y a la mansión
oscura del tenebroso Dite:
las cuevas de la muerte
espeluznante
cercadas por los límites del
Tártaro;
descansad de suplicios, almas, y
corred 745
a una boda inaudita.
Deténgase la rueda que retuerce
sus miembros
y toque Ixión el suelo;
que Tántalo a sus anchas pueda
beber las aguas de Pirene;
que sólo para el suegro de mi
esposo 750
se mantenga y se agrave la
condena:
que la resbaladiza piedra haga
rodar
a Sísifo hacia atrás por los
peñascos.
Y vosotras, Danaides, a quienes
burla la frustrante tarea
de unas vasijas agujereadas, 755
acudid todas juntas,
este día requiere vuestras
manos.
Acude ya, invocada
por mis conjuros, astro de las
noches, 760
revestida del más terrible
aspecto,
amenazando con tu múltiple
frente.
Séneca,Medea,732-762
FEDRA
Fedra, esposa de
Teseo, mientras éste se halla ausente en los Infiernos, trata de seducir a su
hijastro Hipólito. El muchacho, que se mantiene virgen, rechaza tales
pretensiones. Al regreso de Teseo, Fedra y la nodriza calumnian a Hipólito ante
su padre. En su cólera invoca a Neptuno contra su hijo y éste es muerto. Fedra,
ante sus restos, confiesa su crimen y se suicida. La obra está tomada sobre
todo de Eurípides. En el siguiente episodio Fedra declara su amor a Hipólito
que horrorizado huye.
Hipólito.- Confía a mis oídos tus preocupaciones, madre mía.
Fedra.-
Arrogante es el nombre de madre y demasiado fuerte; a mis sentimientos les
cuadra mejor un nombre más humilde; llámame hermana, Hipólito, o llámame
sirvienta; sirvienta, mejor. Estoy dispuesta a soportar todo tipo de
esclavitud.
No me pesaría, aun cuando me
ordenaras ir a través de la alta nieve, adentrarme en las heladas cumbres del
Pindo. Si me mandaras caminar por en medio del fuego y de las filas de un
ejército enemigo, no vacilaría en ofrecer mi pecho a las espadas amenazadoras.
Acepta el cetro que yo tengo
encomendado y a mí tómame como servidora; es a ti quien corresponde administrar
el mando; a mí, cumplir la órdenes. No es cosa de mujeres mantener la autoridad
real en las ciudades. Tú que tienes el vigor de la primera flor de tu juventud,
gobierna firmemente a los ciudadanos con la autoridad de tu padre; a ésta que
te suplica y se ofrece como esclava protégela acogiéndola en tu seno. Ten
compasión de una viuda.
Hipólito.- ¡Que el dios supremo aparte este presagio! Llegará sano y salvo en
seguida mi padre.
Fedra.-
El dueño del inflexible reino y de la callada Estige no ha permitido nunca el
regreso a los de arriba, una vez que se les ha abandonado. ¿Va él a soltar al
raptor de su tálamo conyugal?...
Hipólito.-
A él, al menos, los dioses del cielo, en su equidad, nos lo devolverán... Y en
cuanto a ti me comportaré de forma que no te considere viuda y ocuparé para ti
yo mismo el puesto de mi padre.
Fedra.-
(Aparte) ¡Oh, crédula esperanza de
los amantes! ¡Oh falaz amor! ¿He hablado ya bastante? Actuaré asediándolo con
mis ruegos. (A Hipólito) ¡piedad!
Escucha los ruegos de mi alma callada. Quiero hablar y no me atrevo.
Hipólito.-
¿Qué tipo de mal es ese?
Fedra.-
Un tipo de mal que difícilmente creerías que encaja en una madrastra.
Hipólito.- Palabras ambiguas dejas caer en tu enrevesada forma de hablar. ¡Habla
abiertamente!
Fedra.-
Mi pecho enloquecido lo abrasa la llama ardiente del amor. Con fiero furor
destroza lo más hondo de mi médula y recorre por mis venas un fuego sumergido
en mis entrañas y escondido en mis venas, como la llama que ágilmente recorre
las altas vigas de una casa.
Hipólito.- ¿Es, entonces, tu casto amor por Teseo lo que te hace enloquecer?
Fedra.-
Así es, Hipólito. Estoy enamorada del rostro de Teseo, aquél de antes, el que
tenía hace tiempo, de muchacho, cuando apuntando la barba le sombreaba las
puras mejillas y conoció la casa sin salidas del monstruo de Cnosos y fue
recogiendo el largo hilo a través del intrincado camino. ¡Cómo resplandecía él
entonces! Prendían sus cabellos las cintas rituales y un rosado pudor teñía su
tierno rostro; había músculos fuertes en sus delicados brazos. Era el rostro de
tu Febe o de mi Febo; mejor aún, el tuyo. Así fíjate bien, así era cuando gustó
al enemigo, así llevaba erguida la cabeza.
En ti resplandece aún más una
belleza desaliñada: todo tu padre está en ti, pero además un cierto aire de
severidad de tu madre entra a partes iguales a formar tu hermosura. En tu
rostro de griego aparece la rudeza de un escita. Si al lado de tu padre
hubieses entrado en el mar de Creta, para ti más bien habría hilado mi hermana
sus hilos.
A ti, a ti, hermana, en cualquier
parte que brilles del cielo estrellado, te invoco en apoyo de una causa
semejante a la tuya; una misma familia nos ha seducido a las dos hermanas: a
ti, el padre; a mí, el hijo,
(A Hipólito) ¡Aquí me tienes! Suplicante yace postrada a tus rodillas la
descendencia de una casa real. Sin haber sido salpicada por ninguna mancha,
intacta, inocente, sólo cambio por ti. Bien decidida, me he rebajado hasta la
súplica; fin pondrá a mi dolor o a mi vida este día. Ten piedad de una
enamorada.
Hipólito.-
Gran rey de los dioses, ¿con tanta paciencia oyes los crímenes? ¿Con tanta
paciencia los ves? Y ¿cuándo lanzas el rayo con tu mano terrible, si ahora está
el tiempo despejado? Que todo el cielo a tu impulso se despeñe y sepulte al día
entre negras nubes, que los astros volviéndose hacia atrás recorran al revés
sus inclinadas órbitas. Y tú, cabeza de los astros, radiante Titán, ¿estás
contemplando tú la impiedad de tu estirpe? Sumerge tu luz y huye a las
tinieblas.
¿Por qué, señor de los dioses y
hombres, tu diestra permanece ociosa y no incendia el mundo con la antorcha de
tres puntas? Truena contra mí, atraviésame, que tu rápido fuego me abrase de
parte a parte. Soy culpable, tengo merecida la muerte: he enamorado a mi
madrastra.
¿Te he parecido yo digno de esta
indecencia? Solamente yo te he parecido materia fácil para un crimen tan
grande? ¿Esto es el merecido de mi ruda austeridad?
¡Oh, tú que vences en perversión
a todo el género femenino, tú, que te has atrevido a una infamia mayor que la
de tu madre que concibió un monstruo! ¡Peor eres que la que te engendró! Ella
sólo se manchó con la bestialidad; y su crimen, silenciado durante largo
tiempo, lo puso al descubierto un parto marcado por su doble forma y dio
pruebas del delito de la madre el ambiguo recién nacido con su rostro feroz.
¡Ese vientre te llevó a ti! ¡Oh tres y cuatro veces agraciados por un hado
favorable aquéllos a quienes el odio y la perfidia devoraron, destruyeron y
entregaron a la muerte!
Padre, siento envidia de ti.
Esta criatura es una calamidad más grande, más grande que la madrastra de la
Cólquide...
Hipólito.-
Aparta lejos de mi casto cuerpo tu contacto impúdico. Pero, ¿qué es esto?
¿Incluso a abrazarme se lanza? Hay que empuñar la espada; que cumpla el castigo
que merece.
¡Mira! Con mi mano izquierda he
doblado hacia atrás su impúdica cabeza, retorciéndole el cabello. Nunca más
justamente se ha ofrecido una sangre a tus altares, ¿¡oh diosa portadora del
arco!
En el siguiente
episodio Fedra confiesa su culpa y la inocencia de Hipólito; luego se suicida.
Teseo.- ¿Qué
delirio te empuja a ese arrebato de dolor? ¿Qué significan esa espada, qué los
gritos y el duelo sobre un cuerpo odioso?
Fedra.- A
mí, a mí, cruel soberano de las profundas aguas, atácame a mí y lanza contra mí
los monstruos del azulado mar, cuantos en sus confines más remotos lleva Tetis
en lo más escondido de su seno, cuantos el Océano, rodeándolos con sus aguas
errantes, tiene cubiertos con la más alejada de las olas.
¡Oh, Teseo, siempre cruel!, que
nunca has vuelto con los tuyos sin causarles daño. Tu hijo y el que te engendró
han expiado con la muerte tus regresos. Trastornas tu hogar, causándole mal
siempre con el amor o con el odio a tus esposas.
Hipólito, ¿así veo tu rostro y
así lo he puesto yo?... ¡Ay de mí!, ¿a dónde ha huido tu belleza y los ojos que
eran mi estrella? ¿Yaces sin vida? Ven un momento y escucha mis palabras. No
voy a decir nada impúdico: con esta mano voy a pagarte el castigo y voy a
hundir el hierro en mi pecho infame, voy a dejar a Fedra sin vida y a la vez
sin culpa, y a ti por las olas y los lagos del Tártaro, por la Estige, por los
ríos de fuego voy a seguirte enloquecida...
No fue lícito unir nuestras
almas, pero sí que es lícito dejar unidos nuestros destinos...
Escúchame, Atenas, y tú, padre,
que eres peor que una funesta madrastra. Falso en lo que conté, y la impiedad,
que yo misma en mi delirio había concebido dentro de mi enloquecido pecho, la
deformé con mentiras. Tú has castigado algo que no ha existido, padre, y yace
víctima de una acusación impura un joven puro, pudoroso, sin tacha...
Un pecho impío se abre al puñal
justiciero y una sangre derramada cumple el sacrificio debido a los Manes de un
varón virtuoso.
EDIPO
Edipo, rey de
Tebas, lamenta con Yocasta la peste que asola el país. El oráculo de Delfos
indica que hay que castigar al asesino del antiguo rey. Edipo descubre que él
es el asesino de su padre y que se ha casado con su madre, teniendo
descendencia; se arranca los ojos como castigo y se destierra de Tebas. Esta
obra está basada en el Edipo rey de Sófocles, aunque bastante alterado. En este
episodio un mensajero relata cómo Edipo se arranca los ojos.
Mensajero.- Después que Edipo descubrió los hados que le habían sido predichos y
la infamia de su linaje y, convicto de su crimen, se condenó a sí mismo,
dirigiéndose hostil hacia el palacio, penetró con paso apresurado bajo aquellos
odiosos techos...
Cruel consigo mismo maquina algo
enorme en su interior, equiparable a sus hados "¿Por qué retraso el
castigo?", dice, "Que alguien arremeta contra este pecho infame con
un hierro o que lo someta a las ardientes llamas o a las piedras. ¿Qué tigre o
ave cruel se lanzará contra mis entrañas? Tú mismo, que das acogida a los
crímenes, execrable Citerón, lanza desde los bosques tus fieras contra mí, o
lanza tus rabiosos perros...".
Habiendo dicho esto, pone su
impía mano sobre la empuñadura de la espada y la desenvaina.
"¿Así? ¿Vas a pagar tan
grandes crímenes con un breve castigo y a compensarlos todos con un solo golpe
Tú mueres... Que innove ella también en lo que toca a mi suplicio. Que se me
permita vivir y morir una y otra vez, renacer continuamente para pagar cada vez
con nuevos suplicios... Hay que elegir una muerte prolongada. Hay que buscar el
camino por el que puedas andar errante sin mezclarte con los sepultados,
quedando, no obstante, marginado de los vivos. Muere, pero sin llegar hasta tu
padre...".
He aquí que de repente una
lluvia se agolpa en sus ojos y se desborda regándole de llanto las mejillas.
"¿Y es bastante llorar? ¿Sólo van a llegar mis ojos a derramar este escaso
riego? Que, arrancados de su órbita sigan a las lágrimas; hay que sacar en
seguida estos ojos de marido"...
Dio un gemido y bramando
horriblemente retorció las manos contra su rostro. Pero a su vez los ojos se
clavaron amenazadores y fijos cada uno en su mano la siguen por propio impulso;
salen al encuentro del golpe que van a recibir. Tantea ansioso los ojos con las
manos encorvadas, desde su más honda raíz arranca de un golpe los dos globos.
Se adhieren las manos a los huecos y, fijas allí, desgarran por completo, con
las uñas, el fondo de las cavidades que albergaban a los ojos, la órbitas
vacías. Se ensaña en vano y su delirio sobrepasa todos los límites: tanto le
importa el riesgo de ver.
Levanta la cabeza y, recorriendo
con sus órbitas vacías las regiones del cielo, comprueba su noche...
Riega su rostro una repugnante
lluvia y su cabeza desgarrada vomita, por las venas que se ha arrancado, ríos
de sangre.
ARISTÓFANES: COMEDIAS
LAS ASAMABLEÍSTAS
Las mujeres se
confabulan y adquieren aspecto de varones para asistir a la asamblea y,
hablando en ella una sola, consigue que se les traspase a las mujeres el
gobierno de la ciudad. En el siguiente fragmento Praxágora va recogiendo a las
mujeres para asistir en la asamblea.
Mujer 1ª.-
Es hora de ir andando, que poco ha que el heraldo, según nosotras íbamos
avanzando, por vez segunda su
quiquiriquí ha cantado.
Praxágora.-
Y yo, por esperaros, en vela la noche entera he estado. Mas esperad que llame
aquí, para que salga afuera, a la vecina, raspando en su puerta con cuidado;
pues es preciso que su marido no se entere.
Mujer 2ª.-
Oí el raspado de tus dedos, ¿sabes?, cuando me estaba poniendo los zapatos,
puesto que no estaba dormida; pues mi
hombre, carísima, con el que yo convivo, como es de Salamina, la noche entera
debajo de las mantas me estuvo sacudiendo con el remo, de modo que hace poco
que le cogí el vestido que aquí ves.
Praxágora.-
Veo que también Clinareta y Sóstrata se acercan ya aquí, y además Filéneta.
Mujer 1ª.-
¿Es que no vais a daros prisa? Que Glice ha jurado que la que llegue la última
de nosotras ha de pagar tres congrios de vino y un quénice de garbanzos.
Mujer 2ª.-
¿No ves a Melística la de Esmicitión qué prisa se da metida en sus zapatillas?
Mujer 1ª.-
También a mí me parece que es la única que a sus anchas salió de su casa, de
junto al marido.
Mujer 2ª.-
¿No ves a Geusístrata, la del tabernero, llevando una antorcha en la diestra?
Mujer 1ª.-
También veo acercarse a la de Filodoretas y la de Querétadas y a otras
muchísimas mujeres, cuanto hay de provecho en la ciudad.
Coro.-
Y bien trabajoso que me resultó a mí, queridísima, abrirme camino en mi secreta
huida; porque mi hombre estuvo tosiendo la noche entera a causa de un atracón
de anchoas que se dio por la tarde.
Praxágora.-
Sentaos, pues, para que pueda preguntaros, ya que os veo reunidas, esto, si
habéis hecho todo lo que se decidió en los Esciros.
Mujer 1ª.-
Yo, al menos, sí. En primer lugar tengo los sobacos más espesos que un bosque,
según se había convenido. Luego, cada vez que mi hombre se iba al ágora,
aceitándome el cuerpo entero, durante todo el día trataba de ponerme morena plantada cara al sol.
Mujer 2ª.-
También yo, por lo que a mí respecta. Y la navaja de afeitar, lo primero que
hice fue arrojarla fuera de casa, para ponerme toda vellosa y no parecerme ya
nada a una mujer.
Praxágora.-
¿Tenéis las barbas que se os dijo a todas vosotras que tuvierais cuando nos
reuniéramos?
Mujer 1ª.-
Sí, por Hécate; y bonita es ésta que yo tengo.
Mujer 2ª.-
También yo tengo una no poco más bonita que la de Epícrates.
Praxágora.-
Y vosotras, ¿qué decís?
Mujer 1ª.-
Dicen que sí; al menos, con la cabeza hacen señal afirmativa.
Praxágora.-
También veo que habéis llevado a cabo lo demás. Pues tenéis los zapatos
laconios y los bastones y los trajes de hombre, justo como dijimos.
Mujer 1ª.-
Yo personalmente, mira, me saqué aquí el bastón de Lamias a hurtadillas,
mientras dormía .
Mujer 2ª.-
¿Es ese el bastón de aquel personaje que se pee?
Praxágora.-
Sí, por Zeus salvador; capaz seria, envuelto en el pellejo del omnividente, de
apacentar al verdugo como ningún otro. Mas, ea, hagamos lo que nos queda por
hacer mientras aún hay estrellas por el cielo, pues la asamblea, a la que
nosotras estamos dispuestas a acudir, tendrá lugar con el alba.
Mujer 1ª.-
Por Zeus, sí. Como que es menester que tú tomes asiento al pie de la roca
enfrente de los pritanos.
Mujer 2ª.-
Estas cosas, ¿sabes?, yo me las traía para cardar en tanto que se llena la
asamblea.
Praxágora.-
¿En tanto que se llena, desgraciada?
Mujer 2ª.-
Sí, por Artemis, eso pensaba yo. Pues, ¿por qué voy a oír peor si cardo? Y mis
niños están desnudos.
Praxágora.-
¡Mira tú que cardar! Tú que tendrías que procurar no dejar ver nada de tu
cuerpo a los asistentes. Pues sí; bonita cosa nos ocurriría si la asamblea del
pueblo viniera a estar llena, y luego una se alzase y arremangándose las faldas
mostrase a Formisio. Por el contrario, si tomamos asiento las primeras, no se
notará que nos hemos envuelto en los mantos; y en cuanto a la barba, cuando
dejemos caer allí la que nos vamos a ajustar, ¿quién, al vernos, no nos tendría por varones? Agirrio, al menos,
llevando la barba de Prónomo, ha pasado desapercibido; aunque antes era ése una
mujer; en cambio, ahora mismo, ya ves,
es persona muy importante en la ciudad. A causa de el, ¡voto al día que se
acerca!, atrevámonos a tan atrevida empresa, por ver si somos capaces de tomar
en relevo el gobierno del estado, de modo que procuremos algún beneficio a la
ciudad; que, lo que es ahora, no
corremos ni a vela ni a remo.
Mujer 1ª.-
¿Y cómo podrá hablar en público un femenil ayuntamiento de mujeres?
Praxágora.-
De la mejor de las maneras con mucho, si no me equivoco. Pues dicen que los
jovencitos que más sacudidas reciben son los más hábiles oradores, y eso es por
alguna ventura condición natural nuestra.
Mujer 1ª.-
No sé yo; terrible cosa es la falta de experiencia.
Praxágora.-
¿Es que no nos hemos reunido aquí a
propósito para que ejercitemos lo que allí hay que decir? ¿No sería
posible que te dieras prisa en ajustarte la barba, y lo mismo todas las demás
que han ejercitado la charla?
Blépiro ha de
salir a hacer sus necesidades: su mujer no está en casa.
Blépiro.-
¿Qué asunto es éste? ?Adónde mi mujer se habrá marchado? Que ahora está ya al
rayar el alba y ella no aparece. Y yo yazgo hace tiempo con ganas de cagar
tratando de coger en la oscuridad las
sandalias y el manto. Pero cuando al fin, tras haber andado a tientas, no fui
capaz de encontrarlo y ya el excremental insistía en golpear la puerta, cojo
ahora este chal doble de mi mujer y arrastro
debajo de mis pies sus sandalias pérsicas. Pero ¿dónde, dónde acertaría uno a cagar en un
espacio libre?, ¿o es que por la noche en cualquier sitio te parece bien? Pues
ahora nadie me verá cagando. ¡Ay de mí, infeliz, que siendo viejo me dio por
tomar mujer! ¡Qué de tortas merezco recibir! Pues seguro que nada sano ha salido a hacer; pero, como quiera que
sea, hay que ir al excusado.
Un
hombre.- ¿Quién es? ¿No es Blépiro mi vecino, según creo?
Blépiro.-
Por Zeus, ese mismo, sin duda.
Un hombre.-
Dime, ¿qué es eso rojo que tienes? ¿No será tal vez que Cinesias, de una forma
o de otra, ha defecado sobre ti?
Blépiro.-
No, es que para salir me he puesto el mantito de color de azafrán de mi mujer,
con el×que ella se viste.
Hombre.-
Y tu manto, ¿dónde está?
Blépiro.-
No puedo decirte; pues, aun buscándolo, no lo encontré entre las mantas.
Hombre.-
Entonces, ¿ni siquiera ordenaste a tu mujer que te lo dijera?
Blépiro.-
No, por Zeus. Es que resulta que no esta en casa, se me ha filtrado sin darme
yo cuenta, y es lo que temo, no vaya a ser que haga alguna picia.
Hombre.-
Por Posidón, te pasa, entonces, justamente lo mismo que a mí. Pues también
aquella con la que vivo yo se largó con el manto que suelo llevar. Y no es eso
lo que me apena, sino que también se llevó las sandalias; al menos, no pude dar
con ellas en ningún sitio.
Blépiro.-
Por Dioniso, ni yo tampoco con mis lacedemonias; antes bien, como me encontraba
con ganas de cagar, metí los pies los coturnos y aquí he venido volando, para
no echar la cagada en la colcha, que esta limpia. ¿Qué podrá ser esto,
entonces? ¿No será que alguna mujer de entre sus amigas la ha invitado a comer?
Hombre.-
En mi opinión, al menos, sí, pues de todos modos no es mala, que yo sepa. Pero
tú estás ahí defecando un cable y a mí ya me es hora de marchar a la Asamblea,
si es que puedo echar mano al manto, que era el único que tenía.
Blépiro.-
También yo iré, en cuanto defeque. Por el momento una pera silvestre mantiene
obstruidos los alimentos.
Hombre.-
¿No será la que Trasíbulo propuso contra los lacedemonios?
Blépiro.-
Por Dioniso, en cualquier caso, bien fuerte que se me agarra. ¿Y qué he de
hacer ? Pues, además, ni siquiera es eso sólo lo que me aflige, sino el pensar
adónde se me irá el excremento de ahora en adelante cuando coma. Pues lo que es
en este momento, ha echado el cerrojo a la puerta ese hombre, el acradusio,
quienquiera que sea. ¿Quién, pues, me irá a buscar un médico? ¿Y cuál? ¿Quién
de entre los especialistas en ano es experto en su arte? ¿Sabe Aminon? Pero tal
vez se negará. Llámese a Antístenes a cualquier precio. Pues ese hombre, a
juzgar por sus gemidos, sabe lo que reclama un ano que tiene ganas de cagar.
¡Oh, soberana Ilitía, no me dejes reventar ni quedar obstruido por cerrojo,
para que no me convierta en orinal de comedia!
Cremes.-
Eh, tú, ¿qué haces? No estarás
cagando.
LAS NUBES
Estrepsíades,
avaro y socarrón, no puede dormir pensando en las deudas de su hijo por los
caballos. El padre ruega a su hijo que entre en la escuela de Sócrates, para
así poder hacer frente a los pleitos que le presenten sus acreedores. Al
negarse el hijo, entra él mismo. El hijo, cambiando de opinión, entra en la
secta y es educado por Sócrates. Cuando llega el momento para defenderse de las
deudas, el hijo, en lugar de aliviar a su padre, le golpea justificando su
acción con las enseñanzas de Sócrates. El fragmento trata cuando Estrepsíades
intenta entrar en el círculo de Sócrates y ser discípulo suyo.
El discípulo.- Sólo está permitido decirlo a los discípulos.
Estrepsíades.- Dímelo sin temor, porque vengo a la escuela como discípulo.
El discípulo.- Te la diré, pero se
deben considerar estas cosas como misterios. Sócrates preguntaba poco ha a
Querefonte cuántas veces una pulga podía saltar una distancia igual a la
longitud de sus patas. Porque una de ellas había mordido la ceja de Querefonte
y se había lanzado luego a la cabeza de Sócrates.
Estrepsíades.- ¿Y cómo ha podido medirlo?
El discípulo.- Muy ingeniosamente. Ha
hecho derretir un poco de cera; después, cogiendo la pulga, sumergió en ella
sus patas. Luego, al enfriarse la cera, la pulga quedó calzada con borceguíes
pérsicos. Sócrates se los quitó y midió con ellos la distancia. Estrepsíades.-
¡Oh Zeus soberano, qué agudeza de ingenio!
El
discípulo.- ¿Y qué dirías si supieras otra concepción de Sócrates?
Estrepsíades.-
¿Cuál? Dímela, te lo suplico.
El
discípulo.- Querefonte, de Esfeto, le preguntó si su opinión era que los
mosquitos zumban con la trompeta o con su trasero.
Estrepsíades.-
¿Y qué le dijo aquél acerca del mosquito?
El discípulo.- Dijo que el intestino del mosquito es estrecho y, siendo delgado,
el aire va directamente con fuerza
hasta el trasero. Después, al ser vacío y encontrarse en el fondo de esta
estrechez, el trasero resuena por la violencia del aire.
Estrepsíades.- Así pues, el trasero de
los mosquitos es una trompeta. ¡Oh, tres veces feliz él, por su capacidad de
penetrar en las vísceras de la investigación! Ciertamente, si fuera acusado,
con facilidad escaparía a una condena, aquel que conociera a fondo el intestino
de un mosquito.
El
discípulo.- Y últimamente fue privado de un gran pensamiento por causa de
una lagartija.
Estrepsíades.-
¿De qué manera? Dímelo.
El discípulo.- Mientras estaba
observando de noche el curso y las revoluciones de la luna, en el momento en
que miraba hacia arriba con la boca abierta, desde el techo una lagartija le
arrojó su excremento.
Estrepsíades.- ¡Me place! Una lagartija que hace sus necesidades en la boca de
Sócrates.
El
discípulo.- Ayer por la tarde no teníamos cena.
Estrepsíades.- Bien. ¿Y qué imaginó para el yantar?
El discípulo.- Sobre la mesa esparció
una fina capa de ceniza, dobló un pequeño asador; después tomándolo como
compás... hizo desaparecer el vestido de la palestra.
Estrepsíades.- ¿Y por qué admiramos al
famoso Tales? Abre, abre rápidamente la escuela y muéstrame a Sócrates cuanto
antes. Porque anhelo ser discípulo. Pero abre la puerta. ¡Oh Heracles!
En el siguiente
fragmento Estrepsíades habla con
Sócrates.
Estrepsíades.- ¿Qué dices? Pero, ¿quién hace llover? Explícame esto ante todo.
Sócrates.-
(Señalando las Nubes) Éstas, sin
duda. Y te lo voy a demostrar con poderosas pruebas. ¡Ea!, ¿cuándo has visto tú
nunca que llueva sin nubes? Y ciertamente sería necesario que Zeus hiciera
llover en un cielo sereno y después de haberlas disipado.
Estrepsíades.- Sí, por Apolo, aportas un buen argumento en la cuestión que nos
ocupa. ¿Y yo que primero creía, en verdad. que Zeus orinaba a través de une
criba? Pero, ¿quién produce el trueno, dime, este trueno que me hace temblar?
Sócrates.-
Ellas son las que truenan al rodar.
Estrepsíades.- ¿De qué manera, oh tú que a todo te atreves?
Sócrates.
- Cuando, estando muy llenas de agua, se ven obligadas a moverse, cuelgan hacia
abajo necesariamente, cargadas como están de lluvia; después, chocando
pesadamente unas con otras se desgarran y resuenan con estrépito.
Estrepsíades.- Pero, ¿quién les obliga, sino Zeus, a moverse?
Sócrates.-
En manera alguna: es un torbellino etéreo.
Estrepsíades.- ¿Un torbellino? Esto me había pasado desapercibido: que Zeus no
existe y en su lugar reina ahora el Torbellino. Pero nada me has enseñado
todavía del ruido y del trueno.
Sócrates.-
¿No me has oído? Digo que las nubes llenas de agua caen unas sobre otras y
producen este trueno a causa de su densidad.
Estrepsíades.- Veamos, ¿cómo he de creer esto?
Sócrates.-
Te lo demostraré con tu propio ejemplo. ¿No te ha sucedido, en las Panateneas,
cuando te llenas de sopa, que se te desarregla el vientre y al punto, por la
agitación, se pone a crepitar?
Estrepsíades.- Sí, por Apolo: y en seguida me atormenta y se revuelve y el caldito ruge como un trueno, y produce un
estrépito terrible. Primero hace un ruido suave, papax, papax; luego más
vivamente, papapapax y cuando hago mis necesidades, truena con fragor,
papapapax, como aquéllas.
Sócrates.-Considera,
pues, con un pequeño vientre, el ruido que haces. Y este Aire, que es infinito,
¿no es natural que truene fuertemente?
Aquí prosigue el
diálogo entre Estrepsíades y Sócrates.
Sócrates.-
Pero antes debes aprender otras. Entre los cuadrúpedos, ¿cuáles son propiamente
los machos?
Estrepsíades.- Conozco los machos, si no estoy loco: el carnero, el cabrón, el
toro, el perro, el ánade.
Sócrates.-
¿Ves lo que te ocurre? A la hembra la llamas ánade como al macho.
Estrepsíades.- ¿Cómo, pues, veamos?
Sócrates.-
¿Cómo? Ánade y ánade.
Estrepsíades.- Cierto, por Posidón, ¿y cómo debo decir?
Sócrates.
- Pato y pata.
Estrepsíades.- ¿Pata? Bien, por el Aire. Solo por esta enseñanza te colmaré de
harina tu duerno.
Sócrates.-
He aquí de nuevo otra falta. Tu dices duerno, haciendo masculino una palabra
femenina.
Estrepsíades.-
¿De qué manera hago masculino duerno?
Sócrates.-
Vale lo mismo para ti duerno que Cleónimo.
Estrepsíades.- Pero, buen hombre, Cleónimo no tenía duerno, sino que amasaba en un
mortero redondo. Pero, de ahora en adelante, ¿cómo debo decir?
Sócrates.-
¿Cómo? Duerna, como dice Sóstrata.
Estrepsíades.- ¿Duerna, femenino?
Sócrates.-
En efecto, hablas correctamente.
Estrepsíades.- Y se tendrá que decir también Cleónima.
Sócrates.-
Y todavía te es preciso aprender acerca de los nombres propios, cuáles son
masculinos y cuáles femeninos.
Estrepsíades.- Sé perfectamente cuáles son los femeninos.
Sócrates.
- Di, pues, algunos.
Estrepsíades.- Lisila, Filina, Clitágora, Demetria.
Sócrates.-
¿Y qué nombres son masculinos?
Estrepsíades.- Muchísimos: Filóxeno, Melesias, Aminias...
Sócrates.-
Pero, desgraciado, éstos no son masculinos.
Estrepsíades.- ¿No son masculinos para vosotros?
Sócrates.-
De ninguna manera. En efecto, si te encontraras con Aminia, ¿cómo le llamarías?
Estrepsíades.- ¿Cómo? Así: "¡Aquí, aquí, Aminia!"
Sócrates.-
¿Ves? Dices Aminia, como a una mujer.
LAS RANAS
En esta obra
encontramos dos partes claramente diferenciadas: la primera, de una manera
fantástica y burlona, narra el viaje de Dioniso al Hades; la segunda nos hace
asistir a una disputa de orden moral y literario entre Esquilo y Eurípides.
Este fragmento pertenece a la primera parte y corresponde con el principio de
la obra.
Jantias.-
¿Diré, oh señor, uno de estos chistes acostumbrados que provocan siempre la
risa de los espectadores?
Dioniso.-
Por Zeus, di lo que quieras, excepto "Estoy abrumado". Evita esta
expresión, porque monto en cólera al oírla.
Jantias.-
¿Ni podré decir tampoco alguna otra bufonada?
Dioniso.
- Sí, excepto: "Estoy hecho polvo"
Jantias.-
¿Que pues? ¿Voy a decir algo del todo chistoso?
Dioniso.-
Sí, por Zeus, anímate. Ten cuidado de no decir sólo una cosa.
Jantias.-
¿Cuál?
Dioniso.-
Al cambiar tu hato de hombro, no digas que tienes necesidad de ir de vientre.
Jantias.-
Ni que cargado con tal fardo, si alguien no me lo quita, voy a echar un pedo.
Dioniso.-
No por cierto, te lo suplico, a menos que quieras hacerme vomitar.
Jantias.- ¿Qué necesidad tengo yo
entonces de llevar este equipaje, si nada puedo hacer de lo que acostumbran los
mozos de cuerda en las comedias de Frínico, de
Licis, de Amipsias?
Dioniso.-
No hagas tal. Porque cuando asisto al teatro y veo semejantes invenciones,
salgo envejecido en más de un ano.
Jantias.-
¡Oh, tres veces desgraciada esta nuca mía, porque abrumada como está, no puede
decir la palabra chistosa!
Dioniso.- ¡Veamos! ¿No es el colmo de
la insolencia y de la molicie que yo, Dioniso, hijo del ánfora, voy a pie y me
fatigo, mientras que facilito a ése una cabalgadura para que no sufra y no lleve
peso?
Jantias.-
¿No llevo nada, yo?
Dioniso.-
¿Cómo llevas si eres llevado?
Jantias.-
Sí, llevando esto.
Dioniso.-
¿De qué manera?
Jantias.-
Muy penosamente.
Dioniso.-
¿Acaso este peso que sostienes no lo lleva el asno?
Jantias.-
No, al menos el que tengo y llevo, por Zeus.
Dioniso.-
¿Cómo, pues, llevas tú, siendo llevado por otro?
Jantias.-
No lo sé; pero mi hombro está oprimido.
Dioniso.-
¡Bien! Puesto que aseguras que el asno no te sirve de nada, cargándote a tu vez
el asno, llévalo.
Jantias.-
¡Ah, desgraciado! ¿Por qué no tomé parte en el combate naval? Ya te hubiera
mandado a paseo con tus gemidos.
Dioniso.- Apéate, farsante. Porque ya
con mis pasos estoy alcanzando esta puerta, en donde debía hacer mi primera
parada. ¡Muchacho pequeñín, eh, muchacho!
(Llama a la puerta de
Heracles; éste va a abrir)
Heracles.-
¿Quién ha golpeado la puerta? Como un centauro, quienquiera que sea, se ha
lanzado. Dime, ¿de qué se trata?
Dioniso.-
(A Jantias) El muchacho...
Jantias.-
¿Qué ocurre?
Dioniso.-
¿No has notado?
Jantias.-
¿Qué?
Dioniso.-
Cuánto miedo le he infundido.
Jantias.-
Sí, por Zeus; miedo de que no estés loco.
Heracles.-
No puedo, por Deméter, dejar de reír. Por más que me muerdo los labios, sin
embargo río.
Dioniso.-
¡Oh desgraciado! Acércate; necesito algo de ti.
Heracles.-
No me es posible dominar la risa al ver una piel de león sobre un vestido de
azafrán. ¿Qué significa esto? ¿Por qué esta alianza del coturno y de la clava?
¿Hacia qué país te diriges?
Dioniso.-
Me embarqué al servicio de Clístenes.
Heracles.-
¿Y participaste en un combate naval?
Dioniso.-
Ciertamente, y echamos a pique doce o trece naves enemigas.
Heracles.-
¿Vosotros dos?
Dioniso.-
Sí, por Apolo.
Heracles.-
Y entonces yo me desperté.
Dioniso.-
Y como a bordo leía para mí la Andrómeda,
de repente hirió mi corazón un deseo, como no tienes idea.
Heracles.-
¿Un deseo? ¿De qué magnitud?
Dioniso.-
Pequeño, como Molón.
Heracles.-
¿Por una mujer?
Dioniso.-
No, ciertamente.
Heracles.-
¿Por un muchacho?
Dioniso.-
De ninguna manera.
Heracles.-
¿Por un hombre, entonces?
Dioniso.-
¡Apapai!
Heracles.-
¿Estuviste con Clístenes?
Dioniso.-
No se te me burles, amigo; no, pues estoy mal; tal es la pasión que me consume.
Heracles.-
¿Cuál es, hermanito?
Dioniso.-
No puedo explicarla. Sin embargo, te la diré por enigmas. ¿Tuviste alguna vez
un deseo repentino de comer puré?
Heracles.-
¿De puré? Babaiax, diez mil veces en la vida.
Dioniso.-
¿He hablado claramente o me explico más?
Heracles.-
No, en verdad. al menos acerca de puré; lo entiendo perfectamente,
Dioniso.-
Pues bien, un deseo semejante por Eurípides me devora.
Heracles.-
¿Por uno que está muerto?
Dioniso.-
Y ningún hombre me persuadirá de que yo no vaya a buscarlo.
Heracles.-
¿A las profundidades del Hades?
Dioniso.-
Sí, por Zeus, y más abajo, si es preciso.
Heracles.-
¿Y qué deseas?
Dioniso.-
Necesito un poeta hábil, pues unos ya no existen, y los otros son malos,
Heracles.-
¿Qué? ¿No vive Jofón?
Dioniso.-
Éste es el único bueno que resta, y todavía, porque no sé exactamente lo que
vale.
Heracles.-
¿Y por qué no quieres llevarte a Sófocles antes que a Eurípides, si debes hacer
subir alguien de allá abajo?
Dioniso.- No, antes de que habiendo
tomado a Jofón aparte compruebe lo que puede hacer sin Sófocles. Por otra
parte, Eurípides, que es muy astuto, lo intentará todo para escapar conmigo; en
cambio, el otro es tan complaciente allí como aquí.
Heracles.-
Y Agatón, ¿dónde está?
Dioniso.-
Me ha dejado y se ha ido. Un buen poeta que echan de menos sus amigos.
Heracles.-
¿A qué país, el desgraciado?
Dioniso.-
Al banquete de los bienaventurados.
Heracles.-
¿Y Jenocles?
Dioniso.-
¡Ojalá perezca, por Zeus!
Heracles.-
¿Y Pitángelo?
Jantias.-
(Aparte) Y de mí, ni una palabra, que
tengo el hombro torturado.
Heracles.-
¿Y no hay aquí otros mozalbetes, más de diez mil, que escriben tragedias y son
un estadio más locuaces que Eurípides?
Dioniso.- Esos son redrojos,
charlatanes, garrulería de golondrinas, ruina del arte, que tan pronto como
obtienen un coro y hacen sus primeros pinillos en la tragedia, caen sin más
extenuados. Pero un poeta fecundo, capaz de decir una palabra notable, no lo
encontrarás por más que lo busques.
Heracles.-
¿Cómo fecundo?
Dioniso.- Sí, fecundo, y que pronuncie
algo atrevido como "Éter, casita de Zeus" o "el pie del
tiempo" o "el corazón no quiere jurar por las victimas, pero la
lengua perjura aparte del corazón".
Heracles.-
¿Y esas cosas te gustan?
Dioniso.-
Estoy más que chiflado por ellas.
Heracles.-
Pero tú mismo reconoces que son necedades.
Dioniso.-
No habites en mi espíritu; ya tienes tu casa.
Heracles.-
Pues bien, todo esto me parece sin arte y malísimo.
Dioniso.-
Enséñame a comer.
Jantias.-
¡Y acerca de mí, ni una palabra!
Dioniso.-
Pero he venido con esta indumentaria, a imitación tuya. para que me indiques,
por si tengo necesidad, a los huéspedes de que te serviste cuando fuiste a
buscar al Cerbero. Dímelos, así como los puertos, panaderías, lupanares,
paradores, posadas, fuentes, caminos, ciudades, residencias, hostales en donde
haya menos chinches.
Jantias.-
¡Y acerca de mí ni una palabra!
Heracles.-
¡Oh desgraciado! ¿Te atreverás a ir?
Dioniso.-
Sí, y tú ni una palabra en contra, sino explícame por qué camino más corto
podríamos llegar al Hades, allí abajo. Y dime uno que no sea ni demasiado
caliente ni demasiado frío.
Heracles.-Veamos,
¿cuál te indicaré primero, cuál? Hay uno por medio de una cuerda y un taburete,
y te cuelgas.
Dioniso.-
Basta; hablas de uno asfixiante.
Heracles.-
Pero hay un sendero muy corto y trillado: el del mortero.
Dioniso.-
¿Te refieres a la cicuta?
Heracles.-
Precisamente.
Dioniso.-
Es frío y glacial. Al punto se hielan las piernas.
Heracles.-
¿Quieres que te indique uno rápido y en pendiente?
Dioniso.-
Sí, por Zeus. porque no soy andarín.
Heracles.-
Entonces, desciende al Cerámico.
Dioniso.-
¿Y luego?
Heracles.-
Sube a la alta torre.
Dioniso.-
¿Y qué hago?
Heracles.-
Vigila el momento del lanzamiento de la antorcha, y cuando los espectadores
digan lanzadla, te arrojas tú mismo.
Dioniso.-
¿Adónde?
Heracles.-
Abajo.
Dioniso.-
Pero me rompería la masa encefálica. No tomaré este camino.
Heracles.-
¿Cuál pues?
Dioniso.-
Aquel por donde tu descendiste antaño.
Heracles.-
Pero la travesía es larga. Pues en seguida encontrarás un lago inmenso y muy
profundo.
Dioniso.-
¿Y cómo lo atravesaré?
Heracles.-
En un botecillo un viejo barquero te pasará mediante el pago de dos óbolos.
Dioniso.-
¡Oh, qué gran poder tienen en todas partes los óbolos! ¿Cómo han llegado
también allí?
Heracles.-
Teseo los llevó. Después verás serpientes y fieras terribles, a miles.
Dioniso.-
No trates de espantarme y atemorizarme; no me disuadirás.
PLUTO O LA RIQUEZA
Esta obra
pertenece a la Comedia Media, a la transición entre la Antigua y la Nueva.
Crémilo pregunta a Apolo si su hijo ha de ser honrado como él o un bellaco; el
dios responde que siga al primer mortal que vea. Esto hace resultando ser un
ciego, que es en sí la Riqueza. Ya conociendo a su compañero, le promete
curarle a cambio de dinero, llevándolo al dios Asclepio. Por el camino aparece
la pobreza que les indica sus argumentos. Asclepio curó la ceguera a Pluto y
éste empieza a enriquecer sólo a los justos: llegan las quejas de los demás.
Aquí tenemos a una vieja que va a quejarse al dios Pluto por el cambio que ha
dado su vida tras la curación de su ceguera.
La vieja.-
¡Oh queridos ancianos! ¿Hemos llegado realmente a la casa de este nuevo dios o
hemos equivocado el camino?
El
coro.- Sabe que has llegado a las mismas puertas, oh jovencita, que
preguntas tan lindamente.
La
vieja.- Veamos, pues, llamaré a alguno de la casa.
(En aquel momento sale Crémilo)
Crémilo.-
No es preciso, pues yo espontáneamente he salido. Pero sería menester que
dijeras qué motivo te trae aquí.
La vieja.-
Estoy sufriendo cosas terribles e inicuas, oh querido. Porque desde que este
dios empezó a ver me ha hecho la vida insoportable.
Crémilo.-
¿Cómo es eso? ¿Acaso tú también eras un sicofanta entre las mujeres?
La
vieja.- No, por Zeus, no ciertamente.
Crémilo.-
Entonces, sin ser designada por la suerte, bebías en tu sección.
La
vieja.- Tu te burlas. Pero yo, desgraciada, tengo una gran comezón.
Crémilo.- ¿Dirás finalmente cuál es ese
desasosiego?
La vieja.-
Escucha, pues. Mi amor era un jovencito, pobre, es verdad, pero de una figura
agradable, bello y honrado. Si yo tenía necesidad de algo, lo hacía todo por
mí, correcta y graciosamente. Yo, por mi parte, le devolvía toda clase de
servicios.
Crémilo.-
¿Y qué era lo que te pedía principalmente cada vez?
La vieja.-
No mucho, porque era extraordinariamente vergonzoso conmigo. Así en cierta
ocasión me pidió veinte dracmas de plata para un vestido; en otra, ocho para
unos zapatos; para sus hermanas también me pidió que les comprara una túnica, y
para su madre un vestidito; otra vez necesitó cuatro fanegas de trigo.
Crémilo.-
No es mucho, a la verdad, por Apolo, todo lo que dices. Evidentemente sentía
vergüenza ante ti.
La vieja.-
Y además no me pedía estas cosas por codicia, solía decir, sino por amistad, a
fin de que llevando mi vestido se acordara de mí.
Crémilo.-
Hablas de un hombre extraordinariamente enamorado.
La vieja.-
Pero el infame no tiene la misma disposición de ánimo, sino que ha cambiado por
completo. Porque yo le había enviado este pastel y las otras golosinas que
están en esta fuente, sugiriéndole que iría por la noche...
Crémilo.-
¿Y qué hizo? Dímelo.
La vieja.-
Me los ha devuelto añadiendo este pastel de leche, con la condición de que no
vaya nunca más por allí. Y además, al mandármelos ha dicho: "En otro
tiempo eran valerosos los milesios".
Crémilo.-
Evidentemente que en cuanto al carácter no era un muchacho perverso. Después que
es rico, ya no le gustan las lentejas; antes, a causa de la pobreza comía de
todo.
La vieja.-
Antes, ciertamente, todos los días, por las dos diosas, venía siempre a mi
puerta.
Crémilo.-
¿Para el entierro?
La
vieja.- No, por Zeus. sino sólo por el deseo de escuchar mi voz.
Crémilo.-
(Aparte) Para recibir, sin duda.
La
vieja.- Y, por Zeus, si me veía triste, me llamaba tiernamente: "Mi
patito, mi palomita".
Crémilo.-
(Aparte) Y después tal vez te pediría
para unos zapatos.
La vieja.- Una vez en los grandes
Misterios, por Zeus, alguien me miró en el carro en que iba; a causa de esto,
me estuvo pegando todo el día. ¡Tan celoso era el jovencito!
Crémilo.-
(Aparte).- Le gustaba, según parece,
comer solo.
La
vieja.- Y decía que tenía unas manos hermosísimas...
Crémilo.-
(Aparte) Cuando le alargaban veinte
dracmas.
La vieja.-
Y que era dulce el olor de mi piel.
Crémilo.- (Aparte) Si tú derramabas vino de Tasos, naturalmente, por Zeus.
La
vieja.- Y que tenía la mirada dulce y bella.
Crémilo.-
(Aparte) No era lerdo, el hombre;
sabía devorar las provisiones de una vieja impúdica.
La vieja.-
En esto, pues, el dios, oh querido, no obra rectamente, ya que pretende ayudar
siempre a los que son víctimas de una injusticia,
Crémilo.- ¿Qué quieres, pues, que haga? Dilo y será
cumplido.
La vieja.-
Es justo, por Zeus, obligar al que de mí ha recibido tantos favores, a
hacérmelos a su vez. ¿O es justo que yo no tenga el menor bien?
Crémilo.-
¿Acaso no te correspondía cada noche?
La vieja.-
Pero afirmaba que no me abandonaría jamás mientras yo viviera.
Crémilo.-
Perfectamente. Pero ahora cree que ya, no existes.
La vieja.-
Porque estoy consumida de pena, queridísimo.
Crémilo.-
(Aparte).- No, sino putrefacta, por
lo que me parece.
La
vieja.- Me podrías hacer pasar por un anillo.
Crémilo.-
(Aparte) Si el anillo fuera el aro de
una criba.
(Por la derecha llega un joven, coronado y
llevando una antorcha)
La vieja.-
Precisamente se acerca el jovencito, del que hace rato me estoy quejando. Parece
que se dirige a un festín.
Crémilo.-
Así parece; al menos viene con coronas y una antorcha.
El joven.-
(Dirigiéndose a la vieja) Te saludo.
La
vieja.- ¿Qué dice?
El
joven.- Antigua amiga, has encanecido rápidamente, por el cielo.
La
vieja.- ¡Desgraciada de mí, que soy ultrajada de tal suerte!
Crémilo.-
Parece que te ve después de mucho tiempo.
La vieja.-
¿De qué tiempo, desgraciado, si ayer estuvo conmigo?
Crémilo.-
Le ocurre, sin duda, lo contrario que a muchos: la embriaguez, según parece, le
vuelve la vista más aguda.
La
vieja.- No, sino que siempre se ha mostrado de carácter intemperante.
El
joven.- ¡Oh, Posidón del mar y viejas divinidades, cuántas arrugas tiene en
la cara! (La mira acercando la antorcha)
La
vieja.- ¡Ah, ah! No me acerques le antorcha.
Crémilo.-
(Aparte) Con todo, tiene razón. Porque si le alcanza una sola chispa, arderá
como una vieja rama de olivo.
El
joven.- ¿Quieres jugar un instante conmigo?
La
vieja.- ¿En dónde, insolente?
El
joven.- Aquí, con nueces.
La
vieja.- ¿A qué juego?
El
joven.- A acertar... cuántos dientes tienes.
Crémilo.-
También yo tomaré parte en el juego. Tiene tal vez tres o cuatro,
El
joven.- Paga, porque tiene sólo una muela.
La vieja.- ¡Oh, el más insolente de los
hombres! Me parece que no estás en tu sano juicio, por sacarme los trapos a la
colada delante de tanta gente.
El
joven.- Saldrías ganando, con todo, si alguien te hiciera un buen lavado.
Crémilo.- No, ciertamente, puesto que
ahora está adulterada; pero si se le quita este albayalde, verás con claridad
las arrugas de su rostro.
La
vieja.- Viejo como eres, me parece que no estás en tus cabales.
El
joven.- Quizá intenta seducirte y te toca creyendo que no te veo.
La
vieja.- No, por Afrodita, no a mí, al menos, ¡oh tú, desvergonzado!
Crémilo.- No, por Hécate, no
ciertamente. Tendría que estar loco. Pero, oh jovencito, no permito que
aborrezcas a esta muchacha.
El
joven.- Pero yo la quiero muchísimo.
Crémilo.-
Y sin embargo te acusa.
El joven.-
¿Y de qué me acusa?
Crémilo.-
De ser un insolente y decirle: "En otro tiempo eran valerosos los
milesios".
El joven.-
Yo no quiero por ella luchar contigo.
Crémilo.-
¿Por qué?
El joven.- Por respeto a tu edad.
Porque a otro nunca le hubiera permitido hacer esto. Pero ahora, márchate
contento, tomando a la muchacha.
Crémilo.-
Conozco, conozco tu pensamiento. No consideras digno, tal vez, estar con ella.
La
vieja.- ¿Y quién le podrá aguantar?
El
joven.- Yo no podría tratar con una mujer estrujada por esas (señalando al público) trece mil
personas.
Crémilo.-
Sin embargo, puesto que tuviste a bien beber el vino, te es preciso también apurar las heces. Entra dentro.
El
joven.- Por cierto, quiero entrar para consagrar al dios estas coronas que
llevo.
La
vieja.- Y yo también quiero decirle algo.
El
joven.- Pues yo no entro.
Crémilo.-
Tranquilízate, no temas. Ella no empleará la violencia.
El
joven.- Has hablado muy bien. Porque hace bastante tiempo que la he
embadurnado con pez.
La
vieja.- Anda. Yo entro detrás tuyo.
Crémilo.-
¡Cuán fuertemente, oh Zeus rey, la viejecita, como una lapa, se pega al
jovenzuelo!
(Danza del coro)
LISÍSTRATA
Enfrentamiento
entre hombres y mujeres, capitaneadas éstas por Lisístrata, que culmina en la
reconciliación final entre los dos sexos. Las mujeres se quejan de que los
hombres estén siempre guerreando descuidando de sus "obligaciones
sexuales" como maridos. Aquí Lisístrata expone su plan: como los hombres
siempre están guerreando, van a se castigados con la abstinencia sexual.
Cleónica.-
Sí, querida, dime que es esa cosa importante que te traes.
Lisístrata.-
Voy a decíroslo. Pero antes de decirlo, voy a preguntaros una cosita pequeña.
Cleónica.-
Lo que tú quieras.
Lisístrata.-
¿NO echáis de menos a los padres de vuestros niños, que están lejos en campaña?
Porque sé de sobra que todas tenéis lejos al marido.
Cleónica.-
El mío hace cinco meses, mi pobre amiga, que está en Tracia vigilando a
Eúcrates .
Mirrina.-
Y el mío lleva siete meses enteros en Pilo.
Lámpito.-
Y el mío, si viene alguna vez de su unidad, agarra el escudo y se marcha
volando.
Lisístrata.-
No queda ni una chispita ya de amante. Desde que nos han traicionado los
milesios no he visto ni un consolador de ocho dedos que pudiera sernos un
alivio de cuero. ¿Queréis entonces, si encuentro una artimaña, poner fin
conmigo a la guerra?
Cleónica.-
Por las dos diosas, yo bien querría, aunque tuviera que privarme de este
vestido... y bebermelo hoy mismo.
Mirrina.-
Yo por mi parte, aunque me quedara como una platija, bien querría dar la mitad
de mí misma, cortándome en dos.
Lámpito.-
Yo hasta subiría arriba, al Taigeto, si es que voy a ver la paz.
Lisístrata.-
Voy a hablar ya: porque el plan no debe quedar oculto. Nosotras, mujeres, si
vamos a forzar a los hombres a hacer la paz, debemos abstenernos...
Cleónica.-
¿De qué? Dínoslo.
Lisístrata.-
¿Vais a hacerlo?
Cleónica.-
Lo haremos, aunque tengamos que morirnos.
Lisístrata.-Pues
bien, debemos abstenernos del cipote. ¿Por qué volvéis los ojos? ¿Dónde vais?
Vosotras, ¿por qué chistáis y fruncis las cejas? ¿Por qué se os ha mudado el
color? ¿Por qué os corren las lágrimas? ¿Lo vais a hacer o no lo vais a hacer?
¿Por qué calláis?
Cleónica.-
No soy capaz de hacerlo: la guerra continúe.
Mirrina.-
Ni yo, por Zeus, la guerra continúe.
Lisístrata.-
¿Eso dices, platija? Hace un momento aseguraste que ibas hasta a cortarte la
mitad.
Cleónica.-
Otra cosa, otra, la que quieras. Si es preciso, estoy dispuesta a marchar por
medio del fuego. Esto antes que el cipote: no hay cosa como él, querida
Lisístrata. Lisístrata.- ¿Y tú?
Mirrina.-
Yo también prefiero a través del fuego.
Lisístrata.-
¡Oh requeteputa toda nuestra raza! No en vano hacen de nosotras las tragedias:
no somos otra cosa que "Posidón y barcos". Pero, querida laconia,
pues con que tú sola te pongas de mi parte, podemos salvar aún el asunto, vota
conmigo.
Lámpito.-
Difícil, por las dos diosas, es que las mujeres duerman solas sin un miembro
descapullado. Pero a pesar de todo: pues la paz nos hace mucha falta.
Lisístrata.-
Queridísima, eres de entre éstas la única mujer.
Cleónica.-
Y si nos abstuviéramos lo más del mundo de eso que tú dices, ¡ojalá no sea
así!, ¿por eso va a haber más paz?
Lisístrata.-
Mucho más, por las dos diosas. Si nos quedáramos en casa bien pintadas y nos
paseáramos desnudas en nuestras camisitas transparentes de Amorgos, con el
triángulo depilado, y los hombres se pusieran calientes y quisieran acostarse
con nosotras y no nos dejáramos sino que nos priváramos de ello, harían la paz
en seguida, lo sé bien.
Lámpito.-
Así Menelao cuando vio, pasando a su lado, las manzanas de Helena desnuda, tiró la espada, según dicen.
Cleónica.-
¿Y qué si los hombres nos abandonan, amiguita?
Lisístrata.-
Lo de Ferecrates, "despellejar una perra ya despellejada".
Cleónica.-
Son tontería esas imitaciones. ¿Y si nos cogen a la fuerza y nos meten a
la fuerza en la alcoba?
Lisístrata.-
Agárrate a la puerta.
Cleónica.-
¿Y si pegan?
Lisístrata.-
Hay que dejarse malamente mal, porque no hay placer en las cosas a la fuerza. Y hay además que hacerles daño:
descuida, pronto lo dejaran. Porque un hombre
nunca tendrá placer si no va de acuerdo con la mujer.
Cleónica.-
Pues si a vosotras dos os parece esto bien, también nosotras estamos de
acuerdo.
Juramento que
hacen las mujeres.
Lisístrata.- Poned todas vuestra mano en la copa, Lámpito; y que una diga en
vuestro nombre lo que yo diga primero. Y todas juraréis esto y lo haréis firme:
No hay amante ni marido...
Cleónica.-...No
hay amante ni marido...
Lisístrata.-...que
se me acerque en erección. Repite.
Cleónica.-...que
se me acerque en erección. Ay, se me aflojan las rodillas, Lisístrata.
Lisístrata.-
Y en casa, sin mi toro, viviré...
Cleónica.-
Y en casa, sin mi toro, viviré...
Lisístrata.-...con
mi vestido de azafrán y acicalada...
Cleónica.-...con
mi vestido de azafrán y acicalada...
Lisístrata.-...para
que mi marido se incendie más y más.
Cleónica.-...para
que mi marido se incendie más y más.
Lisístrata.-
Y jamás, de mi grado, daré gusto a mi marido.
Cleónica.-
Y jamás, de mi grado, daré gusto a mi marido.
Lisístrata.-
Pero si él por la fuerza me violenta, sin desearlo yo...
Cleónica.-
Pero si él por la fuerza me violenta, sin desearlo yo...
Lisístrata.-...me
dejaré malamente y no me moveré con el.
Cleónica.-...me
dejaré malamente y no me moveré con él.
Lisístrata.-
No levantaré mis zapatillas hasta el techo...
Cleónica.-
No levantaré mis zapatillas hasta el techo...
Lisístrata.-...ni
me pondré, leona a cuatro patas, sobre el rallador del queso.
Cleónica.-...ni
me pondré, leona a cuatro patas, sobre el rallador del queso.
Lisístrata.-Si
cumplo esto, pueda beber de ahí...
Cleónica.-
Si cumplo esto, pueda beber de ahí...
Lisístrata.-...Mas
si perjuro, que la copa se llene de agua.
Cleónica.-...mas
si perjuro, que la copa se llene de agua.
Lisístrata.-
¿Juráis esto también todas vosotras?
Todas.-
Sí, por Zeus.
Las mujeres
flaquean aisladas en la Acrópolis por el deseo de sus maridos.
Corifeo de las mujeres.- ¿Por que sales sombría del palacio?
Lisístrata.-
Las acciones de mujeres malvadas, su cerebro de hembras hacen que, en mi
desánimo, pasee arriba y abajo.
Corifeo de las mujeres.- ¿Qué me dices? ¿Qué me dices?
Lisístrata.-
La verdad, la verdad.
Corifeo de las mujeres.- ¿Qué cosa grave ocurre? Díselo a tus amigas.
Lisístrata.-
Vergonzoso es decirlo; callar, duro
Corifeo de las mujeres.- No me ocultes la desgracia que sufrimos.
Lisístrata.-
Tenemos ganas de joder, para decirlo lo mas breve.
Corifeo de las mujeres.- ¡Oh Zeus!
Lisístrata.-
¿Por qué clamas a Zeus? Pero así son las cosas. Yo ya no soy capaz de
apartarlas de los hombres: se me escapan. A una la cogí anteayer cuando
ensanchaba el pasadizo donde está la cueva de Pan; a otra cuando se descolgaba
con un cabrestante; a otra cuando se pasaba al enemigo; a otra que planeaba ya
bajar volando a casa de Orsiloco
montada en un gorrión, la agarré ayer por los pelos. Ponen toda clase de
pretextos para volverse a casa. Aquí viene una. Tú, ¿dónde vas corriendo?
Mujer A.-
Quiero ir a casa. En casa tengo lana de Mileto que se me está echando a perder
por las polillas.
Lisístrata.-
¿Qué polillas? ¿No vas a volverte?
Mujer A.-
En seguida volveré, por las dos diosas, en cuanto extienda sobre la cama...
Lisístrata.-
No extiendas nada ni te vayas a ningún sitio.
Mujer A.-
¿Y voy a dejar que se me estropee la lana?
Lisístrata.-
Sí, si es preciso.
Mujer B.-
Pobre de mí, pobre por mi lino de Amorgos, me lo he dejado en casa sin pelar.
Lisístrata.-
Aquí está otra que sale a por el lino sin pelar. Vuélvete aquí.
Mujer B.-
Por Luminosa, en cuanto quite la piel, vuelvo en seguida.
Lisístrata.-
No, no quites la piel, pues si empiezas tú a hacer eso, otra mujer querrá hacer
lo mismo.
Mujer C.-
Señora Ilitía, detén el parto hasta que llegue a un lugar donde este permitido.
Lisístrata.-
¿Qué tonterías son esas?
Mujer C.-
Voy a dar a luz en seguida.
Lisístrata.-
Pues ayer no estabas embarazada.
Mujer C.-
Pero hoy sí. Déjame ir en seguida a casa, con la partera.
Lisístrata.-
¿Qué dices? ¿Qué es eso duro que tienes?
Mujer C.-
Un niño, un varón.
Lisístrata.-
No es eso, por Anodita, lo que parece que tienes es un objeto de bronce hueco.
(Le abre el manto y saca el casco de
Atenea) Voy a saberlo. Mamarracho, ¡tenías este casco sagrado y decías que
estabas embarazada!
Mujer C.-
Y estoy embarazada, por Zeus.
Lisístrata.-
Entonces, ¿para qué tenías el casco?
Mujer C.-
Para que si el parto me sorprendía en la Acrópolis, diera a luz en el casco,
poniéndome sobre él, como ponen los huevos las palomas.
Lisístrata.-
¿Qué es lo que dices? Pones pretextos: el asunto es claro. ¿Es que vas a
esperar aquí la fiesta del... casco?
Mujer C.-
Es que no puedo ni pegar ojo en la Acrópolis, desde que vi un día a la
serpiente guardián.
Mujer D.-
Y a la pobre de mí la hacen polvo las lechuzas que cuando estoy desvelada hacen
"kikkabaú" todo el rato.
Lisístrata.-
Tontas, dejaos de necedades. Echáis de menos a los hombres, sin duda: ¿y no
pensáis que también ellos nos echan de menos a nosotras? Sé muy bien que pasan
malas noches. Aguantaos, amigas, y sufrid todavía un poco de tiempo; porque hay
un oráculo de que venceremos si no nos peleamos. El oráculo es así.
Mujer C.-
Explícanos qué dice.
Lisístrata.-
Callaos pues: Cuando se refugien las golondrinas en un solo lugar, huyendo de
las abubillas, y se abstengan del miembro, llegará el final de sus desdichas y
lo de arriba pondrá debajo Zeus el que brama en alto...
Mujer C.-
¿Que nosotras vamos a acostarnos encima?
Lisístrata.-
Mas si se pelean y levantan el vuelo con sus alas del templo sagrado las
golondrinas, se pensará que ya no existe pájara más requeteputa.
Mujer C.-
Bien claro es el oráculo, por Zeus. ¡Oh dioses todos!
PLAUTO: COMEDIAS
AULULARIA
Esta obra gira en
torno al personaje Euclión, pobre anciano que ha encontrado una olla llena de
oro enterrada por su abuelo y que se ve, de pronto, inquietado por el deseo de ocultarla para que no se la roben. La
intriga es doble, presentándonos a Fedra, su hija, violada por Licónides. Estas
dos historias terminan convergiendo provocando los típicos malos entendidos de
una comedia de enredo Aquí nos encontramos a Licónides confesando su crimen, la
violación, a Euclión y a éste creyendo
que le habla del robo de su olla llena de oro.
ACTO IV ESCENA X
Euclión.-
¿Quién está hablando por aquí?
Licónides.-
Soy yo, un desgraciado.
Euclión.-
Yo sí lo soy, y terriblemente arruinado; yo, que ando abatido por tantos males
y pesares.
Licónides.-
Ten buen ánimo.
Euclión.-
¿Y cómo podría animarme?
Licónides.-
De esto que te tiene tan preocupado, yo soy el culpable. Lo confieso.
Euclión.-
¿Qué oigo?
Licónides.-
La verdad.
Euclión.-
¿Qué daño te causé yo, joven, para que obraras así y nos echaras a perder, a mí
y a los míos?
Licónides.- Un dios me empujó a hacerlo. El me arrastró hacia ella.
Euclión.-
¿Cómo?
Licónides.-
Reconozco que obré mal y sé que soy culpable. Por esto vengo a rogarte que, benignamente, sepas concederme el
perdón.
Euclión.-
¿Cómo has podido atreverte a tocar lo que no era tuyo?
Licónides.-
¿Qué se puede hacer? El mal ya está hecho. No es posible hacer nada más. Creo
que así lo quisieron los dioses, puesto que sin su voluntad la cosa no hubiese
sucedido; de eso estoy seguro.
Euclión.-
Yo también estoy seguro de que los dioses quieren que te deje morir bien atado,
en mi casa.
Licónides.-
No hables así.
Euclión.-
Pues, ¿por qué la tocabas sin permiso? Era mía.
Licónides.-
Lo hice por culpa del amor y del vino.
Euclión.-
¡Ah, gran desvergonzado! ¿Con semejante discurso te has atrevido a venir,
imprudente? Si esto es ley, y con esto pudieras excusarte, podríamos ir a robar
las joyas de las señoras, en plena luz del sol. Después, si nos cogían, nos
excusaríamos diciendo que lo hacíamos impulsados por la embriaguez o el amor.
Demasiado baratos deben costar el vino y el amor, si el borracho y el amante
pueden satisfacer, a su gusto, todos los caprichos.
Licónides.-
Pero si he venido por propia voluntad a pedirte perdón por mi locura.
Euclión.- No me gustan los hombres que, cuando ya han
hecho el mal, suelen venirte con excusas. Tú sabías muy bien que no era tuya.
No debiste tocarla para nada.
Licónides.-
Puesto que me he atrevido a tocarla, no te pido más que el poderla conservar,
por encima de todo.
Euclión.-
¿Conservarla, a pesar mío y siendo mía?
Licónides.-
No deseo obtenerla, en contra de tu voluntad, pero creo que ella me pertenece.
Además, Euclión, al punto vas a convencerte de que conviene que ella sea mía.
Euclión.-
¡Si, por Hércules! Yo te llevaré en seguida junto al pretor y le diré que te
abra un proceso, si no me la devuelves.
Licónides.-
¿Yo? ¿Qué tengo que devolverte?
Euclión.-
Lo mío que me has robado.
Licónides.-
¿Que yo he robado algo tuyo? ¿Dónde? ¿De qué se trata?
Euclión.-
(Irónicamente) ¡Quiérame bien
Júpiter, de modo que tú no lo sepas!
Licónides.-
Si no me dices lo que pides...
Euclión.-
Hablo de la olla de oro, esto es lo que pido; aquella olla que tú mismo has
dicho que habías robado.
Licónides.-
¡Por Pólux, yo no he dicho ni hecho semejante cosa!
Euclión.-
¿Dices que no?
Licónides.-
Ya lo creo. Digo que no, una y mil veces. Nada sé, ni he oído hablar tampoco
del oro, ni de la olla que dices.
Euclión.-
Veamos. Aquélla que te has llevado del bosque de Silvano. Devuélvemela y
estaría de acuerdo en dividirla contigo, mitad y mitad. Aunque seas un ladrón,
no me disgustas. ¡Vamos, devuélvela!
Licónides.-
Tú estás loco, tratándome de ladrón. Creía, Euclión, que estabas al corriente
de otra cuestión que me con cierne a mí. Sobre ella, quiero hablarte con toda
tranquilidad, si tienes tiempo.
Euclión.-
Dime con toda sinceridad, ¿no has robado el oro?
Licónides.-
No, con sinceridad lo digo.
Euclión.-
¿Y no sabes quién lo ha robado?
Licónides.-
No, y también lo digo sinceramente.
Euclión.-
Si supieses quién la ha robado, ¿me lo dirías?
Licónides.-
Te lo diría.
Euclión.-
¿No aceptarías tampoco una parte del que la tiene, ni encubrirías al ladrón.
Licónides.-
No, tampoco.
Euclión.-
¿Y si me engañas?
Licónides.-
Entonces, que Júpiter haga conmigo lo que quiera.
Euclión.-
Bueno, ya tengo bastante. Ahora, dime lo que querías decirme.
Licónides.-
Por si no nos conoces, ni a mí ni a mi familia, aquí vive mi tío (señalando la casa de Megadoro). Mi
padre era Antímaco y yo me llamo
Licónides. Mi madre es Eunomia.
Euclión.-
Ya conozco esta familia. Pero me gustaría saber qué quieres.
Licónides.-
Tú tienes una hija.
Euclión.-
Sé, está en casa.
Licónides.-
La has prometido, según creo, a mi tío.
Euclión.-
Veo que estás enterado.
Licónides.-
Pues bien, me ha enviado a decirte que él renuncia a ella
Euclión.-
¡Renuncia, cuando ya todo está a punto y la ceremonia también está preparada! i¡Que
todos los dioses y diosas inmortales le pierdan! Por su culpa, yo he perdido
hoy todo aquel oro.
Licónides.-
Tranquilízate y no digas esas palabrotas. Ahora, para que todo vaya a salir
bien para ti y para tu hija, di: "¡Así lo quieran los dioses!"
Euclión.- ¡Así lo quieran los dioses!
Licónides.-
Y así lo quieran los dioses también para mi! Pero escucha. No hay ningún
hombre, por poco que valga, que no sienta vergüenza por una falta que haya
cometido y no quiera justificarse. Por todo lo que más quieras, Euclión, si en
mi locura hice algo malo contra ti o contra tu hija, perdónalo Y dámela por
esposa, tal como manda la ley. Ya lo reconozco; abusé de tu hija en la víspera
de la fiesta de Ceres: el vino, la fuerza de la juventud.
Euclión.-
¿Qué oigo? ¡Qué mala noticia!
Licónides.-
¿Por qué te quejas? Yo he hecho que seas abuelo en las bodas de tu hija. Porque tu hija ha dado a luz, al cabo de
nueve meses. Haz cuentas. Por esto, mi tío
ha renunciado a ella en mi favor. Entra y podrás ver si es verdad todo
cuanto te digo.
Euclión.-
¡Estoy completamente perdido! ¡Tantas desgracias se vienen uniendo a mi
desgracia! Entraré para ver qué hay de
verdad en todo esto.
Licónides.-
En seguida vengo. (Solo). La cosa
parece que ha llegado ya a puerto seguro. Pero no sé dónde debe estar mi
esclavo Estróbilo. Tendré que aguardar aquí un rato, después voy a ir adentro, con Euclión. Mientras tanto, él podrá
informarse por boca de la vieja nodriza que sirve a la hija: ella lo sabe todo.
ANFIFRUO
Única comedia
plautina de tema mitológico, Anfitruo es una comedia que trata el tema del
nacimiento de Hércules. Zeus, enamorada de Alcmena, se aprovecha de la ausencia
de Anfitrión, su marido, para suplantarle en una noche milagrosamente larga.
Pero Alcmena, fecundada con anterioridad, da a luz a dos niños en un solo
parto: Hércules, hijo de Zeus, e Ificles, hijo de Anfitrión. Aquí tenemos el
principio de la obra.
ACTO I ESCENA 1
Sosias.-
(Vestido de viaje, entra por la izquierda
con una linterna en la mano) ¿Hay algún hombre más audaz o más temerario
que yo, que, conociendo como conozco las costumbres de nuestra juventud, se
atreva a pasear solo en plena noche?; ¿qué haría yo si los tresviros me
metieran en la cárcel? Mañana, en seguida me sacarían de la despensa para
azotarme. No me dejarían decir nada para defenderme; mi amo tampoco me serviría
de ayuda y todos, sin excepción, creerían que lo tenía bien merecido. Mientras
tanto, pobre de mi, ocho hombres forzudos golpearían mi espalda como si fuese
un yunque. Éste sería el recibimiento público que tendría al regresar del
extranjero. Y todo por culpa de la impaciencia de mi amo que me ha ordenado
venir del puerto, en contra de mi voluntad, a altas horas de la noche. ¿No
podía enviarme de día para hacer este recado? Servir al poderoso es muy pesado
y el esclavo de un rico es muy digno de lástima; de noche y de día,
continuamente, siempre hay algo por hacer o para decir, de modo que nunca se
puede descansar. En cuanto a tu poderoso dueño, exento de trabajos y de
fatigas, piensa que todo lo que a un hombre se le pasa por la cabeza es
factible. Lo considera razonable y nunca se para a reflexionar sobre las
fatigas que ocasiona, ni considera si es justo, o no, aquello que manda hacer.
Por esto, el ser esclavo comporta el sufrir tantas injusticias. Siempre hay que
llevar y aguantar esta carga con esfuerzo.
Mercurio.-
Yo sí debería quejarme también, en contra de la esclavitud. Hoy todavía era libre y mi padre me ha reducido a
ella. Éste, que es esclavo de nacimiento, es quien se queja.
Sosias.-
Soy una porquería de esclavo. ¿Ni siquiera se me ha ocurrido dar gracias a los
dioses, a mi regreso, e invocarles por todos los favores que me han concedido?
¡Por Pólux!, si quisieran recompensarme tal como merezco, me enviarían algún
valentón para romperme la cara, cuando yo llegase, porque ni he sabido
agradecer ni he tenido en cuenta el bien que me han hecho.
Mercurio.-
(Aparte) Éste no es como los demás;
sabe hacerse justicia.
Sosias.-
Lo que ni yo, ni ninguno de mis conciudadanos hubiéramos creído nunca que
ocurriría, ha ocurrido: que regresáramos nuevamente a casa, sanos y salvos.
Nuestras legiones victoriosas regresan a su patria, una vez el enemigo ha sido
vencido, después de haberse extinguido la mayor de las guerras, de haber sido
aniquilado el mayor adversario. La ciudad que infligió al pueblo tebano tantos
sufrimientos prematuros gracias al valor
y al coraje de nuestros soldados, ya la vemos vencida y conquistada y,
en especial, gracias al mando y a los auspicios de mi dueño Anfitrión; él es
quien ha enriquecido a sus compatricios con el botín, con tierras y gloria y
quien ha consolidado en su trono a Creonte, el rey de Tebas. Me ha hecho venir
del puerto a su casa para que hiciese saber a su esposa cómo se ha esforzado al
servicio del interés común, con su conducta, su mando y sus auspicios. Y ahora
he de ver de qué modo voy a decírselo cuando llegue allí. Si le digo mentiras,
obraré como de costumbre. Cuando todos estaban luchando con mayor empuje, con
mayor empuje yo también huía. Pero haré como si hubiese estado en la batalla y
le contaré lo que he oído decir. No obstante, me hace falta ver en qué términos
he de expresarme durante la narración. Antes quiero ensayarlo un poco aquí,
ante mí mismo. Comenzaré así:
. . .
Vencemos por la fuerza al
orgulloso enemigo. Pero, a pesar de todo, ninguno de ellos huye ni retrocede
sin luchar con bravura; se dejan arrebatar la vida antes que ceder un palmo de
su terreno. Cada uno yace muerto en su puesto, manteniendo su fila. Viendo
esto, Anfitrión, mi dueño, ordena que la caballería ataque por la derecha. Los
caballeros obedecen rápidos y, por la derecha, se hunden entre los enemigos con
enormes gritos y con gran ímpetu. Disuelven y aplastan las fuerzas del
adversario, en justa venganza por las injurias sufridas.
Mercurio.-
(Aparte) Hasta ahora, no ha dicho
ninguna palabra al revés, porque yo estaba allí, con mi padre, durante el
combate.
. . .
¡Atención! Éste va a venir hacia
aquí y yo le saldré al encuentro. No permitiré que, durante el día de hoy, este
hombre se acerque a la mansión. Como que tengo su aspecto, es seguro que voy a
dejarle sin aliento; y, ya que he tomado su aspecto y su condición, conviene
que también me porte como él y tenga el mismo carácter. Necesito, por tanto,
ser malicioso, pillo, enormemente astuto, armarme con sus propias armas y, con
malicia, alejarle de la puerta. Pero, ¿qué ocurre? ¿Está contemplando el cielo?
Iré a ver qué pasa.
Sosias.-
¡Sí, por Pólux! Si existe alguna cosa que yo crea o que conozca con certeza, me
parece que anoche, Nocturno estaba ebrio cuando se fue a dormir; porque las
siete estrellas de la Osa Menor no hacen movimiento alguno en el cielo, ni la
luna se ha movido de allí de donde salió, ni Orión, ni el Véspero, ni las Pléyadas
se ponen todavía. Las constelaciones están siempre fijas en un determinado
lugar y, en ninguna parte, la noche deja su lugar al día.
Mercurio.-
(Aparte) Continúa, por favor, Noche,
tal como has empezado; sé favorable a mi padre. Haces del modo mejor para el
mejor, el mejor de los servicios; te comportas estupendamente en tu trabajo.
Sosias.- Creo no haber visto otra noche más larga,
salvo aquélla en que, después de ser azotado, quedé colgado, de la noche a la
mañana. Pero, ¡por Pólux!, ésta es aún mucho más larga que la otra. ¡Por
Pólux!, estoy seguro de que el Sol se halla durmiendo todavía y que debe de
haber bebido algo más de la cuenta. No me extrañaría que se hubiese regodeado
más de la cuenta, durante la cena.
Mercurio.-
(Aparte) ¡Ah, bellaco! ¡Crees que los
dioses son como tú? ¡Por Pólux, te haré
pagar todas tus insolencias y
tus obras, granuja! Ven, solamente hasta aquí, si quieres; te juro que
no te saldrá del todo bien.
Sosias.-
¿Dónde están estos libertinos que no les gusta dormir solos? He aquí una noche
excelente para dar trabajo a esas bellezas que cuestan tan caro.
Mercurio.-
(Ídem) Mi padre, tal como éste dice,
hace bien estando acostado en los brazos de Alcmena, su amada, y satisfaciendo
sus pasiones.
Sosias.-
Bueno, voy a hacer saber a Alcmena lo que mi amo me ha encargado. Pero, ¿quién es este hombre que veo delante de
la casa, a esas horas de la noche? No me hace ninguna gracia.
Mercurio.-
(Ídem) No hay nadie más cobarde que
él.
Sosias.-
¡Ya lo sé! Este hombre quiere hoy volverme a tejer la capa.
Mercurio.-
(Ídem) ¡Uf!, tiene miedo. Voy a
reírme de él.
Sosias.-
¡Estoy perdido, me pican los dientes! Seguro que, a mi llegada, me acogerá con
un recibimiento pugilístico. Tiene buen corazón, por lo que veo; ya que mi amo
me ha hecho velar toda la noche, él, con sus puños, hará que hoy pueda dormir.
¡Soy hombre×muerto! ¡Piedad! ¡Por Hércules, qué grande y qué forzudo es!
Mercurio.-
(Ídem) Hablaré en voz alta, delante
de él. Así podrá oír lo que yo digo y, de esta manera, sentirá mucho más
terror. (Hablando en voz alta)
¡Preparaos, puños! Tiempo ha que no habéis dado pitanza a mi estómago. Parece
como si hubiera transcurrido un siglo desde el día en que dejasteis dormidos a
aquellos cuatro jóvenes, todos desnudos.
Sosias.-
(Aparte) Me da un miedo terrible
pensar que hoy voy a cambiar de nombre; dejar de ser Sosias para convertirme en
Quinto. Dice haber puesto fuera de combate a cuatro hombres; me temo que voy a
aumentar el número.
Mercurio.-
¡Bien! ¡Bien! ¡Así es como lo quiero!
Sosias.-
(Aparte) Se ciñe la túnica. No hay
duda, se está poniendo en forma.
Mercurio.-
(Aparte) No saldrá de ésta sin haber cobrado.
Sosias.-
(Aparte) ¿Quién?
Mercurio.-
(Aparte y dando gritos) Al primero
que venga por aquí, le haré tragar mis puños.
Sosias.-
(Aparte) Muchas gracias. No me gusta
comer tan tarde, por la noche; no hace mucho que he terminado de cenar. Vale
más que esta cena la ofrezcas, si sabes, a los que están hambrientos.
Mercurio.-
(Aparte) He aquí un puño que tiene un
buen peso.
Sosias.- (Aparte) ¡Soy
hombre muerto! Sopesa sus puños.
Mercurio.-
(Aparte) ¿Cómo le resultaría si le diera una caricia para dormirle?
Sosias.-
(Aparte) Me salvarías. Durante tres noches no he podido pegar ojo.
Mercurio.- (Aparte) Muy mal. No es así como debe hacerse. Mi mano no aprende
del todo bien a golpear una mandíbula. Es necesario que cambie el rostro
totalmente, una vez le haya rozado con el puño.
Sosias.-
(Aparte) Este hombre va a dejarme
nuevo y me volverá a modelar la cara.
Mercurio.-
(Aparte) No ha de quedar un solo
hueso en el rostro, si sabes golpear al hombre como es debido.
Sosias.-
(Aparte) Parece que quiere
deshuesarme como a una murena. ¡Salga
de aquí este deshuesador de hombres! Si me llega a ver, muerto soy.
Mercurio.-
(Aparte) ¡Algún hombre huele, por su
desgracia!
Sosias.- (Aparte) Pero, ¿he dejado escapar algún olor?
Mercurio.-
(Aparte) No debe estar muy lejos;
aunque si viene de lejos.
Sosias.-
(Aparte) Este hombre es un brujo.
Mercurio.-
(Aparte) Los puños se me encolerizan.
Sosias.-
(Aparte) Si quieres probarlos contra
mí, te lo ruego, pruébalos antes contra la pared.
Mercurio.-
(Aparte) Una voz ha volado hasta mis
oídos.
Sosias.-
(Aparte) ¡Cuán desgraciado he sido,
al no cortarle las alas! Tengo una voz voladora.
Mercurio.-
(Aparte) Este hombre viene hacia mí
en su acémila, y busca su desgracia.
Sosias.-
(Aparte) ¿Yo? No tengo ninguna
acémila.
Mercurio.-
(Aparte) Será necesario cargarle bien
con los puños.
Sosias.-
(Aparte) ¡Por Hércules!, aún me
siento fatigado del viaje en la nave y me siento mareado. Si apenas puedo andar
sin carga, no vayas a creer que podré andar cargado.
Mercurio.-
(Aparte) Ahora sí que es seguro; no
sé quién habla por aquí.
Sosias.-
(Aparte) Estoy salvado. No puede
verme. Él dice que ha hablado "No sé quién", y mi nombre es, sin duda
alguna, Sosias.
Mercurio.-
(Aparte) Me parece que hay alguna
voz, a mi derecha, que ha venido a darme en la oreja.
Sosias.-
(Aparte) Tengo miedo de que éste no
me atize a mí, hoy, en lugar de atizar a la voz que le ha dado.
Mercurio.-
(Aparte) ¡Qué bien, ahora viene hacia
aquí!
Sosias.- (Aparte) Tengo miedo y estoy cansado. ¡Por Pólux!, si alguien me lo
preguntara, no sabría decirle en qué lugar del mundo estoy. ¡Pobre de mí! El
miedo no me deja, ni siquiera, moverme. ¡Ya se acabó! Sosias se ha perdido,
junto con los encargos de su amo... Pero, no, voy a hablarle plantándole cara,
para dar la impresión que se trata de un valiente; quizá, de esta manera, no se
atreva a tocarme.
Mercurio.-
(A Sosias) ¿Adónde vas tú, que llevas
a Vulcano encerrado en el cuerno?
Sosias.-
¿Por qué lo preguntas, tú que con los puños deshuesas la cara de los hombres?